El día amaneció soleado sobre el valle de Lemos, bañando de luz la plaza principal donde se daban cita los vecinos para culminar una iniciativa comunitaria. Todo había partido de la idea de rescatar uno de los antiguos autobuses que circulaban por la localidad en los años 60. Tras localizar una unidad gemela, de uno de ellos, se dedicaron a repararlo y restaurarlo por completo. Y ahora, el fruto de ese esfuerzo estaba en medio de la plaza del ayuntamiento: una banda de música tocaba marchas festivas mientras la gente se agolpaba para ver el antiguo autobús. Una reliquia azul y blanca en medio de la plaza de España, listo para recorrer los paisajes más bonitos de la provincia.
El presidente de la Diputación Provincial, que permanecía de pie mientras la gente se agolpaba alrededor del autobús, con su mejor traje y una amplia sonrisa, tomó el micrófono:
—¡Vecinos y vecinas de Monforte! Hoy es un día histórico. Inauguramos no solo un autobús, sino un puente con nuestro pasado. Este autobús revivirá las antiguas rutas que durante tantos años nos conectaron con nuestros vecinos: la que hacía aquel viejo autobús Austin de "el Raulito", que nos conectaba con Sarria, o el Pegaso con el que viajábamos a Chantada. Y ahora, sin extenderme más… ¡que empiece el viaje!
Entre los presentes, una mujer menuda y sonriente, Marisé, observaba con una mezcla de nostalgia y emoción. De repente, una de las chicas de la oficina de turismo del concello, que estaba repartiendo papeles informativos a los vecinos, se acercó a ella.
—Marisé,. Tú eras una asidua de la antigua línea, cuando ibas a Santiago, ¿verdad?
Marisé cogió el papel informativo que le ofrecían, con sus manos rugosas, emocionada.
—¡Ay, sí! Cómo olvidar aquellos viajes en el Raulito a Sarria. ¡Gracias, gracias!
Antes de subir, Marisé había tenido una idea. Corrió a casa de su vecina, Concha.
—Concha, ¿me prestas una gallina solo por hoy? Es para el viaje en autobús que organiza el ayuntamiento, para recordar los viejos tiempos.
Concha, que estaba en la puerta de su casa, en San Vicente, sonrió.
—¿Otra vez con tus rarezas, Marisé? Claro, que te dejo una gallina, entra, pero llévate a Clotilde. Cuídala, que es la que mejor pone.
—¡No te preocupes! Mil gracias, Concha.Y así, Marisé subió al flamante autobús con una cesta de mimbre de la que asomaba la cabeza de una hermosa gallina roja y negra, Clotilde.
El viaje comenzó. El interior del autobús se había modernizado, con asientos de piel y aire acondicionado. Las autoridades locales, funcionarios y prensa ocupaban los primeros asientos, vestidos con trajes formales, gafas de sol y móviles en mano. El ambiente estaba cargado de expectativa... Al ver a Marisé subir por la escalerilla con paso lento, sujetando con ambas manos su cesta de mimbre, con su gallina asomando la cabeza, mientras miraba con curiosidad, los murmullos no se hicieron esperar.
Desde la primera fila, una concejala de traje beige observó la escena, entrecerrando los ojos. Se inclinó hacia su compañero y murmuró:
—¿Una gallina? ¿Esto no se suponía que era un acto institucional?
Una señora con un traje de chaqueta, concejala de derechas, se apartó visiblemente.
—Pero ¿qué es eso? ¿Una gallina en el autobús? Esto es una falta de higiene y un absoluto despropósito.
Un hombre, más joven, con una corbata demasiado ajustada, se encogió de hombros con una sonrisa incómoda. y añadió en voz baja, con desdén:
—¿Qué pasa? Esto también forma parte del viaje. Gallinas, cestos...
Un asesor técnico, al otro lado del pasillo, que tecleaba nervioso en su móvil. Susurró a otro asistente:
—Esto es de pueblo, y de muy mal gusto. ¿Quién ha dejado subir a esta mujer? Parece que hemos retrocedido cincuenta años.
Desde los asientos del medio, otra voz femenina susurró con fastidio:
—Con el dinero que ha costado restaurar este vehículo para que ahora lo conviertan en un gallinero. Dan ganas de bajarse.
Marisé avanzó serena hacia el fondo del autobús, abrazando la cesta de mimbre, bajo las miradas de los demás, unas curiosas y otras molestas. Pero una vez sentada, la desaprobación fue tan palpable que se encogió en su asiento, sin soltar su preciada carga.
—No les hagas caso, Clotilde —susurró—. Ellos no entienden, nada de nada.
Tras una hora de recorrido por carreteras sinuosas con vistas espectaculares, llegaron al mirador del Embalse de Belesar. Las aguas azules reflectaban el sol como un espejo. Estaba previsto hacer una parada allí y alguien en los asientos de delante se levantó y gritó:
—¡Qué bonito! ¡Hagamos una parada y hacemos una foto grupal para recordar este momento!
Bajaron del autobús y todos se acomodaron sonrientes frente a la cámara del fotógrafo.. El presidente de la Diputación Provincial se colocó en el centro, pero de repente, su expresión cambió. Miró a su alrededor, buscando algo. Sus ojos se fijaron en Marisé, que se había quedado al margen, apartada con su cesta.
—¡Un momento! ¡A esta foto le falta algo! —exclamó—. ¡Le falta autenticidad! ¡Usted y su gallina, por favor, vengan aquí al centro conmigo!
Un silencio incómodo recorrió el grupo. Marisé, sorprendida y titubeante, se acercó.
—¿Seguro, presidente?
—¡Claro que sí! —dijo, rodeándola con el brazo—. Esto no era solo un autobús, era un viaje vital. ¡Iba lleno de cestos, de gallinas, de conversaciones! ¡Esta señora y su gallina son la memoria viva de lo que recordamos en este viaje ! Hoy son lo más importante aquí.
El fotógrafo disparó la cámara: flash. En ese instante, todo cambió.
La foto se convirtió en un imán. De repente, todos querían un selfie con Marisé y Clotilde.
—¡Marisé, por favor, sal conmigo en otra! —rogaba la señora del traje de chaqueta, ahora con una amplia sonrisa.
—¡Que sí, que sí! ¡Yo también! —gritaba el hombre de la corbata, acariciando el lomo de Clotilde, que cloqueaba confundida.
El presidente de la Diputación reía.
—¡Mirad! ¡Así sí era! ¡Esto es la verdadera esencia de nuestra tierra!
El viaje de regreso fue completamente diferente. Marisé y Clotilde fueron las heroínas indiscutibles. Todos se apiñaban alrededor de su asiento para hablar con ella, y escuchar sus historias de los viajes de antaño: para ofrecerle pastel de maíz a la gallina.
— Pues yo viajaba en la empresa Castromil a Santiago ... Y subiendo por las curvas de la carretera de Chantada, el cloqueo de las gallinas era más fuerte que el motor del autobús... Iba tan lleno de cestos y de gente, que parecía que íbamos todos de merienda. ¡Y vaya susto me llevé. Una vez, que iba dormida y desperté en el momento de dar una curva cerrada el autobús y al ver el río Miño tan abajo desde lo alto!
La risa y la camaradería se habían apoderado de el autobús.
De regreso a Monforte, ya atardeciendo, Marisé bajó con su cesta, desbordante de felicidad. Y se dirigió a casa de Concha.
—Marise, querida, ¡ya estás de vuelta! —dijo, limpiándose las manos en el delantal.
—Concha, ¡muchísimas gracias! —le dijo, intentando devolverle la gallina—. Ha sido el día más bonito en años. Toma, Clotilde está perfecta.
Pero Concha, cerró suavemente la mano de Marisé sobre la cesta mirando con una leve mueca de preocupación.
—No, Marisé. Quédatela.
Marise contuvo un suspiro. Estaba exhausta.
—¿Cómo? No, Concha, era un préstamo…es que... mi piso es muy pequeño y no sé dónde..
—He visto cómo volvías —dijo Concha con cariño—. La cara de felicidad que traes. Esa gallina te ha traído suerte y te ha hecho feliz hoy. Además, a mí me pone muchas, una menos no se va notar en el gallinero. Es un regalo. Para que no viajes sola.
Marisé miró a Clotilde, con ojos inquisitivo que la miraba con sus pequeños ojos redondos. Luego miró a su vecina, que rehusaba que le devolviese su gallina.
—No sé cómo darte las gracias, Concha. Pero que voy a hacer yo con una gallina en mi piso.
—¿El qué? —preguntó la vecina cerrando la puerta de su casa.
Marise se quedó plantada en el rellano, con la caja en las manos y la gallina moviéndose dentro. Derrotada, giró la llave y entró en su casa.
—¡Esto es una prisión! —pensó la gallina, picoteando un agujero dentro de la cesta para ampliar su campo de visión—. ¿Dónde está mi pequeño gallinero? ¿Dónde la compañía de mis hermanas? Esta joven me ha secuestrado y me ha encerrado en este cubículo oscuro y movedizo. ¡Cloqu! (Que significa: ¡Protesto!)
Marise dejó la cesta en el suelo de la cocina y se metió bajo la ducha, dejando que el agua caliente le lavara el cansancio y la frustración, de su cuerpo. El sonido del agua ahogó el suave cloqueo de indignación que provenía de la cocina.
—Por fin silencio —pensó la gallina al cesar el torrente de agua—. Ahora es mi oportunidad. Debo escapar de esta celda húmeda.
Con determinación, picoteó la cinta que cerraba la cesta hasta que la tapa cedió. Saltó al frío suelo de baldosas y escudriñó el territorio. Su instinto le decía que necesitaba un lugar seguro, alto y blando, para poner los huevos que llevaba días conteniendo. Su mirada se posó en la habitación contigua. Allí, iluminada por la tenue luz de una lampara, había una montaña mullida y prometedora: la cama de Marise.
—¡El nido perfecto! —pensó, triunfante—. Alta, sedosa y acogedora. Esta chica a pesar de todo, tiene cierto gusto. ¡Clooo ..! (¡Éxito!)
Subió con agilidad emplumada y se acomodó en la suave cama, sintiendo por fin la paz y la seguridad necesarias para cumplir con su deber cósmico.
Marise, envuelta en su albornoz y con el pelo aún húmedo, se dirigió a la cama soñando solo con fundirse con el colchón. Pero, al sentarse en la cama y encender la luz de la mesilla, sintió que se había puesto encima de algo húmedo. Un grito se le escapó de los labios.
—¡¡NOOO!! ¡¡NO PUEDE SER!!
Allí, encaramada en el respaldo del pie de la cama, la gallina la miraba con aire de profunda satisfacción. Mientras dos huevos rotos pequeños y aún calientes manchaban la funda de seda de la cama.
—¡Mi obra maestra! —pensó la gallina, orgullosa—. Un tributo a mi linaje. Ahora esta humana entenderá mi valor y me devolverá a mi gallinero de ensueño. ¡Cloqu-cloqu! .
Era una argumentación silenciosa, pero poderosa.
Pero la reacción no fue la que esperaba. Los ojos de Marise no reflejaban admiración alguna, sino un horror absoluto. Con un grito de rabia, agarró la gallina con ambas manos.
—¡Fuera! ¡¡Lárgate de aquí, puerca!! —gritó, corriendo hacia la ventana de la sala.
Marise abrió la ventana de un tirón y, con un gesto de furia, lanzó a la gallina hacia la libertad de la noche.
El animal, aleteando con fuerza y profiriendo una serie de cloqueos de ultraje, planeó con el estilo de un ave con plumas, sobre la calle de Roberto Baamonde, desierta, antes de posarse con dignidad encima de un coche.
—¡Fine! —pensó, arreglando sus plumas—. Si no aprecian el arte, regreso a mi gallinero. ¡Para regalar mis huevos!
Marise, después de ver cómo la gallina acababa de aterrizar y bajaba del coche para tomar la dirección a su gallinero, cerró la ventana de un golpe y se apoyó contra la pared, respirando hondo. Luego, miró hacia su cama mancillada y sus hombros se hundieron.
El viaje había terminado y con el el día.
mvf
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