jueves, 26 de noviembre de 2015

Una historia de costumbre





Como todos los días la madre de las zarzas despertó a primera hora de la mañana y se levantó de la cama; después le dio un empujón a su marido, zarandeándolo:

-¡Vas quedar ahí todo el día, o te vas a levantar!

 Y como de costumbre no obtuvo ninguna respuesta de él.

La zarza se puso la bata que tenía colgada en una vieja silla de madera de castaño y mientras la ataba con el cinturón de tela alrededor de su cintura, le volvió a decir:

 - Estas muy frio, tapate, ya te traeré algo caliente.

Después se colocó encima de la bata el sempiterno mandil de lunares gigantes y bajó a la cocina.

En la cocina encendió la radio para oír una señorita que decía buenos días y que empezó a dar las noticias de la mañana. Puso a calentar el café; una pota grande, aún mediada de café que había hecho el día anterior. Como la señorita de la radio no paraba de hablar, bajó el volumen del aparato para poder hablar ella y le respondió al saludo.

Al terminar de desayunar la zarza metió las cosas del desayuno en el fregadero, levantó el volumen del aparato de radio, para que hablase todo cuanto quisiese en su ausencia, y marchó para dar de comer a las gallinas y recoger los huevos que hubieran puesto.



A pesar de que las gallinas más viejas estaban peleadas con una gallina joven, alta, rubia, de ojos azules y casi tonta, por la que no sabían lo que había visto el gallo en ella; y a pesar de que la zarza, al recoger los huevos, había atribuido erróneamente a la gallina joven dos huevos más de los que le correspondían, de las más veteranas; la zarza habló con todo el gallinero mientras las gallinas daban vueltas alrededor de ella, picoteando el suelo, sin decir ni pio.

Finalmente la conversación de la zarza terminó.

- Hijas mías, os tengo que dejar que he dejado la pota del café encima de la cocina.

 Al salir del gallinero y cerrar la puerta, las gallinas continuaron con su vida cotidiana aclarando con sus picos los resquemores que tenían entre ellas. Fuera, nuestra señora se encontró con la vaca sorda de los Labrada, que estaba paciendo próxima a la cerca que separaba su propiedad con la de sus vecinos.  

La zarza, al ver el animal, posó en el suelo el pequeño caldero de zinc en el que llevaba metidos, encima de un trapo viejo, los huevos frescos que terminaba de recoger de las gallinas, y se dirigió junto a la vaca

La vaca sorda; sorda, sorda no es, por que se entera más de la vida de los vecinos que todo el ayuntamiento trabajando en todo el año, lo que pasa es que se hace la indiferenta. La vaca sorda estaba bastante molesta por que le habían ordeñado una hora antes que de costumbre, porque el día anterior habían cambiado la hora, así que el animal dejó hablar a la zarza cuanto quiso, mientras ella pastaba la yerba alrededor de los postes que sujetaban la cerca, sin decir ni mu.
 La conversación llegó a terminó cuando la buena señora dijo:

- Hija mía te tengo que dejar, que he dejado puesta la pota del café encima de la cocina. 

Y así fue pasando la mañana hasta que al mediodía, cuando vino una de las hijas de la zarza a casa, aprovechando uno de los pocos momentos de silencio que se tenían entre las dos, la madre le dijo a la hija:

- Hija mía sube arriba y dile a tu padre que se levante, que a mí no me hace caso.

Claro está que ese día el marido de la zarza había decidido no levantarse nunca más. 



mvf.




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