sábado, 25 de febrero de 2023

Las gallinas de la granja

Pilar, la viuda del pollero es de la familia de los calamidades. 

Un día, intentando abrir una lata de bonito, con un cuchillo, se hizo un corte en la mano; otro día, cuando regresaba del banco de cobrar la pensión, resbaló en la acera de la calle y torció un tobillo. Subió a una silla para alcanzar una de las bolsas grandes de plástico en las que guarda las mantas de invierno, encima del armario de su habitación; se le rompió una pata a la silla y con la caída dislocó un hombro. Cuando fregaba le resbaló un plato de la mano y al barrer los pedazos, no se sabe como, una esquirla se le metió en la zapatilla y se le clavó en una planta del pie, y como no le prestó atención se le infectó y acabó teniendo que tomar antibióticos y hacer curas en el centro de salud. Otra vez, fue a buscar un bote de pepinillos a la despensa, se pilló los dedos con la puerta de la alacena, y se le puso una uña todo negra, la del dedo corazón, que terminó cayéndole. Como dije, Pilar es de la familia de las calamidades y su vida transcurría llena de accidentes. .

-¿Quieres bolsa? - preguntó la cajera.

-¡No!- Pilar abrió el bolso de color café que llevaba consigo y sacó una bolsa de plástico para la compra.

La chica comenzó a pasar la compra por la maquina registradora y a meterla en su interior. Dejó para el final una caja de cartón, de una docena de huevos. La cajera terminó de pasar la compra y puso en el interior de la bolsa la docena de huevos, encima de todo lo demás. 

- Los huevos los pongo encima de todo para que no se rompan.

Cuando se dirigía a la puerta de salida, con su bolsa de la compra, la mujer que estaba detrás de ella en la cola del supermercado, le hizo una señal para que la esperase.

Fuera de la tienda, la mujer le dijo a Pilar:

- Pilar. Si quieres huevos tengo bastantes.

- Gracias, pero tengo gallinas.

- Como vi que compraste una docena

- Es que mis gallinas son viejas y ya no ponen como antes.

- Y como no te deshaces de ellas y compras unas nuevas

- ¿Como me voy deshacer de la gallinas, si les tengo cariño?

Se despidieron y transcurridos unos días, después de regresar del gallinero con las manos vacías, removiendo su bizcocho dentro del tazón con leche de la mañana, Pilar decidió aprovechar que era día de feria para ir al pueblo a comprar tres gallinas nuevas.

- ¡Tuvo mucha suerte. Compró las gallinas más ponedoras y bonitas de la feria! - dijo el feriante.

- ¿Quiere que compruebe si llevan un huevo dentro? 

- ¡Ni se le ocurra! 

Pilar regresó a casa en el autobús del mediodía con sus tres gallinas metidas en una caja de cartón. Al llegar, lo primero que hizo fue cambiarse y ponerse su delantal amarillo con estrellas blancas. Cuando terminó, se dirigió al gallinero. Pero antes de sacar a las gallinas de la caja y meterlas en el corral, pensó que sería mejor ponerles comida a las gallinas viejas para que estuvieran entretenidas; no fuera que les pareciera mal la llegada de sus nuevas compañeras y fueran a picotearlas por invadir su territorio.

Tomando un caldero de zinc, sacó agua limpia del pozo de la huerta para llenar el abrevadero de las gallinas. Luego, con un viejo cuchillo multiusos que guardaba en el gallinero, troceó unas hojas de berza y las mezcló con el maíz que solía darles de comer. Como toque especial, añadió unos puñados de grano de cebada. Mientras las gallinas más viejas se distraían con aquel banquete inusual, sacó las gallinas nuevas del interior de la caja y las colocó con cuidado dentro del caseto del gallinero.

Las veteranas observaron con desdén cómo las tres intrusas irrumpían en el gallinero, pero decidieron ignorarlas, demasiado absortas en su festín sorpresa. Sus picos se movían con rapidez, embriagadas por la gula, llenando hasta el límite sus buches con insaciable voracidad, y pronto no quedó ni rastro de aquel banquete efímero. 

 Por la tarde, pesadas por el exceso de comida, las veteranas deambulaban por el patio con paso lento, sus cabezas caídas por la somnolencia. La pereza las dominaba, y una a una fueron buscando rincones soleados para entregarse a una siesta reparadora. El asunto de las recién llegadas podía esperar; ya habría tiempo, cuando cayera la noche, para repartir los palos del gallinero y decidir quiénes ocuparían los lugares más altos, lejos del frío suelo. Las nuevas, claro está, dormirían abajo, donde siempre les correspondía a las recién llegadas.

Pero al llegar la noche, las veteranas se encontraron con que las nuevas, sin consultar con nadie, habían ocupado los mejores lugares de la caseta. Cacareando entre ellas, el gallinero se alborotó, y al escucharse el escándalo desde la casa, apagaron la luz. Al quedarse a oscuras, dejaron de verse y el jaleo cesó. Así terminó el alboroto que se había armado, dejando la solución para el día siguiente.

 

 

mvf.