Salí de casa sin rumbo fijo, dejándome llevar por el simple placer de caminar. El aire fresco de la mañana acariciaba mi rostro, mezclándose con el murmullo de las primeras horas de la ciudad. No había prisa, ni mapas, ni horarios; solo pretendía perderme en el ritmo casual de la calle.
Me senté en una terraza. Pedí
un café, y mientras esperaba, me dediqué a observar el vaivén de
la gente: un repartidor con su caja al hombro, unos turistas con
cámaras, parejas riendo, ancianos leyendo el periódico
extendido sobre las mesa. Cada persona tenía consigo una historia
invisible, un mundo entero de preocupaciones y alegrías que se
intuían, en sus miradas distraídas o en sus pasos apresurados.
El
camarero dejó la taza humeante frente a mí, rompiendo por un
instante mi ensueño, bromeamos un poco y desapareció. Respiré hondo, saboreando el aroma amargo
junto con la atmósfera vibrante que me rodeaba.
Era uno de esos días
en que encuentras un momento de tranquilidad perfecta, mientras el
sol filtrado entre los pliegues de los toldos dibujaba con su luz destellos danzantes sobre la sombra del mármol de mi mesa.
Pagué y retomé mi caminata, sin dirección, pero con la certeza de que el azar me llevaría a otro rincón interesante.
¡LIQUIDACIÓN TOTAL! CIERRE DEFINITIVO POR JUBILACIÓN
Las
letras, temblorosas y pintadas a mano, parecían rezumar urgencia y melancolía.
Me acerqué al escaparate, abarrotado de objetos cubiertos de polvo:
sombreros años 20, zapatillas descoloridas... Me picó la curiosidad. ¿Encontraría algo ahí dentro
esperándome?
El campanillo tintineó con un sonido oxidado al empujar la puerta, como si protestara por la interrupción de la tranquilidad del interior del local. El mecanismo, viejo y desgastado, colgaba de una cinta descolorida, su pátina de bronce opacada por años de tranquilidad y olvido, dejaba escapar un clinc-clanc con su campanilla, como si cada visita fuera un esfuerzo para sus engranajes oxidados. Aún así, cumplía su deber con terquedad, anunciando la llegada de intrusos a aquel refugio de naftalina, mezclado con el dulzor leve de las telas antiguas...
Los montones de artículos rebajados
se apilaban en desorden, sobre un largo mostrador de madera: chaquetas de tweed con los hombros caídos,
vestidos de los años 70 con etiquetas amarillentas y zapatos de charol
abandonados en cajas de cartón. Pero entre el caos, sobre un maniquí sin cabeza, que se refugiaba en una esquina de la tienda, destacaban unas pamelas vintage de paja natural. Sus alas anchas lucían un ribete de satén desgastado y pequeños lazos de seda rosada, mientras el forro de algodón beis aún conservaba el aroma a campo. Un cordón elástico ajustable, asomaba bajo el ala.
—¡Qué bonitas! —murmuré, acariciando el borde de una. La paja crujió bajo mis dedos, tibia por el sol que apenas se filtraba por el ventanal empañado.
Detrás del mostrador de madera agrietada, un espejo de cuerpo entero reflejaba mi figura distorsionada entre grietas, de su baño de plata. En una esquina, un perchero de hierro sostenía más sombreros polvorientos, como espectros de elegancias pasadas.
Apareció entonces un hombre mayor, sonriente y de mirada vivaz.
—¿Le gustan? Son de
última colección… última porque ya no habrá más
—dijo, mostrando una sonrisa amplia.
Seis euros cada una.
— Hmm…
¿Y si me llevo dos? Que le parecen 8 euros por dos — dije, mientras me probaba otra pamela sobre la cabeza.
—Bueno, como es liquidación... ¡trato hecho!
Mientras buscaba el monedero, en el interior de mi bolso, añadió con picardía:
—Oiga…
si quiere, le hago precio especial por 50.
¡Imagínese, todas iguales o mezcladas! ¡Podría revenderlas!
—¡No me tiente! —reí—. ¿Qué haría con cincuenta pamelas? ¿Montar un puesto en el mercadillo y ser el vendedor de la tienda?
—¡Vaya, tiene instinto comercial! —bromeó él, guiñando un ojo —¡Seguro
que los dos podíamos llegar a hacer buenos negocios! ¡Parece una
vendedora con estilo!
Con las pamelas bajo el brazo y una sonrisa cómplice, crucé la
puerta de la tienda. Tras mí, su mano se alzó en un adiós,
como si ya estuviera calculando cuánto tiempo tardaría en sucumbir al hechizo de sus gangas antes del cierre definitivo.
El sol
ya caía sobre la calle cuando con mi nueva pamela azul ligeramente ladeada, volví a cruzar la
puerta de la tienda. El campanillo
chirriante anunció la entrada, y el vendedor —aquel
hombre de sonrisa astuta y manos rápidas— alzó la mirada desde un
montón de cajas medio embaladas.
—¡Ajá! Sabía que volvería— dijo,
limpiándose las manos en el delantal.—¿Las cuarenta y ocho pamelas, entonces?
—No se burle de mi… pero sí,
admití, señalando el rincón donde aún brillaban, apiladas como
tesoros, los sombreros de paja con lazos desteñidos. —Al final, me convenció. —Aunque no sé si fue su labia o el
verme ya mentalmente en el mercadillo de la fiesta del barrio, gritando: —¡Pamelas finas, que
dan alegría y sombra!
Él soltó una carcajada mientras descolgaba los últimos modelos. —¡Ah, ya piensa poner un puesto para venderlas.! ¡Eso es espíritu emprendedor! ¡Y con ese estilo suyo,
las venderá en un suspiro!
Había
sido una idea de última hora, surgida mientras mis amigos discutían
animadamente sobre el menú y la decoración para el bar que
montarían, el fin de semana en la fiesta del barrio. Todos tenían planes: cerveza,
tapas caseras, música en vivo... Pero a mí no me entusiasmaba la
idea de servir copas toda la noche. Entonces, recordé la tienda y las pamelas de paja. —¿Y si las vendo?— pensé. Unas cuantas cajas, una sábana blanca y unos
tablones, y ya tengo mi negocio en la fiesta.
Media hora después, Salía de la tienda con
una torre de cajas atadas con cordel —demasiadas para
cargar, pero suficientes para mi idea.
El vendedor me
gritó desde el umbral: —¡Nos vemos en la feria de julio!— mientras yo, entre risas, me imaginaba en mi puesto, con
clientes regateando, y ese negocio inesperado
que acababa de comprar por 50 euros.
El sol de la tarde doraba las calles mientras desmontaba mi improvisado puesto de pamelas, rodeada del bullicio de la fiesta. Entre risas, música y el murmullo de la gente, los sombreros de paja —elegantes, con cintas de colores y algún que otro detalle floral— habían sido el éxito del día. Los había vendido todos, excepto uno: un modelo de ala ancha con un lazo azul que, con una sonrisa satisfecha, decidí quedarme para mí misma.
Doblé la sábana con cuidado, apilé las cajas en un rincón y,
con la última pamela sobre mi cabeza, me dirigí hacia el bar improvisado que mis amigos tenían montado en el bajo de un vieja vivienda, situada en la plaza de la fiesta, cerca de donde había instalado el puesto de venta.
Al llegar, el ambiente era perfectamente caótico: mesas
de plástico, luces colgadas con pinzas, un barril de cerveza sobre
dos caballetes y sus amigos sirviendo bebidas entre bromas, risas, música y el tintineo de las botellas y
algún que otro trago de más.
—¡Llega la vendedora! —gritó alguien al verme entrar.
Apretado
entre los cimientos de una vieja casa de la plaza, estaba el bar improvisado. La entrada, semioculta por una cortina de cuentas desgastadas y una
puerta de madera descascarada, daba paso a un refugio de techos bajos y
paredes de ladrillo visto, iluminado apenas por dos bombillas colgadas
del techo.
El mostrador era una tabla gruesa apoyada sobre
caballetes, con manchas de cera seca y anillos de vasos marcados en la
madera, rodeada por una tela negra que le daba un toque misterioso,y de
un lugar a otro, entre el ruido de la música, mis amigos atendían a los clientes. Detrás de ellos, un viejo armario hacía las veces de estantería, repleto
de botellas y un barril de vino con un grifo torcido que no paraba de
gotear. Un espejo rajado en la pared reflejaba a los parroquianos,
distorsionando sus sonrisas entre las grietas.
Los taburetes
eran cajones de fruta invertidos y las mesas, viejas puertas de madera,
recicladas, sostenidas por bloques de cemento. En un rincón, una nevera
de camping zumbaba trabajosamente, llena de hielo y latas de cerveza
sudorosas. El ambiente olía a polvo viejo, hierbabuena machacada en los
mojitos y el humo denso de un cigarrillo que se consumía en algún cenicero de lata.
Antes había sido un taller propiedad del padre de Paco, un carpintero que trabajaba para una funeraria. Por eso, tras la puerta del local —colocado allí para que no estorbara— permanecía casi escondido un viejo ataúd de madera, abandonado como un mueble más. Era uno de los enseres que tuvieron que recoger al limpiar el lugar, para preparar el bar
—No podemos tener esto aquí, parece de mal gusto— dijo
Lucía, cuando limpiaban el local, mirando el ataúd con recelo.
—No exageres, es solo un mueble viejo —dijo Paco, riéndose mientras lo empujaba hacia la puerta—. Si lo ponemos de pie y lo escondemos aquí detrás, nadie lo verá.
Lo colocó vertical, entre la puerta y la pared, asegurándose de que quedara oculto: —Listo. Así, ya desapareció.
Afuera, en la plaza, se oía tocar ritmos de salsa, y aunque las paredes del bajo amortiguaban el sonido, el sonido de las trompetas de la orquesta se filtraban por las rendijas, mezclándose con las risas y el tintineo de los cubitos de hielo. Cada tanto, alguien asomaba la cabeza por la puerta para gritar:
—¡Oye, que van a tocar música lenta!—, y medio bar salía corriendo a bailar, dejando los vasos a medio tomar sobre las mesas.
—¿Que quieres que te pongamos, Marise?— me preguntaron tan pronto me vieron entrar.
Me ajuste la pamela y me dejé llevar por la fiesta. La
noche prometía, sexo y amor libre. —¿Quieres hacertelo conmigo?¿No?¡Vale, otra vez será!
Ya llevaba unas
cuantas rondas de bebida y sin querer tenía una
cogorza de aupa. Entre risas y brindis, en pleno apogeo de
la celebración, sentí la urgente necesidad de ir al baño.
—¡Esto
es la vida! —grité llena de euforia, levantando el vaso
antes de tambalearme— y después de beber de un solo trago su interior deposité el vaso vacío sobre la barra y marché a buscar el baño.
Pero entre el alcohol y la penumbra del local, no vi bien
y, en vez de dirigirme al baño, me dirigí al rincón
oscuro donde estaba olvidado el ataúd y después de abrir la puerta
equivocada, sin darme cuenta, me metí dentro del ataúd,
que estaba entreabierto.
—¡Hostias. Qué water más pequeño! —pensé,
confundida.
El
aire era denso y olía a madera
vieja y barniz rancio,
y el alcohol convertía todo en una nebulosa
soporífera.
Giré
torpemente, rozando el forro de tela de su interior. Quise darme la vuelta y salir pero con cada
movimiento solo conseguía atascarme más dentro del ataúd. Entre el
calor, la oscuridad absoluta y el ritmo de la música del local, mis
párpados comenzaron a pesar como lápidas, y la oscuridad y el alcohol
hicieron el resto.
Mi último pensamiento, que recuerdo antes de caer rendida por completo fue: —Al menos no hay fila para entrar en el baño...—. Entonces, ya sin resistencia, me oriné allí mismo, abandonándome al ardor que sentía. Y quedé, acurrucada
roncando plácidamente en
la obscuridad apretada del ataúd.
Mientras tanto, mis amigas empezaron a preocuparse.
—¿Dónde está Marise? ¡ Lleva más de media hora
desaparecida!
—Debe estar vomitando en algún rincón— dijo la buena de Marta, quitándole importancia.Pero al rato, Lucía, que era la más supersticiosa, palideció:
—Chicos… ¿y si se metió en el ataúd?
Todos se miraron perplejos. Con cautela, Paco se acercó al rincón y,
efectivamente comprobó que del interior del ataúd salía un ronquido profundo.
—¡Marise! —gritó, abriendo la tapa.
Parpadeé desorientada
—¿Por qué me despiertan? ¡Ahora que consigue ligar con alguien. Estaba soñando cosas buenas! —dije, confundida, mientras me frotaba los ojos.
Mis amigas, entre la sorpresa y la euforia, no sabían si abrazarme o salir corriendo.
—¿Alguien quiere otra
cerveza…
Todo el bar estalló en risas. Al cabo de un rato, en el local, la gente hacía cola para meterse y sacarse selfies con sus móviles en el interior
del ataúd como "muertos modernos". Que aquella noche se convirtió en la foto obligada de la fiesta.
Yo también hice mi selfie dentro del ataúd de aquella fiesta, y me recuerda cuando la veo que las buenas aventuras no están en las novelas ni en los libros, sino cualquier día en la vida real.
mvf