En el sexto piso del alto edificio de apartamentos, vive una persona de quien nadie parece acordarse. Su nombre es desconocido, su rostro incierto. Los vecinos, si se les pregunta, fruncen el ceño: "¿Quién? ¿En el 6C? No. Creo que ahí no hay nadie...".
Su rutina es invisible: sale y regresa al amanecer, cuando los demás duermen y los pasillos están vacíos. Las facturas llegan a su buzón, pero nunca se ven en sus manos. A veces, en la noche, alguien podría jurar que oyó algún ruido en el 6C, pero al aguzar el oído no oye nada.
El edificio tiene su vida normal: y se oyen entre sus paredes risas, discusiones, pasos en las escaleras. Pero el 6C es como un espacio en blanco en bullicio colectivo.Lo más inquietante no es la ausencia del vecino del 6C, sino que en algún momento, todos han pasado frente a su puerta y han sentido que en su apartamento no había nadie.
El de 6C murió un sábado por la mañana, sin que nadie se enterase: en silencio y sin saber nadie que existía, como había vivido. Su muerte se notó algunos días después, cuando el olor se filtró por las rendijas de la puerta, un aroma denso y dulzón que avanzó por el pasillo de la sexta planta del edificio, hasta que los vecinos ya no pudieron ignorarlo: algo putrefacto se había metido en sus vidas. La dueña del piso de al lado, doña Marta, fue la primera en golpear la puerta, al principio con timidez, luego con urgencia. Ante el silencio, llamó al conserje.
Juntos forzaron la entrada. El aire viciado los golpeó al instante, una mezcla de muerte y abandono que les hizo llevarse las manos a la nariz. Doña Marta se tapó la boca con el pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo, mientras el conserje, más curtido, avanzó con pasos cautelosos, como si temiera ser amonestado por invadir algo.
Allí, en el sofá desgastado del salón, junto a la ventana entreabierta, yacía el vecino del 6C. Su cuerpo ya rígido tenía su piel amoratada, y sus ojos entreabiertos miraban hacía el techo con expresión ausente. Sobre la mesa de centro, una taza de café seco mostraba el rastro oscuro de lo que había sido su último sorbo. Junto a ella, un libro abierto -las páginas dobladas en una esquina- marcaba las paginas pasadas.
Minutos después, el ulular lejano de una sirena rompió el silencio tenso del barrio. Las luces azules y rojas se reflejaron en los ventanales del vestíbulo mientras una patrulla se detenía frente al portón. Dos agentes bajaron con paso firme, y se adentraron en el edificio.
El conserje los recibió en el rellano del sexto piso, pálido, con las manos aún temblorosas. Señaló la puerta entreabierta del 6C sin decir palabra. Uno de los agentes, el más joven, se adelantó y empujó con cuidado la hoja, que crujió como si protestara. El otro, más veterano, ya hablaba por radio solicitando refuerzos y una unidad forense. La escena los dejó en silencio un momento. La víctima, parecía haber sido sorprendida por la muerte sin tener nada que hacer. La mirada fija, vidriosa, apuntaba al techo, como si hubiera tratado de escapar por allí.
Doña Marta, desde el umbral, murmuró sin ser escuchada:
—Nunca lo vi entrar. Nunca lo vi salir.
Poco a poco fueron llegando otros vecinos, atraídos por la presencia policial, los murmullos que bajaban por las escaleras, y ese instinto casi inevitable de asomarse al drama ajeno. Algunos hablaban en voz baja, otros apenas se atrevían a acercarse. La señora Julia, del 5B, juraba que había creido oir algún ruido proveniente del 6C, pero de eso hacía más de un año que fue. Don Ernesto, del 7A, decía que siempre pensó que ese departamento estaba vacío desde la pandemia. Incluso el conserje, que debía tener algún registro de entrada o movimiento, confesó no haber entregado nunca correspondencia ni visto a nadie entrar con llaves.
Ella, al igual que los vecinos que se acercaron a ver qué sucedía y a quienes la policía tomo declaración, coincidieron en manifestar que siempre creyeron que el departamento 6C estaba desocupado. Algunos afirmaban que nunca vieron la puerta abrirse, otros decían no haber escuchado jamás un sonido que proviniera del interior. Para todos ellos, en el 6C no había nadie.
El problema comenzó cuando, tras su fallecimiento, ninguno de sus familiares quiso hacerse cargo del entierro.
—"Él nunca se preocupó por nosotros, ¿por qué habríamos de preocuparnos ahora?. ¡Que lo entierren los del ayuntamiento !", dijo su hija mayor, Clara, desde la otra punta del país.
—"Yo no tengo dinero para eso", alegó su hermano menor, Mario, aunque llevaba dos semanas presumiendo de comprarse un auto nuevo.
—"Él nunca nos ayudó en vida, ¿por qué deberíamos gastar en su funeral?" —dijo su hija pequeña colgando el teléfono.
—"Que lo entierren como indigente" —dijo su ex, indignada, por quedarse sin pensión.
y así es como el cuerpo de vecino del 6C esperaba un destino digno.
Una noche, cuando su familia se juntó en el 6C para ver qué hacer con sus pocas pertenencias, la luz parpadeó. El viento cerró las ventanas de golpe y de pronto apareció él: pálido, oliendo a tierra húmeda.
Su hija gritó. Su hermano se desmayó... Su ex , la única que intentó huir, se encontró las puertas de la casa cerradas, impidiéndole escapar.
—"Si ninguno de ustedes quiere pagar mi entierro, yo lo haré" —dijo, con una voz que sonaba a huesos, flotando en el aire.
El fantasma sacó una bolsa con monedas y billetes viejos del interior de su almohada (su "fondo de emergencia"). Con dedos rígidos, y después de mostrarlos frente a sus familiares, musitó, satisfecho: —"Justo lo suficiente para un ataúd de segunda… y un ramo de flores artificiales" — y desapareció.
Un jueves de octubre un coche de la funeraria fue a la morgue a recoger el cuerpo: un ataúd sencillo, una misa corta en la capilla del cementerio y un nicho en el camposanto municipal. Nadie de su familia fue al entierro, salvo una amante lejana que apareció sin saber de donde y nadie se esperaba, que llegó tarde y despistada y se fue antes de que terminara el sacerdote.
Cuando el féretro entró en el nicho, el silencio fue más elocuente que cualquier discurso.
Mientras el enterrador, con su paleta, sellaba con cemento los bordes de
la lápida en el nicho, sus ojos se posaron
involuntariamente en el nombre grabado en la fría piedra: "Avelino Rojas, 1968-2024". Las letras, recién cinceladas, aún conservaban el polvo blanquecino del mármol. y no pudo evitar reflexionar sobre la muerte solitaria del difunto.
—"No es justo", murmuró, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. "Nadie debería partir así... tan solo."
Fue entonces cuando escuchó una voz suave a sus espaldas
—"Gracias."
Se dio la vuelta y vio que tras él no había nadie.
mvf.