Cuando se aproximaban a la altura de la casa del herrero, el
veterinario creyó que melquiades le llevaba a a la casa de sus amos; entonces adelantó al
perro y paró con la moto delante de la casa, y después de aparcar frente a ella fue a llamar a la
puerta para enterarse de lo que podía haber ocurrido.
Pero antes de
que pulsase el timbre, el perro, que venía corriendo detras de él, se interpuso ante la puerta impidiendo que lo hiciese No era allí donde tenían que ir y además
no podía despertar a sus amos, que lo podían dejar sin volver a
salir.
- ¿Pero
este perro que rayos querrá?
Estaba claro, el animal le llevaba a
alguna parte pero no era a la casa del herrero. No tenía más remedio que seguir tras el para ver a donde quería conducirle.
Ahora iban más aprisa. El perro delante y el
veterinario, en su moto, detrás. Finalmente llegaron a la finca de la
campanera. Allí, melquiades se puso al lado de la valla, mostrando al veterinario por donde tenía que
pasar; tendrían que continuar a pie por el otro lado. El veterinario
cogió el bolso de cuero con las herramientas medicas de
su oficio, y separando los
alambres de espino de la valla pasó para el interior,
sin preocuparle invadir la propiedad de la campanera, a altas horas de la noche, convencido de que algo grave debía estar ocurriendo dentro.
Cuando llegaron al gallinero y vío al
zorro, en la extraña posición en que había quedado atascado después haber estado forcejando por el
hueco por el que pretendía salir, el veterinario abrió sus ojos sorprendido;
entendiendo en ese mismo momento por que le habían ido a buscar.
- Desde luego, el perro del herrero era un animal de
sorpresas.
Posó su bolso en el suelo y se aproximó
con cautela, no fuera que recibiera una dentellada en la mano; pero
el zorro comprendía bien que estaba allí para sacarle del apuro y,
sin hacer ningún movimiento, dejó que el hombre se acercase a el e inspeccionase el
agujero en el que había quedado atascado.
Tras varias intentos, haciendo palanca con
un palo en una de las tablas de la pared del gallinero, el
veterinario consiguió que esta cediera y sacar al zorro de su
prisión, tirando de el, de una de las patas, sin que este recibiera
ningún daño.
Sin echarse a escapar inmediatamente, el zorro,
animal salvaje y huidizo, se dejó acariciar por la mano que le había
ayudado, mientras esta, inspeccionaba en su cuerpo si tenía alguna
herida o algún hueso roto; cuando esta terminó lamio la mano del veterinario. Y después de reponerse del susto, y
desentumecerse su cuerpo y sus huesos de haber estado tanto tiempo
atorado boca arriba, echó a andar alejandose en dirección a la carretera.
Acto seguido, melquiades dió dos sonoros
ladridos, en señal de agradecimiento, despidiéndose también del
veterinario, para seguir al zorro.
Después de tomar varios senderos
por el que se acortaban las distancias, melquiades y el zorro,
llegaron al lugar donde tienen la frontera los animales del bosque
con los del pueblo. Allí se detuvieron y se miraron
mutuamente. Entonces el zorro se acercó a Melquiades, y
restregó su cuerpo contra el perro, para impregnarlo con su olor; lo
cual quería decir, en el idioma de los animales, que cualquier zorro
que lo oliese a lo lejos, sabría que melquiades había socorrido a
un congénere en apuros y en cualquier sitió que fuese, que se viese
en problemas, melquiades sería ayudado por los zorros. Y al terminar de despedirse, el uno en persecución del otro, bajo la luz de la Luna, echaron a correr como era su costumbre; oyéndose los ladridos
en la noche, que daban prueba de como melquiades
defendía que nadie se acercase a la frontera de los animales. Por su parte, el veterinario regresó a su
clínica, y decidió no contar nunca esta historia, en la que había
librado al zorro de pagar con una buena tunda el festín que se había
dado en el gallinero de la campanera; no por que nadie le fuera a
creer sino para que no le reclamasen a él, el pago de las gallinas
devoradas en el menú.
La luz del sol fue entrando por el firmamento
devolviendo a la tierra sus colores: el primero en regresar fue el
azul de la lejanía seguido del azul del verde de los árboles en las
montañas; tras ellos se iluminó, el marrón de los campos segados y
el amarillo naciente del otoño, en los verdes arboles del valle; el
rojo de los tejados de las casas y el blanco de las volutas de humo,
de las cocinas que se empezaban a encender, al nacer el día.
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