lunes, 20 de julio de 2015

El entierro de Don Agustin





Si había algo respetado en aquella época era la muerte natural. No la muerte violenta que en aquellos días sobrevenía brutalmente a las personas, en la obscuridad de la noche, para ser después enterrados sus cuerpos secretamente en cunetas y lugares apartados del camposanto. 
Sus asesinos parecían creer que ocultándolos de esta manera estaban lejos de los ojos de dios y que así desaparecían y no podrían jamás llegar al cielo para reclamar su justicia.
Ni siquiera se oía hablar de estos muertos que vagasen sin descanso por la noche en solitario o acompañados de la santa compaña para que se descubriese el lugar de su cuerpo y pudieran ser llevados sus huesos a descansar con los de los suyos, con los de sus padres, abuelos o hermanos, o con los de sus hijos o mujeres; por que habían sido condenados por sus asesinos, amparados por la administración franquista, a la desaparición y olvido.

- ¿Mama, cuando volverá mi padre?
- Papa marchó, hija mía, tal vez algún día cuando seas mayor podramos saber más.

La muerte se considera un tránsito, un puente entre esta vida y la vida espiritual del catolicismo. A quien le sobreviniese de cualquier forma la muerte natural, podía entregar en el último momento, insondable e inalienable de cada persona, su alma a Dios y alcanzar el perdón de su infinita bondad, de cualquiera que fuese su pecado. Por eso fuera el que fuese al bando que perteneciese cada cual, la muerte natural en el seno de la iglesia igualaba a unos y otros.
Era una época extraña y difícil para unos, y no tanto para otros que se consideraban vencedores que, cargados de mezquinos y ocultos motivos, saciaban una injustificada sed de venganza olvidando los nombres de sus vecinos y familiares.

Con el fallecimiento de don Agustín, don Sebastián movió para que todo el mundo fuera al entierro; incluso, extrañados por su proceder, para que fueran los mismos de su partido; solo para que todo el mundo viese que ahora él, don Sebastián, era el unico hombre que mandaba en la comarca.




La carroza fúnebre era de madera de ébano con sus lados acristalados de tal manera que permitía ver su interior desde cualquier lado que se mirase. En el pescante iba el cochero que guiaba cuatro caballos negros; llevaban sus cuerpos cubiertos con unas enormes telas negras con ribetes dorados, y sus cabezas iban adornadas con unos cabezales de cuero del que salían unas enormes plumas negras.

 Así que entró en el interior del carruaje el ataúd, con el cuerpo de don Agustín, un hombre vestido de negro y con sombrero alto, ya entrado en años, cerró el pestillo de la puerta de la parte trasera acristalada y después de cerciorarse de su cierre subió al pescante sentandose al lado del cochero; entonces hizo sonar una campana que llevaba la carroza para advertir a la gente de su paso. A esta señal, dando un tiron a la cinchas que guiaban a los caballos, el cochero restalló su látigo en el aire y los animales comenzaron a caminar lentamente tirando de la carroza y su cortejo, que arrancó detrás siguiendoles.
Acompañando el lento paso de la carroza en su dirección hacia el cementerio, junto a otros vehiculos de la época que formaban el cortejo funebre, destacaba un enorme Pegaso Z-102 negro, donde iba don Sebastián con su esposa y el cura de labregos; seguidos por la gente, los curiosos y todos los que habían sido llamados a asistir.
 A su paso algunas mujeres se sumaron a la comitiva de a pie, que seguía en silencio al carruaje, con sus niños en el colo o cogidos de la mano, y aquel recorrido se convirtió en el entierro de todos, sin que nadie se atreviese a decir nada, por que imprevisiblemente el entierro de don Agustín se convirtió en el funeral de los desaparecidos.

mvf.