miércoles, 9 de febrero de 2022

Separados por apenas metro y medio de distancia.

El perro de los labrada y la vaca sorda caminaban por una senda estrecha marcada en la tierra por el paso continuo de las personas y los seres vivos del campo. Marchaban en dirección al prado de los robles centenarios, que en los días de sol daban buen cobijo con su sombra.

El perro se paró un momento para olisquear la hierba pisada al lado del camino. Buscaba en ella el olor de la manada de jabalíes de la zona, que dejaban de regreso a su cobijo diurno. Después de descubrir, uno a uno, que todos los miembros de la manada de jabalíes, una pareja de jabalíes y sus cuatro lobatos, habían pasado por allí antes del amanecer, volvieron a reanudar su marcha. Y rectos por la senda llegaron al prado donde se levantaban dos corpulentos robles centenarios, con sus gruesos troncos agrietados y sus copas majestuosas de hojas de color verde oscuro, recortadas en el cielo. Tras los robles había un pinar que ascendía por la ladera del monte.

Era una mañana cálida y el verde de la hierba brillaba con la luz del sol.

La vaca sorda continuó su andar hasta pararse frente a uno de los pequeños montículos de verde hierba que sobresalían en el prado; por su parte, su acompañante comenzó su ronda habitual olisqueando los alrededores para descubrir cambios imperceptibles, a la naturaleza humana. 

Todo estaba en su lugar. La cabeza azulada de un lagarto verde que asomaba en el agujero de su escondite; bajo las acederas de la piedras blancas, a donde había corrido a refugiarse tras oír sus pisadas al llegar. El pasadizo bajo las zarzas, de un erizo que dormía en su madriguera; en la parte del muro donde crecían las silvas más abundantemente, porque allí daba el sol desde el amanecer. La telaraña de una rechoncha araña verde y amarilla del campo, que vigilante esperaba cualquier presa que se enredase en su tela para atraparla. En la parte mas sombría del cierre, donde el olor mohoso de la tierra húmeda era más intenso, crecían los diminutos y elegantes helechos de la botica y las primaveras en flor alrededor de la charca de un pequeño manantial en el que iban a beber los pajaros.

Era su costumbre cerciorarse de todas las cosas importantes y pequeñas del lugar, antes de ir a tumbarse en el hoyo hecho restregándose con su cuerpo en el suelo, bajo la sombra naciente de los robles; allí permanecía acostado, el resto de la mañana, con sus ojos peludos semiabiertos, vigilando el ir y venir de las abejas en dirección a las flores de las retamas del monte y el deambular de la vaca en su pastoreo por el prado.

Ya el sol estaba en la mitad del cielo y como tenía por costumbre  cuando empezaba a apretar más el calor, la vaca sorda se dirigió a la sombra bajo los robles. 

Se miraron entre ellos cuando sus ojos se encontraron. Bastaba con sus miradas, sin necesitar palabras, para entenderse el uno con el otro pues entre ellos se había establecido una fuerte relación de amistad hecha durante cuatro años que llevaban juntos, desde que el perro pastor llegará a casa de los labradas, con apenas siete meses de edad. Y la vaca se recostó en otro hoyo cercano; este era más grande, conforme al tamaño de su cuerpo.

Estuvieron bajo la sombra una hora lenta; la vaca rumiando la hierba pastada, que volvia a su boca para ser masticada con parsimonia por sus potentes muelas, y el perro pastor, más confiado ahora que estaba su amiga a su lado, se adormecía; solo daba señales de vida con el tic de alguna de sus orejas, acaso por que en algún sueño parecía interrumpirle la placidez de la mañana o tan solo por oir crotear una cigueña lejana o la voz que daba algún vencejo en la altura.

mvf






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