El sol cálido de la mañana acariciaba la tranquila plaza. Sobre la terraza del bar, Carmen y Charo, dos amigas de toda la vida, charlaban con la pasión de quien ha visto todas las derrotas y todas las victorias de su equipo local de baloncesto. Carmen, maestra ya jubilada, y Charo, que había dedicado su vida a la enfermería, habían quedado ese día, como cada jueves, para honrar una amistad que llevaba años llenando de sentido sus rutinas.
—Oye, que si Juanjo el que tenemos de pívot, no se repone de su esguince, los Leones lo van a pasar mal este viernes —sentenció Carmen, dando un sorbo a su café con leche mientras reorganizaba las servilletas que yacían desordenadas sobre la mesa.
—Bah, tonterías. Ese fichaje de última hora, el ala-pívot de Lugo,
salta más que un canguro y es un toro debajo del aro —replicó Charo,
ajustándose el jersey sobre los hombros—. Puede que no tenga la
experiencia de Juanjo, pero leí que en su liga era el máximo taponador.
Sin Juanjo, quizá perdamos algo de rebote, pero este tipo le da una
energía y una defensa al equipo que nos harán falta en los próximos
encuentros. Ya verás.
Justo en ese
momento, la mirada de Carmen se desvió más allá de la plaza, para
ver bajo unos plataneros que bordeaban la carretera a un hombre, con
una mochila grande y polvorienta, cargada a la espalda, que avanzaba
con paso cansado pero firme. Llevaba un bordón y la concha vieja
colgando, inequívocos símbolos del peregrino. Pero algo no
cuadraba.
Carmen frunció el ceño.
—Oye, Charo.
Ese peregrino está perdido.
—¿Qué pasa con él? —preguntó
Charo siguiendo la dirección de su mirada.
—Mira, va caminando en sentido contrario a Santiago.
Las dos mujeres se
miraron, era evidente que el hombre caminaba alejándose de donde
supuestamente, debía estar su meta, y en ese intercambio de miradas
cargado de complicidad femenina, un mismo pensamiento cruzó sus
mentes: había que ayudar.
Se levantaron con decisión
—Carmen recogiendo su bolso y Charo asegurándose de tener las
llaves— y se acercaron al hombre.
—¡Oiga, amigo! ¡Un
momento! —llamó Charo con su voz clara y cálida.
El
peregrino se detuvo. Bajo el sombrero, unos ojos azules, cansados
pero serenos, las miraron. Era alto, de rostro anguloso y una barba
de varios días.
—¿Habla español? —preguntó Carmen
con suavidad.
—Un poco —respondió el hombre con un acento
extranjero, pero comprensible.
—Es que… va usted en
dirección contraria. Santiago está para el otro lado —le explicó
Charo, señalando con elegancia el camino opuesto.
Sin
embargo, el peregrino, con su escaso español, no logró comprender
la explicación. Observó los gestos de Charo con una sonrisa cortés
pero confusa, asintiendo levemente sin entender realmente el
mensaje.
El noruego —porque eso era, como pronto descubrirían— se llamaba Terje. Aceptó amablemente la invitación de sentarse a tomar un café. Mientras bebía, les contó que venía desde Oslo, caminando durante meses a través de Europa. Carmen, con esa intuición maternal que la caracterizaba, notó que tenía frío y le ofreció su chaqueta de punto. Charo, por su parte, le insistió en que pidiera un desayuno completo con ese gesto acogedor que había heredado de su abuela.
Ante las preguntas curiosas de Carmen y Charo,
Terje habló de los fiordos de Noruega, de sus abismos de agua oscura y silencio
gélido que helaban el alma y la purificaban. Describió la luz del
sol de medianoche del verano ártico, tan irreal y persistente que
borraba la línea entre el sueño y la vigilia.
—¡Ay,
Oslo! —exclamó Charo, con los ojos brillantes de emoción—.
Carmen y yo somos unas viajeras empedernidas. Hemos ido juntas a
muchos sitios... ¿verdad, Carmina?
Carmen asintió con una
sonrisa de complicidad—. El año pasado estuvimos en Viena, nos
encantó. Pero nunca hemos llegado hasta Oslo. Siempre he querido ver
esos fiordos que cuenta.
—Es lo que haremos en nuestro próximo
viaje —confirmó Charo—. Después de escucharle, más aún.
A continuación, Terje les habló de los bosques infinitos, aquellos pulmones
verdes de Noruega donde los árboles susurran secretos en un idioma
anterior a los hombres. Les habló de su viaje y de la soledad que lo
acompaña, del peso y la levedad de tener todo lo que uno necesita a
la espalda.
Las dos amigas, fascinadas, escuchaban las historias que les contaba Terje intercambiando miradas de asombro y olvidándose por completo del partido de baloncesto.
Carmen, mujer práctica y
resolutiva, dio una suave palmada en la mesa.
—¡Esto no puede
ser! ¡Usted tiene que ver Santiago con nosotras! Vamos, le
llevamos.
—Y luego a comer —añadió Charo mientras buscaba
algo en su bolso—. ¡Que vamos a celebrar su viaje! Y tengo justo
el sitio perfecto.
Terje sonrió, un poco abrumado por tanta efusividad, pero se prestó a la aventura. Pensó que eran dos mujeres de una amabilidad extraordinaria. En menos de cinco minutos, los tres iban apiñados en el coche de Carmen, donde aún olía a los ramos de lavanda que siempre llevaba en el asiento trasero.
En Santiago, las dos amigas, hicieron de cicerones improvisados: le mostraron la fachada de la Catedral y subieron a la Torre de las Campanas para disfrutar de las vistas sobre los tejados. Después, bajaron a las plazas, primero a la Quintana y luego a la Plaza de Platerías. Para reponer fuerzas, se tomaron unas cervezas frías en un bar de la Rúa do Franco, donde Charo charló animadamente con el dueño. Finalmente, fueron a comer a una marisquería que Carmen conocía desde hacía años, donde la conversación y la risa fluyeron con naturalidad, tejiendo complicidades entre plato y plato.
Fue justo al terminar el
café, cuando Terje miró el reloj y dijo con calma:
—Muchas
gracias por todo, de verdad. Ha sido un regalo inesperado. Pero debo
irme si quiero llegar a Sobrado dos Monxes esta tarde. Es la etapa
que tenía planeada.
Carmen y Charo se quedaron
mirándolo, pasmadas.
—¿Sobrado? ¿Por qué Sobrado? ¿Pero
no iba usted hacia Santiago? —preguntó Charo, completamente
desconcertada, llevándose instintivamente una mano al pecho.
—No
—dijo Terje con una sonrisa comprensiva—. Yo llegué a Santiago
hace una semana. Ahora estoy de regreso, caminando de vuelta hacia el
norte. Pensaba dormir hoy en Sobrado dos Monxes.
Todo quedó en silencio por un momento. ¡Se había hecho el viaje al revés! Le habían traído justo al lugar de donde él venía. Pero en lugar de sentirse ridículas, las dos amigas se miraron y empezaron a reír con esa risa contagiosa que nace del absurdo.
—¡Hombre, pues hoy no va a ir a dormir a Sobrado! —exclamó Carmen—. ¡Si ya te trajimos hasta aquí por equivocación ahora te vamos a llevar a la costa, para compensar! Tiene que ver Finisterre, el cabo del fin del mundo, que es el verdadero camino milenario.
Terje, que había aceptado con gratitud la equivocación, no puso más objeciones. El coche volvió a rugir, esta vez rumbo a la costa, con Charo poniendo música tradicional gallega y explicando las leyendas de cada pueblo por el que pasaban. El peregrino nórdico, que había emprendido en solitario un viaje de miles de kilómetros, descubría que a veces los mejores planes son los que se rompen por culpa —o gracias— a la amabilidad espontánea de dos extrañas.. Poco a poco, el paisaje interior fue cediendo terreno a la inminencia del océano: la carretera serpenteaba ahora entre muros de piedra cubiertos de musgo y hórreos centenarios, hasta que por fin se abrió ante ellos la vasta extensión azul.
Al caer la tarde, llegaron a la punta de Finisterre. El viento soplaba con fuerza, arremolinando las nubes en un cielo teñido de naranjas y púrpuras. Carmen, siempre precavida, sacó del maletero una vieja manta de lana, gruesa y suave, que olía a coche, y a caminos recorridos. Bajo su cobijo, los tres se apretujaron hombro con hombro, compartiendo el calor mientras el océano rugía a sus pies.
Terje, Carmen y Charo se sentaron en las rocas. Tres almas unidas por un malentendido, un coche con olor a lavanda y un desvío. Vieron cómo el sol comenzaba su descenso sobre un acantilado de roca antigua, domesticada por el tiempo, impregnada por el salitre y el susurro de un millón de historias de navegantes, naufragios y regresos, para fundirse en las aguas del Atlántico. Todo ello acompañado por el ritmo constante, casi respiratorio, del océano. Observaron cómo se deslizaba esa delgada línea de luz, naranja, roja y púrpura, que se estrechaba hasta desaparecer en la negrura del mar.
A su espalda, los bosques de la costa se erguían como jardines salvajes y místicos, donde la piedra y el musgo se funden en una simbiosis perfecta. Y más allá, el mundo conocido: el Camino, los pueblos, la calidez de una taza de caldo. Un contraste íntimo frente a la inmensidad del crepúsculo.
—En mi país —dijo
Terje, rompiendo el silencio— tenemos una palabra: "oresund".
Significa el destello de luz que se ve en el horizonte cuando el sol
ya se ha puesto. Es como una promesa de que volverá.
—Aquí
le llamamos "el rayo verde" —sonrió Charo—. Dicen que
quien lo ve tiene el don de entender su propio corazón.
Ninguno vio el rayo verde ese atardecer, pero Terje sintió que algo igual de mágico ocurría dentro de él. Mientras la última franja de luz desaparecía en el horizonte infinito, sacó la credencial del peregrino —donde llevaba sellados todos los días de su viaje— y un bloc en el que anotaba todo lo que había vivido. En una página en blanco donde debía poner "Regreso a Sobrado dos Monxes", escribió: "Finisterre. El principio".
El crepúsculo cedió su lugar a una noche estrellada, y la vieja manta del maletero siguió abrigándolos mientras la conversación fluía, cada vez más pausada y soñolienta. El sonido del mar se convirtió en una nana, y uno a uno, con la cabeza apoyada en el hombro del otro, sin haberlo contado, los tres se quedaron dormidos allí, en el fin del mundo, mecidos por la respiración del Atlántico. Era como si el tiempo, en aquel rincón apartado, hubiera dado marcha atrás: las arrugas se suavizaron en sus rostros y el tiempo vivido se desvaneció de sus cuerpos, dejando al descubierto a los jóvenes que una vez fueron. Los primeros rayos del día los encontraron así, entrelazados, con el pelo y las pestañas brillantes por el rocío de la madrugada, despertando lentamente con un nuevo amanecer en el horizonte.
Desayunarían en algún bar del pueblo de Finisterre y regresarían de vuelta a Santiago. Durante el trayecto, Charo le regaló a Terje un pequeño amuleto de lana para la buena suerte, mientras Carmen le daba consejos sobre qué caminos tomar en su regreso.
Mientras se despedían con un abrazo cálido que parecía detener el tiempo, Carmen apoyó la cabeza en su hombro y susurró cerca de su oído:
—¿Sabes? Mi abuela solía decirme que los caminos rectos son para los que tienen prisa. Las que somos sabias —agregó con una sonrisa en la voz— preferimos los caminos con recovecos.
Y en el abrazo de despedida, los tres sintieron que se había creado entre ellos un hilo invisible, de esos que el tiempo no logra romper.
mvf.
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