El
sol se había ocultado hacía rato en el horizonte, después de
pintar el cielo con tonos anaranjados y morados. En su humilde
cabaña, apartada de las últimas casas del pueblo, el viejo pescador
despertó a medianoche sobresaltado, sudando frío. Su corazón latía
con fuerza y sus manos temblaban al recordar el sueño que acababa de
tener.
—No puede ser... —murmuró
para sí mismo mientras salía de la cama y encendía una vela—.
Esa maldición... no puede ser real que algo así pueda ocurrir.
Al día siguiente, el viejo
pescador, con el corazón cargado de inquietud, se dirigió a la
cantina del puerto. Allí, entre el murmullo de conversaciones y el
aroma a sal y alcohol, decidió contar a los presentes su
sueño. Con voz temblorosa y mirada llena de preocupación, les contó
que había soñado algo terrible.
—¡Escúchenme, por
favor! —gritó para hacerse oír sobre el bullicio de la cantina—
¡Una gran desgracia caerá sobre nosotros si no nos alejamos de
aquí!
Y repitió, ante algunos de
los presentes que hicieron silencio para escuchar, el sueño de la noche
anterior:
—En tiempos lejanos, usando artes oscuras y hechicería prohibida, unos hombres intentaron dominar
la furia del mar para someterla a su voluntad y obligarlo a cumplir sus deseos, pero sus conjuros y
sortilegios solo sirvieron para liberar a un ser innombrable que está
atrapado en las entrañas del océano.
Los presentes, incrédulos
y divertidos, entre murmullos y miradas burlonas, se rieron de él, interpretando su advertencia como mera fantasía de un viejo pescador
a quien la edad había vencido su razón.
—Viejo, quizás estés
cansado... Descansa un poco. El océano está en calma; no hay nada que
temer.
—¡No me entienden! —gritó el viejo, desesperado—.
¡El océano no está tranquilo! ¡Solo está esperando! ¡Si no me
creen, acompáñenme a la playa esta noche! ¡Les mostraré la verdad
de lo que va a ocurrir!
Entre los marineros que le escucharon, hubo risotadas y algún que otro comentario despectivos. Algunos rieron, otros murmuraron, pero
nadie se ofreció a acompañarlo.
El pescador, con el alma apesadumbrada, guardó silencio y los miró con tristeza, sintiendo el peso de la soledad y la incomprensión. Sin mediar palabra, apuró su trago de un tirón, dejó caer la jarra sobre la barra con un golpe seco y, mientras el eco del vaso vacío resonaba en el local, se dio media vuelta y salió de la cantina, rumbo a su choza.
Esa noche, al atardecer, el
viejo tomó una lámpara de aceite y bajó a la playa. La luna llena
iluminaba la arena, y el sonido de las olas parecía más fuerte que
nunca. Caminó lentamente hacia un lugar apartado, lejos del bullicio
del pueblo, donde su memoria deteriorada recordaba haber visto algo
extraño años atrás. Era un sitio solitario, rodeado de rocas altas
y escarpadas que parecían vigilar el océano desde tierra. Con
esfuerzo, trepó sobre las rocas, buscando una posición elevada
desde donde pudiera observar el horizonte y ver cualquier señal de
cambio. El viento salado golpeaba su rostro mientras escudriñaba las
aguas, esperando encontrar algún signo que confirmara lo que había
soñado. ¿Aparecerían en el horizonte aquellos extraños fenómenos
que su mente había vislumbrado? Con el corazón latiendo fuerte, se
preparó para descubrir si sus temores tenían fundamento o si, tal
vez, todo no era más que el eco de una pesadilla. Pero el sueño lo
venció y quedó dormido apaciblemente, recostado contra una de las
rocas que aún conservaban el calor del sol acumulado durante el día.
Las olas se rompían con
furia desmedida, convirtiéndose en espuma y agua contra el
rompeolas, aquel muro de piedra que resguardaba las embarcaciones de
los pescadores en su refugio. Cada embestida del oleaje resonaba como
un rugido profundo, una advertencia inquietante, como si el océano
mismo intentara comunicar a la gente que algo terrible se avecinaba.
El viento aullaba entre los mástiles de los barcos, llevando consigo
un frío que helaba hasta los huesos, y un olor salobre impregnaba el
aire.
De repente, las aguas
comenzaron a agitarse de manera inquietante, como si algo enorme se
estuviera moviendo en las profundidades. La superficie del océano,
antes caótica, se convirtió en un remolino de espuma y sombras.
Luego, con una lentitud que desafiaba la lógica, la marea comenzó a
retirarse, arrastrando consigo algas y peces. Y el océano se retiró
más allá de lo que nadie había visto antes, dejando al descubierto
el lecho marino: un paisaje surrealista y desconocido.
Bajo la luz plateada de la
luna, el fondo del océano se reveló como un mundo olvidado: de
rocas y grietas profundas que parecían llevar al corazón de la
Tierra, y criaturas marinas que se retorcían en un intento
desesperado por volver al agua. La arena, húmeda y reluciente,
reflejaba tenuemente la luz lunar, creando un espectáculo a la vez
hermoso y aterrador.
Por la mañana, cuando los
habitantes del pueblo salieron de sus casas, curiosos y asombrados,
se reunieron en el puerto para contemplar el fenómeno ocurrido: una
vasta extensión cubierta de algas verdosas se extendía ante sus
ojos, hasta el horizonte. El silencio era abrumador, solo
interrumpido por el leve goteo del agua que escapaba de las rocas y
el crujido de las conchas bajo el peso de los pasos de quienes se
atrevían a acercarse. Algunos niños en la playa comenzaron a correr
entre enormes estrellas de mar y pequeños animales marinos,
atrapados entre las algas resbaladizas, que huían asustados de sus
pies.
Era como si el océano
hubiera decidido mostrar su rostro más antiguo.
—Nunca había visto algo
así —dijo una mujer mientras tomaba con cuidado la mano de su
hija—. ¿Por qué el océano nos muestra sus secretos?
Entre la multitud
congregada, un niño extendió su brazo y señaló hacia el
horizonte, donde emergían los restos de un antiguo barco de madera,
hundido tiempo atrás en un naufragio. Movidos por la curiosidad,
algunas personas comenzaron a acercarse con cautela al lugar. Allí,
carcomidas por el salitre y cubiertas de algas y una gruesa capa de
sedimento, asomaban las vigas que en su día habían sostenido las
velas de lo que debió ser una embarcación imponente y llena de
grandeza. A pesar de los años sumergidos, el barco aún conservaba
parte de su antigua majestuosidad, y sobre sus maderas, desgastadas
pero resistentes, se distinguían talladas las letras de una
escritura extraña y olvidada, evocando un tiempo en que había
surcado los océanos con orgullo y misterio.
De entre los curiosos
congregados, tres pescadores conocidos en el pueblo se atrevieron a
adentrarse en el interior de las ruinas del barco. Ayudándose
mutuamente para sortear las dificultades, lograron acceder al
interior del barco a través de una de las aberturas en las maderas
del casco. Una oscuridad húmeda y fría los envolvió de inmediato,
como si el tiempo hubiera sellado aquel espacio con un peso
intangible. Estaban seguros de que iban a descubrir el misterio que
el barco guardaba.
Con cautela, se adentraron,
avanzando hasta llegar al pasillo principal, que recorría la
embarcación de proa a popa, conectando la zona delantera con la
parte trasera del barco.
Las paredes estaban
cubiertas de salitre y marcadas por el desgaste, y sus sombras entre
la penumbra y la escasa luz que entraba al interior del barco
proyectaban sombras difusas y alargadas que danzaban de manera
inquietante sobre las maderas corroídas, como si el propio barco
estuviera vivo y observara cada movimiento de sus visitantes. El aire
denso que los rodeaba, cargado de sal y humedad, creaba una atmósfera
opresiva que despertaba la sensación de hallarse en un lugar
ancestral, donde yacía oculto un misterio insondable.
Mientras los tres marineros
avanzaban por las entrañas del misterioso navío, cada paso era
lento y medido, guiado más por el tacto y la intuición que por la
vista. Caminaban a tientas, viendo apenas lo que tenían frente a
ellos, pues la escasa luz del día que lograba filtrarse a través de
las grietas del casco apenas iluminaba su camino. Y sus movimientos
resonaban en el interior del silencio del barco mientras las maderas
de la embarcación crujían, mojadas y resbaladizas bajo sus pies,
como si el propio barco les advirtiera del peligro de su curiosidad.
Uno de los marineros se
detuvo de repente y, levantando una mano con firmeza, obligó a los
otros dos a detenerse en seco. Con un gesto serio y cauteloso, señaló
hacia un compartimiento cercano. Un escalofrío les recorrió la
espalda. Allí, dispersos y cubiertos por una fina capa de
sedimentos, asomaban los restos de esqueletos blanquecinos y
frágiles, y comprendieron que no estaban solos en aquel lugar.
De repente, algo se movió
en las sombras, justo frente a ellos. Una figura larga y oscura se
retorció en el agua, salpicando con fuerza y haciendo que todos
retrocedieran asustados. El hedor a podredumbre y sal marina los
golpeó con intensidad, aumentando su sensación de pánico.
El grupo, convencido de que
tenían ante ellos a una criatura sobrenatural, se apretujó contra
las paredes resbaladizas de madera. Sus ojos brillaban con un
destello salvaje en la penumbra, y sus mandíbulas, repletas de
dientes afilados, se abrían y cerraban con un sonido inquietante,
mientras su cuerpo negro y viscoso se agitaba en el agua. El corazón
les latía con fuerza, y el miedo los paralizó por un instante. Uno
de los exploradores, agarrando con fuerza una espada oxidada de entre
los restos de los esqueletos, reunió valor y se acercó con cuidado,
intentando evitar la dentellada del animal.
La criatura marina se lanzó
hacia él con un movimiento rápido, pero el hombre logró esquivarla
y, con un golpe certero, clavó la espada en el cuerpo del animal. El
pez se debatió violentamente, golpeando las paredes y salpicando
agua por todos lados, mientras el grupo observaba con una mezcla de
terror y fascinación su danza moribunda. Finalmente, la criatura
quedó inmóvil, flotando en el agua turbia.
Solo entonces, al verlo de
cerca, se dieron cuenta de que no era un monstruo, sino un enorme y
feo congrio, atrapado en el pasillo inundado del barco. Respiraron
aliviados, pero la tensión no desapareció del todo.
La sensación de que el
barco aún escondía su secreto los mantenía en vilo. Tras un
intercambio de miradas entre asombro y temor, los tres exploradores se pusieron en movimiento de nuevo. El agua, fría y turbia, chapoteaba alrededor
de sus pies mientras avanzaban con cautela por el pasillo
principal de la embarcación. En los rincones, las sombras parecían
cobrar vida, como si algo más los estuviera observando desde la
penumbra.
"Una pesada puerta de madera les cerró el paso al llegar al camarote de popa. Los tres se abalanzaron contra ella, empujando con fuerza. Los goznes oxidados protestaron con un chirrido metálico, acompañado de un crujido sordo que resonó en la estrecha escalera. Tras un último esfuerzo, la puerta cedió, abriéndose con un quejido prolongado, como si se resistiera a revelar el secreto que se guardaba en el interior."
En el camarote el aire era
aún más denso que en el resto del barco, impregnado de un olor a
humedad y madera podrida.
El espacio contaba con tres
grandes ventanas: dos laterales y una central, que en otro tiempo
debieron ofrecer una vista imponente del mar. Ahora estaban cubiertas
por cortinas empapadas y desgarradas, que apenas permitían el paso
de unos hilos de luz diurna, sumiendo la estancia en una penumbra
espesa. Las cortinas colgaban de manera fantasmal, meciéndose
levemente, como si respiraran con el movimiento del agua estancada
que ahora cubría el suelo hasta los tobillos.
En el centro del camarote, emergiendo de la penumbra, había un escritorio antiguo. Y sobre él, bañados por un resplandor blanquecino y fantasmal, yacían
los restos deshechos de pergaminos antiguos, descoloridos y
frágiles como el tiempo mismo. Junto a ellos, un cofre de madera,
cerrado herméticamente, despertaba la curiosidad de los visitantes y
la sospecha de que en su interior se escondía el misterio que el
barco había guardado durante tanto tiempo.
Los exploradores se miraron
entre sí, intuían que estaban a punto de descubrir algo importante.
Uno de ellos se acercó al cofre y, con manos temblorosas, intentó
abrirlo.
La tapa no cedía, sellada por años de humedad que habían endurecido la madera hasta confundirla con la herrumbre. Dos de ellos forcejearon inútilmente con la cerradura, pero ni sus músculos tensos ni los arañazos en el metal lograron vencer su resistencia. Fue entonces cuando el tercero recordó: la espada con la que dieron muerte al congrio, abandonada cerca de la escalera, con su hoja aún manchada de salitre y sangre. Al regresar con ella la blandió con decisión y, usando el filo mellado como palanca, contra el borde del cofre. La madera crujió y el cofre finalmente se abrió, revelando el contenido
oculto en su interior después de décadas, o quizás siglos, de
permanecer sellado en el fondo del mar: era una oscuridad negra y
espesa que salió de su interior y lo llenó todo.
En la costa, los habitantes del pueblo observaron con inquietud cómo las algas, inertes un momento antes, comenzaban a agitarse con un movimiento sinuoso, casi intencionado. El aire se espesó de repente, saturado de un olor salobre mezclado con algo más... algo putrefacto y antiguo. Antes de que pudieran reaccionar, la tierra tembló bajo sus pies, y las algas se retorcieron frenéticas, como si intentaran arrastrarse lejos de la orilla. Entonces, un sonido lejano comenzó a escucharse: un rugido profundo, tan vasto que resonó en los huesos, anunciando que algo había despertado y venía de las profundidades.
Desafiando el horizonte, tal como soñó y temió el viejo pescador, emergió de la nada una monstruosa muralla liquida. Una cicatriz oscura en el océano que se volvió gigante. Era una colosal ola de agua oscura y espumosa, imparable, que con una velocidad aterradora se abalanzó sobre el pueblo. Los gritos de pánico se fundieron con el estruendo ensordecedor que los hizo desaparecer.
Sin tiempo para escapar, la ola lo cubrió todo tragándose con su fuerza devastadora casas, botes y vidas en cuestión de segundos. Fue como si el océano reclamara en un instante todo lo que había ofrecido al pueblo durante años.