lunes, 30 de septiembre de 2013

El invierno y la primavera





El invierno había sido uno de los más fríos y duros de los que la gente mayor decía haber conocido. Hubo fuertes heladas que congelaron los ríos y las charcas llegando a escasear el agua para que el ganado pudiera abrevar. El frio dio paso después a intensas lluvias desde mediados del mes de febrero hasta casi comenzar el mes de mayo; llovió tanto que los rios rebosaron sus cauces y  las aguas terminaron por anegar los campos ahogando cualquier cosa que se hubiera sembrado en la tierra. Cuando parecía que podía mejorar el tiempo, al llegar el mes de mayo, una invernía cargada de nieve y frio sorprendió a todos, quemando las yemas y las flores de los árboles frutales, y el invierno se prolongó casi hasta el final del mes de junio, que fue seguido con un verano lleno de lluvias y tormentas.
Aquel año las tierras de labradío quedaron sin dar sus frutos y el ganado mermo, diezmandose sus posibles crias, de tal manera que acabo en una hambruna tan grande en Galicia, que obligó a muchos campesinos a vivir de la mendicidad y de la caridad de las familias más pudientes. Muchos hijos y padres tuvieron que abandonar sus casas y sus seres queridos para emigrar a otras tierras.
Fue entonces que después de pasar tantas penurias y morir los abuelos, tras mucho rogar,  la madre de Abelarda consiguió que su marido fuera hablar con don Agustín para pedirle que se hiciera cargo de su hija, porque no tenían que llevarse a la boca.
La niña, en la casa de don Agustín, tendría de comer y de vestir mientras que en su casa habría un boca menos que alimentar.
Y así Abelarda creció en la casa grande sirviendo a la ama; una hembra vasca, señora ruda y corpulenta, que había parido tres hijos como robles.
Abelarda, cuidaba las gallinas, ayudaba en la cocina, hacía las camas, servía en la mesa…  y todo parecía que se iba componiendo bien para todos.
Un día llegó una noticia en la casa. Abelarda sirviendo en la mesa se extrañó de lo que hablaban los señores en el comedor, que parecía preocupar a don Agustín.
Pero cuando comían en la cocina, lo que se había traído de vuelta del comedor, la cocinera se lo explicó: un general se había sublevado en el protectorado marroquí y había llegado a España con un ejército de moros.
Comenzó la guerra en España.
Un día la ama llamó a Abelarda a su habitación; y sentada frente a la coqueta de su dormitorio, mirándose al espejo le mandó que la peinara.
Le mesó el pelo a su ama, en su habitación cuando le había llegado noticias de que uno de sus hijos había muerto en la guerra civil luchando en el bando republicano en el frente del Ebro.
Aunque unos días antes un dolor de madre, que sintió en su vientre la ama, le había dicho que uno de sus hijos había muerto y que nunca más le volvería a ver.

Le mesó el pelo en su habitación cuando tuvo noticias de que otro de sus hijos había desaparecido en Extremadura.
Con su rostro compungido la ama volvió a llamar a su criada: - ¡ Abelarda, niña, ven ¡ .
 Ese dolor de madre, le volvió a producir más dolor.
Encima de la coqueta había un sobre abierto y una carta de un amigo de su hijo.
El hijo de la ama  fue sacado por la noche de la casa en que dormía y muerto de un tiro en la nuca junto con unos campesinos que gritaban porque no era de ellos la tierra que habían trabajado sus padres, y antes de ellos los padres de sus padres ...  Su cuerpo yacia en una cuneta olvidada en un pueblo de Extremadura.
Abelarda pasaba el cepillo por el pelo largo, fino y encanecido, mientras su ama , rota de dolor se miraba, sentada frente al espejo de su coqueta.

Ya había acabado la guerra cuando el ama volvió a llamar a Abelarda para que la peinara de nuevo en su habitación.
El último de los hijos del ama estaba prisionero y hacia trabajos forzados en el valle de los caídos, pero había muerto de unas fiebres.
Abelarda volvió a peinar a la ama. Pero la ama había envejecido y enfrente al espejo de su coqueta había otra mujer, que ninguna de las dos reconocía ahora.

Y con el tiempo,  mientras servía a la ama, Abelarda se fue convirtiendo en una mujercita alta y linda.
Abelarda volvió junto a sus padres, porque don Sebastián había reclamado a sus padres, a la hija de los caseros, cuando estos y sus tierras pasaron a sus manos; para que fuera doncella de su mujer,  Elisa.


mvf.

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lunes, 16 de septiembre de 2013

El infierno.





Al mediodía don Galvino llevó a los niños a la cocina. La cocinera, una señora alta y corpulenta de Samos, un pueblo de Lugo, al verlos entrar en sus dominios, mientras giraba un cazo en el interior de una olla que había encima de una enorme cocina de leña, les gritó algo que los niños no llegaron a entender.
Don Galvino, sin prestarle mucha atención a los gritos que les mandó la cocinera, le dijo que traía a los niños, que habían sido sus ayudantes durante toda la mañana, y ahora había que darles de comer.
La cocinera chascó sus dientes en señal de aprobación, y les mandó que se sentaran en un banco; enfrente a un mesado de mármol que rodeaba la vieja cocina de hierro, donde comían los hombres y mujeres que trabajaban en el colegio cuando habían comido todos en el centro.
Aunque la conversación aparentemente había sido inentiligible, se podía haber resumido en un levantar el cazo la cocinera, girarlo dos veces en el aire con ademán de disgusto contra don Galvino, para después apuntar con el cazo al sitio donde debían sentarse los niños que traía antes de tiempo a comer.
 Una vez que salió don Galvino, la cocinera, con similares ademanes del cazo, apuntando aqui y halla, mandó a una ayudante que les pusiera unos platos para que los niños comieran primero y no tuvieran que esperar. La ayudante no tardó en acercarse a ellos y ponerles unas gachas con tocino y unos huevos fritos. Los niños nunca habían comido nada igual, porque la comida estaba recién hecha, y mientras todo el mundo daba vueltas con su trabajo en la cocina, se lamieron y relamieron de felicidad como nunca hasta ahora habían podido hacer.
Cuando los niños terminaron de comer empezó a venir la gente que trabajaba en el centro, sentándose alrededor de la cocina;  entonces a los niños, que permanecían sentados frente a sus platos vacios, los mandaron para fuera, para que pudieran jugar mientras los trabajadores del centro comían.
Ya pasaban de las cuatro de la tarde cuando todo el mundo había rematado de comer y  poco a poco se iban levantando para volver cada cual a realizar sus trabajos. Pero durante ese tiempo el padre rector había hablado con don Galvino y le había dicho que los niños tendrían que continuar su castigo por la tarde. 
Don Galvino apareció con dos calderos con los que el sisa y el abejorro tenían que transportar; desde una enorme montaña de antracita próxima a la entrada del centro por las huertas, donde descargaban los camiones el carbón; todo el carbón que cupiese en la carbonera donde estaba la caldera. Y mientras llegaban hasta ellos los gritos de sus compañeros jugando en los campos del colegio, y el asa del caldero terminaba por llenar de callos la palma de las manos a los niños, así fue pasando la tarde del sisa y el abejorro cargada con la penitencia del padre prefecto.
Al anochecer cuando apareció don Galvino, para encender la caldera, los niños habían terminado su tarea. Desde allí fueron de nuevo directamente a la cocina donde les dieron unos tremendos vasos de leche con galletas que había hecho durante la tarde la cocinera para el desayuno del domingo de los curas.
Al terminar el sisa y el abejorro subieron a sus dormitorios y se ducharon. Por más que se frotaron no pudieron sacar el carbón que se había metido en sus uñas.
Después de ducharse, con su cuerpos rendidos y magullados de penitencia y contrición, marcharon a sus dormitorios para dormir.



A medianoche cuando el vigilante nocturno hacia su ronda, abrió la puerta del dormitorio del sisa, y como todos los días pregunto:
- ¿ Hay alguien despierto?.
Una voz respondió: - ¡ No ! .
Durante un instante la luz de la linterna se mantuvo encima de la cama del sisa. Al cabo de un rato el ojo de la luz se apagó; se cerró la puerta del dormitorio y el vigilante siguió su ruta.
Esa noche el sisa soñó si acaso en el cielo abría una calefacción que estaría alimentada por una enorme caldera que existía en el infierno y que ella misma debería dotar de agua caliente al cielo también. Y así pensaba como sería la caldera del infierno.

En el cielo san pedro y los niños buenos se bañarían con agua caliente y así como tenían que bañarse en la eternidad, la piel de todos se acababa volviendo blanca y sus cabellos rubios; y todos eran iguales en el cielo vestudis con sus telas blancas.

Y que en el infierno pasaba justo lo contrario. El infierno era negro de tanto humo y carbonilla, y mientras sus habitantes se pasaban todos los días atizando las calderas y quemándose con el fuego eterno, sus cuerpos se volvían todos negros, empezando por sus uñas; y sus ojos se acababan volviendo rojos de tanto escozor que producía el hollín en los ojos...


 mvf.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

un acto de contricion






Don Galvino mandó a los niños que se desnudasen y les explicó que tendrían que meterse dentro de la caldera con unos cepillos para limpiar su interior.
Así que se habían desnudado quedando únicamente con sus calzoncillos les mandó ponerse unos trapos que había hecho, para que se taparan sus narices, y después les mandó entrar por la boca de la caldera por donde podían pasar por su pequeño tamaño de niños, al interior de la caldera donde el sisa y el abejorro cabían holgadamente.
Una vez dentro les pasó unos cepillos de púas de acero para que limpiasen el hollín incrustado en los pliegues y entresijos de la calder, por donde circulaban separadamente el agua y el aire caliente, y el fuego de las brasas avivadas en su interior.
Los niños obedecieron y mientras comenzaron a rascar con la púas de acero el hollín incrustado en las paredes, don Galvino desapareció.
Ya eran las doce cuando el sisa asomaba por la caldera imitando un gato negro.
- Miauuuuuuuuuuuuuuuuuuuu – maullaba el sisa;
Justo en el momento en que entraba el padre prefecto, que venía a ver a los niños.
- ¡ UYYYYYYYYYYY !
Exclamó sorprendido el sisa al verlo, mientras el abejorro, que de nada se enteraba desde el interior de la caldera, trataba de pegarle con el palo del cepillo en la espalda.
Quien viera la mirada del padre prefecto cuando descubrió al sisa con la cabeza asomada por la puerta de la caldera, maullando, diría que odiaba la felicidad de los niños; pero el padre no le había gustado lo que vio porque creía en la fortaleza y en la contrición del castigo. Pero estaba en el territorio de don Galvino y don Galvino dependía directamente del rector del centro.
Mientras el abejorro seguía atacando la espalda del sisa y le gritaba, sin enterarse de nada.
- ¡ Cuando venga don Galvino le voy pedir una Catana, que pegándote con el palo de la escoba no te dejo marca.
El padre prefecto se dio la vuelta y salió, sin mediar palabra con los niños .
Ya habían terminado cuando don Galvino regreso tirando de una manguera grande.
Después de ver el trabajo de los niños les mandó que metiesen la ropa en una caja y que la sacaran para fuera poniéndola a buen recaudo, en un lugar alto, porque todo se iba llenar de agua.
Cuando los niños volvieron entrar, don Galvino les tenía preparadas unas escobas grandes que les mandó coger, después agarró la manguera y abrió su boquilla expulsando un fuerte chorro de agua a presión que chocó contra las paredes. Mientras empezaban a clarear las paredes el agua negra comenzó a inundar la carbonera creando un rio que empezó a correr para fuera, ayudado por los dos niños que con las escobas empujaban al agua para que saliera por la puerta, desembocando en el patio exterior donde se creó un improvisado mar negro que desaparecía por el sumidero de las aguas de las lluvias.
Entonces don Galvino disimuladamente les echó a los niños un chorro de agua por encima y mientras se iban mojando, y su piel tornándose blanca de nuevo, todo volvió a ser un juego.
Y el sisa empezó a cantar, y con él el abejorro .



mvf.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Una bombilla de 40 watios

Cuando llegó don Galvino abrió la puerta que daba acceso a la pequeña habitación que tenía para él en la portería. En el interior había una caja de llaves, colgada en la pared, con vitrina de nogal, que permitía ver atreves del cristal los llaveros. Pegada a la esquina, al lado de la puerta y frente a un ventanal por el que veía toda la portería, había una mesa de castaño, con un teléfono por el que se atendían las llamadas de los familiares u otros recados; y arrinconado a un lado de la mesa un micrófono de pie por el que se gritaba, por una megafonía estridente que sonaba en todo el centro, llamando a tal o cual para que se personase fulanito en la portería donde recibiría el recado, encargo, noticia, o visita o lo que correspondiese. La mesa tenía un cajón en el guardaba sus cosas cerradas con llaves. Debajo de la mesa había una banqueta que retiraba para sentarse, lo que muchas veces hacia leyendo el periódico, o novelas de vaqueros de marcial. Don Galvino, mientras aparentaba que leía el periódico extendido encima de la mesa, podía ver a la gente que entraba y salía del colegio por la puerta principal; y vigilaba, en los pocos momentos que los alumnos pudiesen deambular por el centro con alguna libertad, que no escapase ninguno.
Después de abrir la puerta don Galvino se giró sobre si mismo y miró a los dos niños que estaban sentados en el banco, de las visitas donde esperaban mientras se daba recado al alumno que venían a ver, y les preguntó si eran ellos los niños que había mandado venir el padre prefecto. 

- ¡Si don Galvino! - respondieron al unisono el sisa y el abajorro.

- Buenos, pues venir conmigo los dos.

Don Galvino se puso una vieja chaqueta raida que colgaba en la pared de su habitación de la porteria; y después de cerrar su cuarto, salio llevando a los niños por una puerta escondida a la vista de los extraños, debajo de las escaleras principales por las que se subía a la planta alta del edificio; y por ella salieron a uno de los laterales del edificio.
Ya fuera del edificio los niños pudieron ver la parte del colegio inaccesible a los extraños y que escasos internos llegaban a conocer. Mientras iban detrás de don Galvino, los niños descubrieron que el colegio tenía huertas y  prados  con su ganado pastando; y que el edificio tenía establos de distintos animales, cerdos, pollos... había conejos que corrían libremente; a lo lejos se veían pastar unas vacas y mientras andaban una banda de gansos se anotó a ir detrás de ellos graznando con sus cuellos estirados; y todo este mundo que acababan de descubrir estaba separado del exterior por un alto muro de piedra que lo ocultaba de los transeúntes de la calle.
El muro solo dejaba acceder a la calle a traves de un gran portón de hierro por el que entraban los carros y las furgonetas con sus mercancias para el colegio, y llegaba a tener el suficiente tamaño para entrar hasta los camiones que venían de Villablino, desde la comarca leonesa de Laciana, cargados de carbón para la caldera.
Había varias puertas separadas, a lo largo de la pared del edificio, por las que se podía entrar de nuevo desde este lado al interior del colegio; y que daban acceso a los almacenes, a las cocinas, a las cuadras del ganado ... una de ellas, situada en el medio y medio, era extraña y negra, alta y cuadrada, y sus marcos de piedra estaban negros, y desde ellos con el paso del tiempo se había extendido una mancha anegrada de humo y hollín por la fachada de este lado del edificio: parecía así el colegio con sus ventanas, a lo lejos, un monstruo de mil ojos y estas eran sus fauces. Don Galvino y los niños entraron por ella y sus ojos se cegaron repentinamente por la oscuridad que había dentro. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la poca luz de una bombilla de cuarenta watios, que llenaba de penumbra la repentina noche.
Allì con sus puertas de hierro abiertas, estaba la caldera del centro. Y don galvino le dijo a los niños:

 
   -    ¡ Bueno; Tiene que quedar esto hoy limpio como la hostia!
 

A mi amigo guillermo pascual

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