Cuando el último cliente salió del bar, la puerta del "Rincón de Antonio" se cerró con un golpe sordo. Rosario, con la espalda dolorida, recorrió el local vacío recogiendo vasos y ceniceros. El olor a tabaco y alcohol se mezclaba con el aroma de la lejía. Tras fregar la barra y barrer los cacahuetes esparcidos, abrió la caja registradora para contar la recaudación. Entre billetes y monedas, el rectángulo negro del móvil de su marido brilló bajo la luz tenue. Antonio lo había olvidado allí.
Rosario cogió el móvil .Su intención era guardarlo hasta su regreso, pero al hacerlo, su pulso rozó la pantalla y esta se iluminó de repente con un destello azulado mostrando una imagen en primer plano.
Durante un instante, su mente se negó a comprender. Solo registró una mancha de colores estridentes: el naranja chillón de una pared, el marrón de una madera barata... y reconoció al instante el decorado: uno de esos hoteles de carretera anónimos y cutres, un lugar para encuentros furtivos. En una esquina de la pantalla marcaba la fecha y la hora. La foto era de hacía dos días. De la misma tarde en que él, con su sonrisa más cariñosa, le había dado un beso en la frente prometiendo volver pronto
—Tengo que ir a La Coruña, mi vida —dijo—. Es por los papeles del bar, una firma urgente en la gestoría. Tal vez tenga que regresar mañana.
Después, como si un velo se rasgara, la imagen adquirió un significado devastador. Los brazos de Antonio, esos mismos que habían cargado mil cajas de botellas y la habían sostenido en noches de desvelo, rodeaban con íntima familiaridad la cintura de otra mujer. Sus dedos, callosos y conocidos, se hundían en el costado de su blusa blanca, abrazándola, poseyéndola.
Era más joven que ella. Tenía una risa fácil y juvenil, la cabeza ladeada y una mirada de triunfo que traspasaba la pantalla mientras hacia la foto de los dos, frente al espejo de la habitación de hotel. Su rostro reflejaba la satisfacción de quien ha conseguido lo que deseaba, y en su cuello lucía una cadena con un pequeño crucifijo de plata que brillaba con la arrogancia de un amor recién conquistado.
La sonrisa de él, era la sonrisa desvergonzada de alguien liberado de su vida, de sus ataduras, de su historia. Esa sonrisa le apuñaló el corazón. Veinte años de vida compartida, de sueños y sacrificios, se hicieron añicos en el frío rectángulo de cristal que temblaba en su mano.
El silencio del bar se volvió absoluto. El mundo de Rosario, tan ordenado como las botellas alineadas de las estanterías que había detrás de ella, se desmoronó. La sagrado no lloró. Una frialdad glacial, más cortante que el cuchillo para limpiar el hielo, se apoderó de ella. Al día siguiente, Antonio volvió de regresó con el cuento de la gestoría, traía un ramo de rosas amarilla para ella. Rosario lo recibió sirviéndole el café como siempre. Pero algo en sus ojos había cambiado, ya no eran el refugio cálido de siempre, sino un cristal frio.
Empezó con Don Emiliano, el viudo solitario, que siempre se sentaba en la mesa del la esquina de la barra.
—Parece cansado hoy, Don Emiliano. ¿Un coñac que le reconforte? —le dijo, sirviéndole una medida generosa.
—Usted es muy amable, Rosario. Este lugar sin usted no sería lo mismo.
Cuando su mano arrugada posó sobre la suya, ella no la retiró. Le dedicó una sonrisa que no era de camarera. Una hora después, con el bar ya vacío, se acercó.
—Don Emiliano, ¿sería tan amable de echarme una mano? Hay una caja de botellas en la trastienda que se me resiste.
El anciano asintió, con un brillo inusual en la mirada. La siguió entre las cortinas. En la trastienda, entre el polvo y el silencio de las cajas de cerveza vacías, Rosario se volvió hacia él.
—La caja es esa —mintió, señalando una pila cualquiera.
Don Emiliano se volvió, confundido. Entonces, ella cerró la distancia. No dijo una palabra. Solo apoyó una mano en su mejilla áspera y besó unos labios que sabían a soledad y tabaco negro. No hubo placer en aquel contacto, solo la textura áspera de una piel ajena. Cuando se separaron, la oscuridad ocultaba sus expresiones.
—Rosario, yo… —tartamudeó el viejo, desconcertado.
—Shhh —lo silenció ella, con una sonrisa triste—. No hace falta que diga nada. Me ha sido de gran ayuda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario