Se encendió la luz en el dormitorio y los niños se levantaron para vestirse apuradamente, hacer sus camas, correr a los lavabos. A medida que terminaban salían para formar en filas por edades fuera de los dormitorios y desde allí bajaban todos juntos a desayunar. Irrumpieron en la monotonía de las mesas del comedor que perfectamente puestas les esperaban anhelantes del caos que se avecinaba para abrazarse a él. Volaron las teteras cargadas de leche y chocolate por encima de sus cabezas; después fueron las lenguas del líquido derramado junto a las tazas, las migas del pan recién horneado; las salpicaduras negras dejaban el blanco de los hules que cubrían las mesas, como si fueran los negativos de las fotos, convertidos en cielos estrellados del revés.
Según terminaban, recogían sus tazas y salían del comedor para formar de nuevo en filas. Regresaban a los dormitorios para recoger sus libros, atusaban sus camas y sus armaritos, dando el último toque para dejar todo perfectamente ordenado, y marchaban a sus clases; los más rápidos tenían tiempo suficiente para darle unas patadas a la pelota antes de entrar en sus aulas. Pero el Sisa no bajó.
El sisa había quedado en compañía de las hileras de camas recien echas y la luz del día que entraba por los ventanales del dormitorio, con los gritos de sus compañeros jugando en el patio. El día anterior el padre prefecto le había dicho que él esperase en el dormitorio después del desayuno, y recogiese su cama y sus pertenencias; luego le irían a buscar para llevarle de regreso a su casa.
Había recogido las sabanas y el colchón dejando el somier de su cama con las vergüenzas al aire, desnudo, en el dormitorio lleno de camas indignadas, pulcramente hechas.
Tenía sus libros sobre el somier: una cartilla de Álvarez, una enciclopedia elemental de Dalmau, algunos cuadernos y una libreta de caligrafía, y había hecho con todo ello un atadillo sujetado por una correa de cuero; en el suelo estaba una pequeña maleta en la que habían entrado con holgazanería la poca ropa y las pertenencias que había podido acumular en el tiempo que estuvo en el colegio menor; y él estaba sentado al lado, en el somier, esperando que lo viniesen a buscar.
Contaba lentamente el tiempo que pasaba cuando la puerta se abrió y Martinuka, la limpiadora, entró apurada con sus pertrechos de trabajo en el dormitorio. El aire comenzó a oler a lejía a medida que se acercaba hacia él empujando la fregona de un lado a otro, de un lado a otro, por el suelo. Cuando estuvo frente a él el Sisa levantó sus pies que pasara la fregona debajo del somier.
- Con que te vas, eh; dale recuerdos a los de tu pueblo de mi parte.
El sisa permaneció en silencio aunque no podía esconder su contento por el regreso junto a su madre.
Martinuka ahora se alejaba, de un lado a otro, de un lado a otro, con el pendulear horizontal de la fregona por el suelo en dirección al final del dormitorio; al llegar allí se dió la vuelta y comenzó su monótono retorno con la fregona de un lado a otro, de un lado a otro.
Al pasar de nuevo junto al Sisa le volvió a decir:
- No te olvides, dale recuerdos a los del pueblo de mi parte.
De un lado a otro, de un lado a otro, ahora se alejaba con el vaivén de la fregona en dirección a la salida.
Martinuka empujó sus pertrechos para el pasillo y se cerró la puerta. Y como vino se fue dejando todo oliendo a jabón y lejía.
Por los ventanales acristalados del dormitorio entraba el sol a raudales y el silencio del claustro, con la ausencia de los gritos de sus compañeros después de entrar en sus clases.
mvf.