martes, 22 de abril de 2014

Una lección de socialismo.

Era el veranillo de San Miguel y los tres amigos: Thelma, Quasimodo y Marise, se dirigieron en bicicleta a buscar orégano en el monte de las piedras que hablan.

 Después de recoger el orégano los tres se encontraban en unclaro en medio de un pinar; rodeados de árboles de hoja puntiaguda, altos y esbeltos, que exhibían con orgullos su edad.
 Quasimodo y Marise descansaban sentados sobre el suave mantillo amarillento de las hojas caídas de los pinos, mientras Thelma  buscaba moras entre las zarzas cercanas para comer. El sendero de tierra por el que habían llegado con sus bicis estaba cerca.

 
- Se te ve cansada Marise- comentó Quasimodo, parece que no has dormido bien.
Marise miró para miró hacia él, mientras Quasimod jugaba cerca con una vara de pino, creando canales sobre las hojas secas que cubrían el suelo.

- Esta noche hizo tanto calor que dormí muy mal y tuve pesadillas. Y sobre todo tuve un sueño extraño - dijo Marise.
 Thelma se dio media vuelta para ver a sus amigos; lucía una amplia sonrisa que revelaba sus dientes teñidos de morado por el jugo de las moras que llevaba a la boca.

Marise no iba a parar hasta contar su sueño y se sentó al lado de ellos. Les invitó a comer de las moras que terminaba de recoger. Y Marise empezó a contar su sueño:

Íbamos todas al colegio para las clases de la tarde y aún no estaba abierto el portón de la entrada. El sol había salido entre nubes frescas y blancas sobre un cielo azul brillante, después de caer un chaparrón torrencial. Y mientras esperábamos, el sol destellaba sobre los charcos de los baches de la calle mojada.
En la espera de la apertura del portón, aprovechábamos esos minutos restantes para correr, saltar y gritar antes de sentarnos en nuestros pupitres en clases. Y en medio de tanto bullicio algo me llamó la atención que me hizo quedar quieta. En la explanada que hay frente al colegio se había formado un enorme charco de agua en el que brillaba la luz del sol con destellos dorados. Era el charco perfecto.
Mis compañeras al verme inmóvil, se detuvieron formando un corrillo a mi alrededor y empezaron a preguntarme qué me pasaba. Entonces con los ojos abiertos de asombro, apuntando con el dedo, les señale aquel maravilloso charco que se había formado en la explanada.
 ¡Oh! -  exclamaron todas las voces.

Ese charco al saltar sobre el tiene que dar el mejor salpicar del mundo.    

Una de las esparraguesas fue la primera niña que echó a correr y saltó sobre el charco. Al ver la corona de la salpicaduras de agua con sus destellos dorados, todo el mundo quiso unirse y saltar en el charco. Todas, menos yo, que le había prometido el día anterior a la profesora que iba a ser buena.

 Dieron las tres y media, en punto y el portón del colegio se abrió y allí estaba la profesora de guardia haciéndonos señas para que entráramos todos. Mis compañeras estaban empapadas pero a pesar de haber descubierto el charco y animar a mis compañeras a ver quien saltaba salpicando más, me contuve y no salté en el charco, como hicieron las demás.

La profesora al ver a toda su clase empapada de agua montó en cólera. Eso si aunque gritaba de una manera educada, lo hacía lo suficientemente fuerte para que todos la oyeran.

- ¡ Niñas!¿De quien fue la idea de saltar en los charcos? preguntó la profesora.Todas las niñas señalaron con el dedo a Marise. Aunque ese dedo no reflejaba lo bien que se lo habían pasado saltando sobre el charco de mis sueños.
 -¡ Marise ... ! -  gritó la profesora en medio de la clase.

Consideré que era el momento de mostrar mi buen comportamiento. Sin una pizca de salpicadura, salí al medio del pasillo y respondí con voz angelical:
- Como podrá ver profesora todas saltaron menos yo. Me he portado bien como le prometí.
La profesora llena de ira me agarró por los pelos y me sacó fuera, por la ventana de la clase.
Me podéis imaginar, agarrándome al brazo de la profesora que me sujetaba por los pelos de la cabeza, zarandeándome en el vacío de la clase.

Entonces la profesora me pregunta
- ¿Vas a dejar de hacer disparates ?
Yo le respondí que si.
Sin mediar palabra me soltó y mi cuerpo cayó al vacío.
- Le había mentido.

Pero yo me estaba decidida a demostrarle a la profesora que estaba dispuesta a hacer todo lo posible para ser buena. Así que no tarde en regresar a clases. Esta vez llevaba un regalo en la palma de mi mano: un escarabajo del tamaño de una mariquita, su caparazón era de color turquesa y como si fuera un diamante emitía brillantes destellos irisados de color azulado cuando la luz lo alcanzaba.

La profesora quedó con su mirada atrapada por el espectacular brillo de la queratina del escarabajo hasta que se fijó en que llevaba una caja bajo el brazo.
- ¿ Marise, y esa caja que traes ahí ?
Entonces le enseñe el regalo.
Como la calle estaba inundada de escarabajos del mismo color, no solo traía uno; los había recogido todos y se los llevaba metidos en una caja de los zapatos.

 La profesora se puso a gritar como una loca, dando gritos sin ningún tipo de civilización, al ver salir los escarabajos volando por toda la clase. Cuando todo se calmó, allí estaba yo, de rodillas y castigada en frente al encerado, con los brazos levantados en cruz y sosteniendo un par de libros en cada mano como penitencia.

 La profesora se sentó en su escritorio, frente a toda la clase.
- ¡Niñas, estar calladas!
 El silencio se hizo en la clase durante unos instantes. Luego, la profesora exclamó en voz alta.
-  ¡Ay Marise, Marise...!
Sorprendiendo a la clase..
 - De todos los castigos que se reparten en la clase tú te llevas el ochenta y siente por ciento de los castigos. ¿Y nadie dirá que son injustos los castigos ?

Mis compañeras empezaron a mover la cabeza de lado a lado indicando que no eran injustos y afirmando que eran merecidos. Era como un vals de cabezas, asintiendo todas, incluso yo, aceptando que ninguno de los castigos que me imponían eran injustos.
La profesora respiró profundamente y entonces levantó la mano para que se detuviesen nuestras cabezas.
 

-  Sin embargo es injusto e insolidario.

Miramos hacia ella, sorprendidas por sus palabras, y con los oídos atentos esperábamos escuchar su explicación.

 - Porque el capital del castigo está mal repartido - continuó diciendo la profesora- y tu Marise dejas sin castigos a las demás.

 - ¿ Marise, eso qué es, una lección de socialismo?  Seguro que te lo has inventado tú - dijo Thelma.

Los tres amigos se levantaron, recogieron la bolsa en la que llevaban el orégano recolectado y regresaron al sendero. Allí les esperaba la bici descansando sobre unas piedras, los restos de un muro semiderruido que hacía de linde del pinar. Había llegado la hora de regresar. Pusieron de pie la bici. Thelma y Marise se  montaron en ella sentándose, una en la barra de la bici y la otra en el sillín. Luego Quasimodo empezó a empujar por detrás para saltar en marcha sobre el portaequipajes, listo para descender hacia el pueblo cuando cogieran suficiente velocidad.



mvf.

martes, 8 de abril de 2014

COMBATIENDO LA IGNORANCIA DERROTAREIS EL FASCISMO




Los criados que don Agustín había mandado para ayudar a Abelarda a instalarse ella y su hijo en su casa, empezaron a primera hora de la mañana. Tan pronto llegaron abrieron todas las ventanas para que entrara el aire fresco de la primavera y saliera la humedad del largo invierno que se había adueñado de la casa, después aempezaron a abrir las puertas de los armarios de las habitaciones, sacando toda la ropa que había en ellos para fuera; retiraron las sabanas que cubrían los muebles y estuvieron media mañana tratando de encender la cocina de leña. Habían hecho astillas de pino con una vieja hacha que reposaba en el suelo e la cocina, y las metieron en el  interior de la cocina de hierro gris, sobre unos papeles arrugados hechos de los trozos rotos de un cartel de propaganda en los que se pudo ver dibujadas una mano que entregaba un libro de historia a otras manos anhelantes de recibirlo, con unas letras por encima del dibujo que decían " leed, COMBATIENDO LA IGNORANCIA DERROTAREIS EL FASCISMO".  Habían hecho ya varios intentdos de encender la cocina sin conseguirlo. Entonces alguien dijo de meter unos papeles y prender fuego por el tiro de la cocina para calentar algo el interior negro y lúgubre de la chimenea; y después de hacerlo, al acercar nuevamente el fuego encendido con un fósforo, se prendió una llama firme y persistente que con la ayuda del respiradero de la chimenea, por el que pudo escapar el humo, se extendió el fuego a la madera y a los troncos que rápidamente se fueron metiendo encima de las astillas por la boca de la cocina con cuidado de no ahogar el fuego naciente. 
Fuera los vecinos torcían la cabeza sorprendidos por el trajín que se producía en la casa, y por el humo espeso que empezó a salir por la chimenea.

Al ver asomar a Abelarda por el balcón algunas vecinas hicieron ademán de santiguarse.
 Abelarda puso a su servicio dos sirvientas para que le ayudasen en los quehaceres de la casa, y por las mañanas, dos veces a la semana, las mandaba ir al puerto para comprar a los pescadores el pescado que traían recién pescado.

El Sisa no tardó en ir a la escuela para aprender a leer y a escribir; era la única escuela que había en el pueblo, a la que iban niños de todas las edades. Llevaba una libreta de muestras, que tenía en la parte de atrás la tabla de multiplicar; y una pequeña enciclopedia del mundo, un libro que habían encontrado en la casa y al que habían tenido que pintar con un lápiz rojo por encima del color morado de la bandera republicana, para convertirla en la bandera nacional.
 
El párroco que sabía en confesión la vida de Abelarda y de como se había engendrado un hijo de don Sebastián y pronto se enteró que en las Americas había contraído matrimonio charco con un criollo, recibió a Abelarda como si fuera el regreso del hijo prodigo y poco a poco, a medida que iban pasando las semanas y los meses en la vida rutinaria de los pueblos, le fue insinuando que había que educar a ese niño y mandarlo a estudiar al seminario, para que le preparasen, y en su vida adulta tomase los hábitos y sirviese a dios y así al hacer de él un hombre de dios purgar su nacimiento, fruto de un horroroso pecado, y dejarlo en las manos de Dios.  
El párroco también pensaba que aunque no quisiera dios dar hijos a don Sebastián dentro de la iglesia, algún día le heredaría, y que sus tierras y pertenencias acabarían en la iglesia, o si no fuese así o como fuese, algo de todo ello recibiría la iglesia por que alguna renta tendría que pagar su progenitor.

Los servidores de Dios piensan en la eternidad de la iglesia y así cuando a un mortal no le importaría perder un vaso de agua al día de su pozo, visto desde la eternidad, ganar ese vaso de agua al día sumaría un río tan grande que no se detendría hasta llegar al mar, inundando campos y valles.  
 Abelarda, aunque fuerte y dura por lo que había padecido, era una mujer sencilla cuyo unico deseo era llevar una vida normal en medio del anonimato, en aquella España nacional de los cuarenta, llena de claroscuros.



mvf.