miércoles, 30 de enero de 2019

La cita en Monforte

Durante un tiempo la banda estuvo sin efectuar ningún robo, por que así simulaban que lo acontecido en la fería de Chantada, era cosa ocasional de gente transeunte y no de unos bandidos que tuvieran su paradero en la zona.
Al aproximarse la fecha de la reunión en Monforte, Romero decidió ir a la cita acompañado de Max, como tio y sobrino, para no levantar sospechas.
Max estaba sentado cerca de la  fuente de la explanada del colegio de la compañía, en un jardincillo rodeado de  mirtos, donde había unos bancos a la sombra para esperar, mientras abrevaban las caballerizas.  Mientras tanto Romero había ido al bar de la parada de los autobuses en busqueda de noticias o cotilleos, que podía conseguir de la gente que hacían las rutas de la zona. Era viernes y en el bar había soldados de la tropa acuartelada en Monforte, que esperaban los autobuses para marchar de permiso y mientras esperaban para ir a sus casas, bebían copas de aguardiente de orujo o de caña y se les aflojaba la lengua contando las azañas que realizaban durante su servicio en el cuartel; hablando con bravuconería de las batidas que hacían en búsqueda de bandidos o de los rojos perseguidos por la justicia por ser enemigos del régimen. Y así, con el oído fino, se enteró de que se habían mandado doblar las patrullas en los puestos de Sober, Escairon y Ferreria, pueblos del partido judicial de Monforte, y de que la guardía civil estaba alertada, porque  los hermanos de Vimianzo habían sido vistos merodeando el ultramarinos de Chantada y que era cierto de que al menor movimiento que se detectase se les daría caza, vivos o muertos.
Cuando Romero regresó, desataron los caballos y echaron a caminar a pie al lado de sus monturas, hasta llegar al puente de hierro del rio Cabe; allí, sin cruzar el rio, montaron en sus caballos y siguieron por el camino de tierra, que pasaba por las huertas que bordeaban la ribera del Cabe en dirección al puente de piedra, donde espolearon sus caballos y continuaron al trote por el malecón del rio, hacia la estación del ferrocarril, para buscar una pensión y pasar la noche en Monforte.
Se alojaron cerca de la estación, en una pensión llamada la ferroviaria regentada por la viuda de un maquinista de locomotoras. Con frecuencia la señora hospedaba viajeros o trabajadores de los trenes que hacían la ruta de la meseta, y que pedían alojamiento para recuperarse del cansancio del viaje y regresar al día siguiente con la maquina para el destino del que habían partido, pues con frecuencia hacían rutas que les llevaba más de medio día llegar hasta Monforte.
La señora, confiada en que Romero y Max eran tio y sobrino, como se habían presentado, les dió alojamiento sin pedir más explicaciones y después de acompañarles a su habitación, los dos  pasaron el resto de la tarde sin salir de la pensión.
La habitación tenía dos camas cubiertas cada una con un edredon de ganchillo de color beis.
Era una habitación soleada, con un pequeño balcón en el que había varios tiestos repletos de geranios, cargados de flores, que colgaban a la calle con su vistoso color rojo, por una barandilla de hierro forjado.
 A la derecha de la puerta, por la que se salía al balcón, había un mueble de castaño, que tenía un espejo y un lavabo, con una toalla colgada a uno de sus lados, cerca, en una banqueta, reposaba una jarra, que contenía el agua para lavarse; del otro lado de la salida al balcon, había en la pared el cuadro de unas flores y un pequeño armario que servía para colgar la ropa en su interior y guardar en el las pertenencias pequeñas con las que se hubiera podido venir.
 Al llegar la noche les sorprendieron los golpes de unos nudillos que golpeaba en la puerta de la habitación; no tardaron en abrir tomando precauciones: era la señora de la pensión que les llamaba para bajaran a cenar todos juntos en el comedor. 
 El comedor tenía una mesa grande, alargada, en la que cambían doce personas, aunque la pensión rara vez alojaba más de seis huespedes, y un chinero en el que se podía  ver a traves del cristal de sus puertas, la loza, algunos tarros con galletas y la porcelana blanca del café; en sus cajones se guardaba la cuberteria y los manteleles de la mesa. De la viga del techo colgaba una lampara de seis brazos con bombillas de vela que daban una luz mortecina que subía y bajaba a veces.

 Cuando se presentaron para cenar en el comedor, la señora de la pensión les invitó a sentarse junto a un matrimonio de Quiroga, que había venido a arreglar las propiedades de unas tierras y se habían alojado en la pensión por que no habían podido coger el tren para San Clodio, en dirección a Ponferrada, y de allí regresar a su casa. Tras unas presentaciones, la viuda hizó sonar una campanilla y apareció la criada, una joven del caurel, que había venido a trabajar a Monforte para ayudar con un escaso sueldo que ganaba en la pensión, a su familia. La joven sin parar de ir y volver a la cocina, donde también era la cocinera, les sirvió la cena consistente en una sopa de gallina, y una tortilla de patatas con chorizo, acompañada de vino abundante.
Al terminar de cenar, para evitar así el irse de la lengua o decir algo indebido durante la tertulia y levantar sospechas innecesarias, estuvieron lo justo para despedirse de la dueña de la pensión y el matrimonio hospedado, alegando el cansancio del viaje que habían hecho, para regresar a la habitación. Llegadas las once de la noche Romero le dijo a Max que iba salir y que durante su ausencia si oyese disparos en los alrededores o algún ruido extraño de gentes que viniese a la pensión, escapase con la mayor rapidez; y después de recoger los caballos, se alejase del lugar, en dirección a Lugo, hasta llegar a Ribasaltas, donde encontraría un puente por el que cruza el ferrocarril el rio, y que allí, debajo del puente del tren, sin dejarse notar, le esperase hasta el amanecer.

mvf. 

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