martes, 23 de julio de 2013

Era de noche






Era de noche y los perros ladraban al oír en la obscuridad a alguien que trataba de caminar sigilosamente sobre el camino empedrado. Apenas se veía su figura pues caminaba cobijándose en la negrura, apartada de la claridad de la luna.

Finalmente tuvo que dejarse ver en la claridad de la escasa luz de la luna, para atravesar la distancia que la separaba hasta una casa solitaria en el campo con una cerca de palos de madera que rodeaban un pequeño trozo de tierra. Caminó apurada encorvando su figura. Así que llegó a la casa, se arrimó a su muro de piedra escondiéndose de nuevo en la obscuridad entre el muro de piedra y un seto de laurel, que tras un terraplén separaba la casa de un camino que usaban los carros para ir y venir de los campos. Al cabo de un rato, tras sosegarse la respiración jadeante de su agitado pecho; petó suavemente con los nudillos de la mano en una de las ventanas de la vivienda, y esperó. No tardó en abrirse un pequeño resquicio por el que se oyó susurrando una voz.

-    ¿Quién es ? - se oyó decir al susurro.

La voz era de una señora ya entrada en años.

-    Soy Abelarda - respondió la sombra; así se llamaba la madre del sisa.

-    Y que quieres a estas horas Abelarda, niña - le respondió la voz.

-   Es que vengo a pedirle un favor muy grande que me podría hacer.

-    No vendrás a buscarme líos, niña, que don Sebastián es muy mala persona y sabe hacer mucho daño - dijo la voz de la ventana . - Hay, si dios nos librase de él, que riqueza nos daría librándonos de semejante podredumbre.

-   El favor que vengo a pedirle solo me lo puede hacer martinuka su prima - le dijo la voz, apremiando desde la obscuridad. - Dile que mi niño está en el colegio donde trabaja ella, y que por lo que más quiera que vele por él. Se lo suplico por mi vida.

-    Pero niña, que te pasa... No iras hacer alguna locura - dijo, asustada, la voz que salía por el resquicio de la ventana.

-    Cuando me pueda voy volver a coger el barco y cruzar el atlántico; y no quisiera que el niño quedase solo y no tuviese quien lo cuidase – terminó de decir la madre del sisa.

-    Yo no he escuchado nada de lo que me has dicho, niña Abelarda, que no quiero lios con Don Sebastián – dijo la voz, lo suficientemente alto para que la sombra la escuchase. - Pero anda márchate tranquila y que nadie te vea; mañana le escribo una carta a martinuka contándole cosas del pueblo y entre ellas sin querer también le escribo lo de tu niño y tú, que ella ya bien entenderá.



Al terminar, la sombra cruzó ahora por el seto de laurel para bajar por el terraplén que daba al camino. Un rayo de plata la iluminó entonces momentáneamente, al salir a la claridad de la luna en el camino, mientras desaparecía para perderse en dirección a los campos, de cara a las casas de las tierras de Don Sebastián.

Así pues martinuka era familia de las esparraguesas por que su madre era prima carnal de la abuela de las esparraguesas.

Martinuka era igual de alta y delgada como todas ellas; y además de llevar una vida anónima como las de muchas mujeres, con su escoba y su recogedor su bata, y su mandil de grandes bolsillos, de los que sobresalían sus trapos de limpiar el polvo, era algo así como un ángel de los niños pobres y abandonados.



mvf.

viernes, 12 de julio de 2013

los dientes del sisa


Un temblor recorrió el cuerpo de Sisa, al pensar que lo habían descubierto llevando los dientes de leche en la mano, y los escondió rápidamente detrás de su cuerpo cerrándola fuertemente. El padre Amapola se acercó junto al Sisa, desconcerntadolo con la amplia sonrisa que llevaba en su cara redonda. Le dio unas palmadas en la espalda y, para sorpresa del Sisa, le indicó que regresara a su aula para elogiarlo en medio de la clase por los grabados en su pupitre.

Después de dicha loa, por las protestas de Martinuka, la limpiadora, que había dado queja del estado de los pupitres, el padre planeaba anunciar a toda la clase que por la tarde les traerían unos cristales para hacer trozos, y con sus bordes afilados como navajas deberían raspar la madera de los pupitres hasta que desaparecieran todas las marcas y grabados.

Al verlos entrar en la clase, todos los niños se sentaron apresuradamente en sus pupitres guardando silencio.

- A ver, Sisa- dijo el padre Amapola poniendo énfasis en la palabra "poesías" en medio de la clase,

- me dijo un pajarito que usted es todo un filósofo escribiendo poesías sobre la madera de su pupitre.

Sisa, sin entender lo que le decían, escondía la mano detrás de su espalda, cerrándola fuertemente. Estaba pensando en las noches que había pasado poniendo sus dientes al ratoncito Pérez sin obtener moneda alguna.

Fue entonces cuando el padre Amapola se percató de que Sisa escondía algo detrás de su espalda.

- A ver, ¿qué escondes en la mano?" - le preguntó el padre.

El Sisa se quedó helado. En su puño cerrado escondía tres dientes de leche, pero al ver la mirada del padre Amapola, no tardó en mostrarle el tesoro que guardaba.

-Padre, son para el ratoncito Pérez. Llevo siete días poniéndolos por la noche bajo la almohada para que el ratoncito Pérez me deje unas monedas- dijo Sisa, derrotado, mientras quedaba en el aire la insinuación de que el ratoncito Pérez ignoraba a los niños pobres.

Lleno de ternura, el padre Amapola miró la mano abierta frente a él, en la que se veían tres pequeñas piezas dentales. Lágrimas de emoción se asomaron a sus ojos.

-¡Padre, un diente es mío - gritó un niño que estaba sentado en los pupitres más cercanos, tratando de señalar desde su sitio con un dedo acusador uno de los dientes que había en medio de la mano de Sisa. -Padre, ese diente de ahí es mío- volvió a decir.

El padre Amapola exclamó abriendo los ojos con sorpresa - ¡Pero cómo va a ser un diente tuyo! ¡A ver, a ver! - dijo el padre -acércate y abre la boca-, le indicó al niño.

El niño se acercó con su boca abierta y señaló con su dedo el hueco del diente que reclamaba. El padre Amapola miró la boca abierta, y el lugar vacío que este señalaba con su dedo. Cogió el diente que reclamaba, de la mano del Sisa, y tras comprobar que el diente correspondía al lugar señalado en la boca del niño, exclamó alzando la voz, mientras abría los ojos de estupor:

- ¡Pero... efectivamente! ¡No solo cabe el diente en el hueco, sino que este diente tiene su par gemelo del otro lado!

El niño arrebató su diente de la palma de la mano del padre, metiéndoselo rápidamente en el bolsillo de su pantalón y se fue corriendo para sentarse en su pupitre desapareciendo en el anonimato de los alumnos de la clase.

El padre Amapola miraba indignado, empequeñeciendo la figura del niño menudo que permanecía helado con la mano extendida y los dos dientes que quedaban.

-Padre, este diente es mío y ese otro diente lo encontré- explicaba el Sisa aterrorizado, sobre los dientes que aún temblaban en su mano.

Desde los pupitres se alzó otra voz para ser oída:

-Padre, el Sisa miente. El otro diente que tiene en la mano es mío..

-¡Sí! - dijo el Sisa inmediatamente - sí. Pero tú no dices que me lo vendiste por tres canicas.

-¡Que me aspen! - exclamó el padre Amapola agarrando a Sisa por una oreja. -¡Cada uno tiene que poner su diente- . Con la oreja a rastras, salieron de la clase y llevó a Sisa al despacho del padre prefecto.

El padre prefecto no estaba, en su despacho ya que era la hora en que caminaba solo, dando vueltas por el claustro, donde a primera hora vigilaba que las filas de niños llegaran a sus destinos y que todas las clases comenzaran en perfecto orden. Cuando apareció, el Sisa ya llevaba esperando una hora desde que se cerraron las puertas de todas las clases y sus compañeros entraban en el comedor. El padre prefecto venía por el pasillo, con su imponente sotana negra y su faja ceñida alrededor de su cintura, en la que asiduamente colgaba su mano izquierda entremetida. Sobre su pecho, pendiente de una cadena metálica se balanceaba de lado a lado su silbato de hierro, con el que a veces pitaba los partidos de fútbol o daba coscorrones en la cabeza de los niños. Pese a que Sisa lloró desconsoladamente, el padre prefecto no entendió en absoluto que Sisa solo quería los dientes para que el ratoncito Pérez le dejara unas monedas, como las que las mamas de los demás niños les enviaban a sus hijos en sus cartas, sin pensar en dejar algo en el cepillo de la iglesia del colegio para las misiones.




mvf 

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miércoles, 3 de julio de 2013

el padre amapola

A primera hora de la mañana, después de levantarse, los niños bajaban a desayunar al comedor y según iban terminando, subían a los lavabos de sus dormitorios para lavarse los dientes y terminar de asearse, mientrás que un bedel que corría de un lugar a otro les azuzaba; después cada uno hacía su cama y no tardaban en bajar al patio, donde aprovechaban para jugar los pocos minutos que quedaban antes de entrar en sus aulas. 
En el patio, los más madrugadores : los mayores y  los más rápidos, tenían un tiempo precioso para jugar un rato; unos lo hacían al frontón, otros jugaban a fútbol, o simplemente corrían persiguiéndose los unos a los otros; raro era el que no estaba haciendo nada.
Llegada la hora el padre prefecto que merodeaba velando por el orden en el patio, tocaba el silbato de hierro que llevaba colgado al cuello; entonces todos los niños se formaban en filas para ir entrando en las clases que les correspondían.
Una vez formados todos, las primeras fueron entrando en las clases que abrían sus puertas en el mismo patio, y al terminar empezaron a moverse las filas que iban a las clases situadas en la planta alta del edificio.
Cuando llegó el turno a la fila del sisa se puso en movimiento. La clase del sisa estaba en las aulas de la planta de arriba. Todos iban en silencio subiendo por las viejas escaleras de madera de castaño, tal vez apesadumbrados por la perdida de su ficticia libertad o simplemente tiranizados por el obligado silencio con el que tenían que subir a sus clases.
El sisa llevaba sus dientes en la mano, iban para siete días con sus noches que intentaba que el ratoncito perez le dejase unas monedas mientras dormía, con el beneplácito del celador de la noche, y aunque el padre de dibujo, que les daba la clase de latín les había explicado que el siete era un número mágico, estaba a punto de desesperar.
Iba la fila subiendo en movimiento perfecto por las escaleras a las plantas de arriba , en la que se encontraba la aula del sisa y al llegar a la planta superior empezaba a continuar por el pasillo cuando una voz detuvo llamándolo por su nombre detuvo al sisa, era el padre amapola.
La fila se estremeció levemente como si una gusano hubiera recibido un dardo en uno de sus costados y de ella emergió el sisa que quedó inmóvil en el pasillo, de pie, con sus libros, y su mano cerrada escondida en uno de los bolsillos del pantalón, mientras la fila repuesta de su herida continuaba el camino en dirección a su destino.
El padre amapola se llamaba segismundo. Era, o había sido sin saberlo aún, un joven apolíneo de rica familia que había sido metido a cura por ser demasiada fina su piel para la vida mundana. Tenía sonrisa angelical, y le llamaban así porque todo el mundo se dormía en sus clases
El padre amapola empezaba a explicar la lección  y su mirada se perdía por la ventana, y escapaba por la ventana., y se perdía soñando con en el ancho y grande mundo, y escapaba por el grande y ancho mundo del que había sido secuestrado, y cuando se había dado cuenta ya había pasado la hora de clase.



mvf.

* la historia arranca desde "una nueva aventura del sisa"