viernes, 12 de julio de 2013

los dientes del sisa


Un temblor recorrió el cuerpo de Sisa, al pensar que lo habían descubierto llevando los dientes de leche en la mano, y los escondió rápidamente detrás de su cuerpo cerrándola fuertemente. El padre Amapola se acercó junto al Sisa, desconcerntadolo con la amplia sonrisa que llevaba en su cara redonda. Le dio unas palmadas en la espalda y, para sorpresa del Sisa, le indicó que regresara a su aula para elogiarlo en medio de la clase por los grabados en su pupitre.

Después de dicha loa, por las protestas de Martinuka, la limpiadora, que había dado queja del estado de los pupitres, el padre planeaba anunciar a toda la clase que por la tarde les traerían unos cristales para hacer trozos, y con sus bordes afilados como navajas deberían raspar la madera de los pupitres hasta que desaparecieran todas las marcas y grabados.

Al verlos entrar en la clase, todos los niños se sentaron apresuradamente en sus pupitres guardando silencio.

- A ver, Sisa- dijo el padre Amapola poniendo énfasis en la palabra "poesías" en medio de la clase,

- me dijo un pajarito que usted es todo un filósofo escribiendo poesías sobre la madera de su pupitre.

Sisa, sin entender lo que le decían, escondía la mano detrás de su espalda, cerrándola fuertemente. Estaba pensando en las noches que había pasado poniendo sus dientes al ratoncito Pérez sin obtener moneda alguna.

Fue entonces cuando el padre Amapola se percató de que Sisa escondía algo detrás de su espalda.

- A ver, ¿qué escondes en la mano?" - le preguntó el padre.

El Sisa se quedó helado. En su puño cerrado escondía tres dientes de leche, pero al ver la mirada del padre Amapola, no tardó en mostrarle el tesoro que guardaba.

-Padre, son para el ratoncito Pérez. Llevo siete días poniéndolos por la noche bajo la almohada para que el ratoncito Pérez me deje unas monedas- dijo Sisa, derrotado, mientras quedaba en el aire la insinuación de que el ratoncito Pérez ignoraba a los niños pobres.

Lleno de ternura, el padre Amapola miró la mano abierta frente a él, en la que se veían tres pequeñas piezas dentales. Lágrimas de emoción se asomaron a sus ojos.

-¡Padre, un diente es mío - gritó un niño que estaba sentado en los pupitres más cercanos, tratando de señalar desde su sitio con un dedo acusador uno de los dientes que había en medio de la mano de Sisa. -Padre, ese diente de ahí es mío- volvió a decir.

El padre Amapola exclamó abriendo los ojos con sorpresa - ¡Pero cómo va a ser un diente tuyo! ¡A ver, a ver! - dijo el padre -acércate y abre la boca-, le indicó al niño.

El niño se acercó con su boca abierta y señaló con su dedo el hueco del diente que reclamaba. El padre Amapola miró la boca abierta, y el lugar vacío que este señalaba con su dedo. Cogió el diente que reclamaba, de la mano del Sisa, y tras comprobar que el diente correspondía al lugar señalado en la boca del niño, exclamó alzando la voz, mientras abría los ojos de estupor:

- ¡Pero... efectivamente! ¡No solo cabe el diente en el hueco, sino que este diente tiene su par gemelo del otro lado!

El niño arrebató su diente de la palma de la mano del padre, metiéndoselo rápidamente en el bolsillo de su pantalón y se fue corriendo para sentarse en su pupitre desapareciendo en el anonimato de los alumnos de la clase.

El padre Amapola miraba indignado, empequeñeciendo la figura del niño menudo que permanecía helado con la mano extendida y los dos dientes que quedaban.

-Padre, este diente es mío y ese otro diente lo encontré- explicaba el Sisa aterrorizado, sobre los dientes que aún temblaban en su mano.

Desde los pupitres se alzó otra voz para ser oída:

-Padre, el Sisa miente. El otro diente que tiene en la mano es mío..

-¡Sí! - dijo el Sisa inmediatamente - sí. Pero tú no dices que me lo vendiste por tres canicas.

-¡Que me aspen! - exclamó el padre Amapola agarrando a Sisa por una oreja. -¡Cada uno tiene que poner su diente- . Con la oreja a rastras, salieron de la clase y llevó a Sisa al despacho del padre prefecto.

El padre prefecto no estaba, en su despacho ya que era la hora en que caminaba solo, dando vueltas por el claustro, donde a primera hora vigilaba que las filas de niños llegaran a sus destinos y que todas las clases comenzaran en perfecto orden. Cuando apareció, el Sisa ya llevaba esperando una hora desde que se cerraron las puertas de todas las clases y sus compañeros entraban en el comedor. El padre prefecto venía por el pasillo, con su imponente sotana negra y su faja ceñida alrededor de su cintura, en la que asiduamente colgaba su mano izquierda entremetida. Sobre su pecho, pendiente de una cadena metálica se balanceaba de lado a lado su silbato de hierro, con el que a veces pitaba los partidos de fútbol o daba coscorrones en la cabeza de los niños. Pese a que Sisa lloró desconsoladamente, el padre prefecto no entendió en absoluto que Sisa solo quería los dientes para que el ratoncito Pérez le dejara unas monedas, como las que las mamas de los demás niños les enviaban a sus hijos en sus cartas, sin pensar en dejar algo en el cepillo de la iglesia del colegio para las misiones.




mvf 

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