miércoles, 19 de noviembre de 2025

La mujer del projimo

Cuando el último cliente salió del bar, la puerta del "Rincón de Antonio" se cerró con un golpe sordo. Rosario, con la espalda dolorida, recorrió el local vacío recogiendo vasos y ceniceros. El olor a tabaco y alcohol se mezclaba con el aroma de la lejía. Tras fregar la barra y barrer los cacahuetes esparcidos, abrió la caja registradora para contar la recaudación. Entre billetes y monedas, el rectángulo negro del móvil de su marido brilló bajo la luz tenue. Antonio lo había olvidado allí.
Rosario cogió el móvil .Su intención era guardarlo hasta su regreso, pero al hacerlo, su pulso rozó la pantalla y esta se iluminó de repente con un destello azulado mostrando una imagen en primer plano.
Durante un instante, su mente se negó a comprender. Solo registró una mancha de colores estridentes: el naranja chillón de una pared, el marrón de una madera barata... y reconoció al instante el decorado: uno de esos hoteles de carretera anónimos y cutres, un lugar para encuentros furtivos. En una esquina de la pantalla marcaba la fecha y la hora. La foto era de hacía dos días. De la misma tarde en que él, con su sonrisa más cariñosa, le había dado un beso en la frente prometiendo volver pronto

 —Tengo que ir a La Coruña, mi vida —dijo—. Es por los papeles del bar, una firma urgente en la gestoría. Tal vez tenga que regresar mañana.

  Después, como si un velo se rasgara, la imagen adquirió un significado devastador. Los brazos de Antonio, esos mismos que habían cargado mil cajas de botellas y la habían sostenido en noches de desvelo, rodeaban con íntima familiaridad la cintura de otra mujer. Sus dedos, callosos y conocidos, se hundían en el costado de su blusa blanca, abrazándola, poseyéndola.

Era más joven que ella. Tenía una risa fácil y juvenil, la cabeza ladeada y una mirada de triunfo que traspasaba la pantalla mientras hacia la foto de los dos, frente al espejo de la habitación de hotel. Su rostro reflejaba la satisfacción de quien ha conseguido lo que deseaba, y en su cuello lucía una cadena con un pequeño crucifijo de plata que brillaba con la arrogancia de un amor recién conquistado.

La sonrisa de él, era la sonrisa desvergonzada de alguien liberado de su vida, de sus ataduras, de su historia. Esa sonrisa le apuñaló el corazón. Veinte años de vida compartida, de sueños y sacrificios, se hicieron añicos en el frío rectángulo de cristal que temblaba en su mano.
El silencio del bar se volvió absoluto. El mundo de Rosario, tan ordenado como las botellas alineadas de las estanterías que había detrás de ella, se desmoronó. La sagrado no lloró. Una frialdad glacial, más cortante que el cuchillo para limpiar el hielo, se apoderó de ella. Al día siguiente, Antonio volvió de regresó con el cuento de la gestoría, traía un ramo de rosas amarilla para ella. Rosario lo recibió sirviéndole el café como siempre. Pero algo en sus ojos había cambiado, ya no eran el refugio cálido de siempre, sino un cristal frio.

 

Empezó con Don Emiliano, el viudo solitario, que siempre se sentaba en la mesa del la esquina de la barra.

—Parece cansado hoy, Don Emiliano. ¿Un coñac que le reconforte? —le dijo, sirviéndole una medida generosa.

—Usted es muy amable, Rosario. Este lugar sin usted no sería lo mismo.

Cuando su mano arrugada posó sobre la suya, ella no la retiró. Le dedicó una sonrisa que no era de camarera. Una hora después, con el bar ya vacío, se acercó.

—Don Emiliano, ¿sería tan amable de echarme una mano? Hay una caja de botellas en la trastienda que se me resiste.

El anciano asintió, con un brillo inusual en la mirada. La siguió entre las cortinas. En la trastienda, entre el polvo y el silencio de las cajas de cerveza vacías, Rosario se volvió hacia él.

—La caja es esa —mintió, señalando una pila cualquiera.

Don Emiliano se volvió, confundido. Entonces, ella cerró la distancia. No dijo una palabra. Solo apoyó una mano en su mejilla áspera y besó unos labios que sabían a soledad y tabaco negro. No hubo placer en aquel contacto, solo la textura áspera de una piel ajena. Cuando se separaron, la oscuridad ocultaba sus expresiones.

—Rosario, yo… —tartamudeó el viejo, desconcertado.

—Shhh —lo silenció ella, con una sonrisa triste—. No hace falta que diga nada. Me ha sido de gran ayuda.

 

Le siguió Mario, el joven albañil que trabajaba en la obra de enfrente. Musculoso, con la piel tostada por el sol y una sonrisa que era un desafío, siempre le había tirado el rollo con un descaro que rozaba lo grosero.

—Oye, Rosario, ¿cuándo me invitas a algo mejor que un café? —le soltó esa misma tarde, apoyado en la barra con una arrogancia que delataba sus veintipocos años.

Rosario, en lugar de ignorarle como siempre, le sostuvo la mirada. Una sonrisa leve, calculada, jugó en sus labios.
—Quizás algún dia llegue tu suerte, Mario.

Fue esa misma noche, cuando el último cliente se marchó y las luces se apagaron. Desde la puerta, vio la silueta de Mario fumando un último cigarro en la plaza. Actuó. Con un movimiento preciso, cerró la puerta del bar y dejó las llaves, grandes y visibles, colgando del lado interior de la cerradura. Luego, esperó para hacerle una señal y que la viese.

 
—Oye, Rosario, ¿estás bien? He visto que has cerrado, pero… ¿has dejado las llaves puestas?

Ella se acercó a la puerta de cristal, fingiendo consternación.
—Dios mío, tienes razón. Qué despiste. Mañana Antonio me mata.

Mario se irguió, inflando el pecho. El gallito de corral encontrando su momento de gloria.
—Tranquila, mujer. Yo te echo un cable.

Con una agilidad sorprendente, se coló por el callejón lateral y, tras forcejear un momento con la vieja y oxidada ventana del baño, consiguió abrirla desde fuera y se dejó caer dentro. Unos segundos después, la puerta principal se abría con un clic.

—¡Misio cumplido! —anunció, jactancioso, limpiándose el polvo del pantalón.

—Eres mi salvador, Mario —dijo Rosario, y su voz era una seda gruesa. Cerró la puerta con llave esta vez y se dirigió a la barra. Sacó una botella de whisky y sirvió dos generosas medidas sin preguntar.—Tómalo. Te lo has ganado.

Bebieron. Él, de un trago, ansioso. Ella, sorbiendo lentamente, observándolo sobre el borde del cristal. Sus ojos brillaban con una avidez que a ella le resultaba tan transparente como patética.

—Siempre he pensado que eras una mujer increíble, Rosario —masculló él, acercándose. El alcohol le daba un valor ficticio.

Ella no se movió cuando él rodeó su cintura con sus brazos fuertes. La levantó con facilidad y la sentó sobre la barra, fría incluso a través de la tela de su falda. Él se situó entre sus piernas, enterrando su rostro en su cuello, jadeando ya con un deseo urgente y primario. Sus manos, ásperas como lija, recorrían sus muslos.

Rosario dejó que sucediera. Apoyó las palmas en la fría superficie de zinc de la barra y dejó que su cuerpo que su cuerpo se relajara. No sintió nada cuando los labios de Mario empezaron a recorrer ansiosos su piel con hambre. Su mente estaba en otro lugar, mientras saboreaba la venganza en su amante.

 

 mvf


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