El alfeizar de la ventana de la abuela Elara era el mejor lugar del mundo. O, al menos, eso pensaba un gorrión con plumas del color del polvo y el barro, y un pico tan curioso como torpe, que se posaba allí todas las mañanas a la misma hora.
No era por las migajas, aunque las aceptaba con un gorjeo educado cuando se abría la ventana. Se había acostumbrado a ver, desde el otro lado del cristal, el ritual de la abuela al levantarse: el lento sorbo del café, el susurro de las páginas de su libro, el movimiento pausado de sus agujas de tejer.
La abuela pasaba los días en un silencio apenas roto por la radio, se había acostumbrado a no esperar visitas. Y hablaba sola. Se contaba cómo el jardín estaba lleno de flores en primavera, cómo su difunto marido silbaba canciones que imitaban a los mirlos, y cómo extrañaba el sonido de las risas de sus hijos en la casa.
El gorrión la observaba mientras hablaba, inclinando la cabeza de un lado a otro, como si cada palabra fuera un gusano que podía atrapar para descifrar. Un día, le llevó un regalo: un botón azul perdido, que dejó caer con un clic sobre la piedra del alfeizar. La abuela rió por primera vez en semanas, cuando lo descubrió.
La conexión entre los dos era apenas un hilo invisible a través del vidrio. Hasta que llegó el día del accidente.
Un ruido seco. Un jarrón hecho añicos en el suelo de la cocina. Luego, un silencio demasiado largo.
A través del cristal, el gorrión divisó el cuerpo inerte de la abuela Elara sobre las losas frías de la cocina. Sus alas se crisparon en un aleteo frenético mientras picoteaba el cristal con furia angustiada. ¡Tap, tap, tap! Pero cada golpe resonaba como un latido de cristal roto, tan tenue que se fundía con el susurro del viento. La calle, desnuda de vida, le devolvío solo eco de su desesperación. De pronto lo embargó un frío nuevo, afilado como espina, que le heló las plumas: comprendió que su grito mudo no la despertaría.
Entonces, recordó. En el piso de arriba, en la habitación que daba al jardín, había una ventana siempre entreabierta, con un resquicio que permitía entrar el aire en la casa. Sin mediar pensamiento, se lanzó al vacío, rodeó la casa y se deslizó por aquel angosto resquicio hacia el interior de la habitación. Su vuelo, antaño libre y seguro en la inmensidad del cielo, se quebró de inmediato en movimientos abruptos y desconcertados en el interior de aquel cuarto.
Buscando un camino, o tal vez arrastrado por un impulso más profundo, abandonó la habitación y se adentró en la penumbra del pasillo. Avanzaba veloz cuando, de pronto, en la superficie impasible de un espejo, vislumbró la silueta de un extraño: una aparición oscura y fugaz que se le venía encima. El sobresalto fue instantáneo, obligándolo a realizar un quiebro brusco en el aire para evitar su propia imagen, una pirueta de terror que lo desvió hacia la habitación contigua. Allí se aferró a la pantalla de una lámpara, con el corazón palpitándole con fuerza, tratando de comprender qué había visto y recuperar el rumbo perdido.
Fue entonces cuando notó que lo rodeaba un aroma cálido y penetrante que se abría paso entre el polvo doméstico. El olor a café amargo lo atravesó como un imán. Se impulsó entonces con renovada urgencia y se dejó llevar por ese aroma que lo guiaba al interior de la casa.
Volaba bajo, casi rozando el suelo de madera con el pecho. De pronto, una silla se interpuso en su trayectoria y, con un batir de alas tan rápido como el pensamiento, se elevó para esquivarla en un instante. Así, tras aquella última maniobra, al fin llegó a su destino y se posó en el borde de la mesa, con las patitas temblorosas. Sus pequeños ojos negros escudriñaron el lugar: los restos de unas migas sobre la encimera, el brillo del fregadero, la ventana cerrada que devolvía un destello del día exterior. Y, en medio del suelo, yacía Elara, extendida e inmóvil. El sonido de su débil y agitada respiración era lo único que quebraba el silencio.
El ave voló de nuevo para posarse en el respaldo de una silla y, finalmente, en el hombro de la mujer. Picoteó suavemente su pelo cano y emitió un gorjeo urgente, un sonido agudo y claro.
Lo que la despertó no fue el picotazo ni el gorjeo, sino el suave aleteo que le rozó la mejilla y le hizo sentir que no estaba sola. La abuela entreabrió los ojos, aturdida. Vio al pequeño gorrión posado en la silla, cerca de ella, y lo entendió. Con un esfuerzo, arrastrándose, logró alcanzar el cordel de la antigua campanilla que siempre tenía a mano para llamar a su vecina. La hizo sonar con todas sus fuerzas.
Horas después, ya con la ayuda de su vecina y tras haber recibido la dosis de morfina que apenas calmaba el fuego interno que la consumía, la abuela Elara estaba de vuelta en casa. La ventana permanecía abierta de par en par, como una promesa. El gorrión había regresado al alfeizar, donde tomaba el sol arreglándose las plumas con aire de profunda satisfacción.
No hubo migajas ese día. En su lugar, había un pequeño plato con semillas de girasol, compradas expresamente para él. Y a su lado, el botón azul brillaba bajo el sol.
La abuela extendió la mano lentamente, temerosa de asustarlo. Y, por primera vez, el gorrión, al saltar un poco más cerca, permitió que unos dedos marchitos por el tiempo y el dolor acariciaran su plumaje. No hacía falta hablar. En ese instante, la respiración agitada de Elara pareció calmarse, como si el simple y valiente acto de confianza del ave le hubiese insuflado la chispa de fuerza que necesitaba para continuar viviendo.
mvf
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