miércoles, 27 de noviembre de 2013

El reloj dorado

Mi madre  me contó muchas cosas de familia. Por ella sé que mi bisabuelo nació en algún lugar de Montana, el 25 de junio de 1876; el mismo día que el general Custer murió en la batalla de la gran trompetilla,  Little Big Horn.

 Mi tatarabuela, madre de mi bisabuelo, claro, poseía un negocio en  Californía cuando se desató la fiebre del oro; una tienda improvisada dentro de una caravana, en la que llevaba una cama con sabanas y lo que más se necesitaba de un lugar a otro. Así pues, mi bisabuelo habría sido fruto del oro obtenido por alguno de los mineros que invadieron, en búsqueda de otro, los territorios sagrados de los indios de Montana, lo cual fue el motivo por el que la nación india se puso en pie de guerra contra el hombre blanco. Como aquello no daba para vivir porque los buscadores de oro, entre ella y el whisky decidieron por lo último, aprovechó el paso de una caravana de mujeres para trasladarse con su hijo al estado de Dakota del sur, donde esperaba, de alguna forma, reanudar su negocio aprovechando que allí nadie la conocía. 

Mi madre decía que en Dakota, mi tatarabuela, vendió la caravana  para ponerse a trabajar en una casa de señoras respetables donde conoció a Juana Calamidad. y a Wyatt Hearp que las venía a visitar a veces. Con el tiempo Juana Calamidad empezó a tratar a mi bisabuelo como si fuera su tía, y así, aunque yo nunca creía a mi madre mientras trataba de meterme en la boca la cucharada de comida, mi bisabuelo también había sido sobrino de Wild Bill Hickok del cual Juana Calamidad no paraba de hablar que se habían casado antes de que este muriese de un balazo en la cabeza, por una disputa acaecida en una partida de poker. Wild Bill Hickok tenía una mano con dos ases y dos ochos, y antes de coger la quinta carta se produjo la disputa, y esa mano quedó con el nombre de la mano del muerto.

Posteriormente se trasladaron a Kansas, al enterarse que estaba llena de vaqueros y ganaderos y allí mi tatarabuela, que podía ya escribir un libro con todo lo que había aprendido sobre los hombres, pretendía hacer mucho dinero, pero al llegar a Kansas City  mi tatarabuela falleció de unas fiebres. Cuando esto ocurrió mi bisabuelo ya tenía veinte años. Huérfano marchó con una familia de emigrantes criadores de ovejas, que recién conoció antes de morir su madre. Casó con una hija de ellos, con la que tuvo un hijo, el que sería mi abuelo. No se sabe bien el motivo por el que mi bisabuelo y su familia terminaron por marchar de Kansas.

Mi abuelo vino a España, en apoyo de la segunda República, durante la Guerra Civil, como uno de los voluntarios del Batallón Abraham Lincoln provenientes de Estados Unidos, que participaron en las Brigadas Internacionales. Llegó a España en 1936 y se concentró, junto con otros brigadistas en Gerona, y después de librar algunas batalla en Aragón con el ejercito invasor, por algún motivo desconocido quedó separado de sus compatriotas en el frente del Ebro. Caminando perdido en media guerra civil española siempre al Oeste, en búsqueda de su gente , terminó llegando a Galicia, donde los pocos  que quisieron creer en su historia le encontraron trabajo cuidando las ovejas de Don Agustín. Cuando falleció, en el año 1943 el cura no quiso que lo enterrasen en campo santo porque era republicano, y lo enterraron a escondidas por la noche en una cuneta donde había otra gente del pueblo como él, sin que se sepa muy bien el lugar donde está.


El único recuerdo que queda de mi abuelo es un reloj dorado pintado en una piedra redonda. De pequeñita mi madre me lo dejaba coger para mirar si se movían las pequeñas manillas; y me lo ponía en la oreja, para que oyera el tic-tac de su pequeño corazón; a cambio de que pudiera meterme una cucharada de comida en la boca.

Yo no comía, aunque era la mas raquítica en el colegio, siempre ganaba en casa a la hora de comer.


mvf.



martes, 12 de noviembre de 2013

El mapa de España. la partida de abejorro

Bajo el mapa de España, que colgaba en la pared, detrás de una mesa de madera de nogal, se sentaba el padre mano en su silla. El lugar era como una fortaleza inexpugnable, vista desde el lado de los alumnos.

En el otro extremo de la misma pared había otro mapa; el mapa mundi, y entre el medio de los dos un crucifijo negro separaba las dos realidades geográficas que existían en ese momento, España y el mundo.
A veces los niños llevaban rosas, y subiéndose en una silla las ponían debajo de los pies al cristo; algunos de los niños estampaban un beso en sus pies, para dulcificar la crucifixión de ese hombre de hierro y madera que colgaba en la pared.
Las dos realidades eran bien diferentes. Una, la España
grande y libre, que quedaba a la derecha de la pared del encerado, bajo la que se sentaba el padre mano, tenía esa libertad que daba el seguir las sagradas escrituras y la obediencia al caudillo de España; y estaba llena de montañas y ríos que teníamos que saber que saber su curso y sus afluentes a golpe de regla.
La otra, la que quedaba a la izquierda del cristo, estaba llena de tierras de aventuras, esparcidas por lo largo y ancho del mundo; a donde los más privilegiados y valientes de la clase marcharían en misiones para navegar por el amazonas arriba, o se adentraban en la selva africana navegando en canoa por el río congo en busca de pueblos perdidos que no conocían la palabra de dios y que seguramente para nada habían visto, ni sabían, lo que era la tenacidad y sacrificio de un misionero español.
Aunque no conseguíamos entender como se podía meter en una esfera, que a veces nos traían a clases, todo lo que cabía en el mapa plano y rectangular colgado en la pared, sin que sobrara mapa.
Los misioneros iban buscando niños que no sabían leer ni escribir ni sabían siquiera lo que era ir vestidos, para bautizarlos y que pudieran ir al cielo.
Los soldados salvaban a la gente buena de la gente mala, hijos del diablo y de color rojo, que les querían hacer daño y especialmente, con todo tipo de mentiras, llevarlos al infierno.
Las enfermeras, con sus manos llenas de calor, curaban más con una caricia que con una medicina ... Así todos queríamos ser soldados y estar malheridos, para ser socorridos por una enfermera que sin lugar a duda, ante nuestros ojos, era la chica más hermosa del mundo y con la que nos casaríamos.

El mundo era pues un lugar ancho y grande donde cabían todos los sueños en un plano.

Al padre Mano le gustaba que los niños se sentasen en sus piernas y les acariciaba y los llenaba de besos. A veces los castigaba frente al crucifijo y les hacía poner los brazos en cruz con unos libros en las manos, o les ponía una pinza en la lengua, mientras está colgaba de la boca entreabierta.
Cuando el niño finalmente lloraba desconsolado, porque la fatiga y el dolor había podido con su cuerpo, el padre mostrando piedad por su dolor le mandaba dejar su castigo y le sentaba en sus piernas, entonces lo apretaba contra su cuerpo, lo besa y le llenaba de caricias.

Aquel día, la tortura le tocó a Abejorro. No recuerdo el motivo, ni siquiera recuerdo que existiera, pero el padre mano castigó a Abejorro a mantener con su nariz una perra chica pegada en la pared*
moneda de cinco céntimos de las antiguas pesetas, sin que esta se cayera al suelo, so pena de recibir unos golpes en la mano con la regla.
Cuando Abejorro finalmente no podía más, el padre Mano le dijo que abandonase su castigo y le pidió que se acercase a él y se sentará en sus piernas. Allí estábamos todos, celosos del lugar que ocupaba Abejorro, expectantes, suplicantes de las caricias llenas de ternura del padre Mano, pero cuando el padre intentó acariciar a Abejorro, este le propinó una torta que sonó en toda su cara, rompiendo el hipnotismo de la clase.
Todos nos quedamos con los ojos abiertos al ver como Abejorro se escapaba de las piernas del padre mano, mientras este permanecía inmóvil petrificado por la sorpresa, y echaba a correr para sentarse en la silla de su pupitre. Era el único refugio que tenía.
El padre Mano abrió su libro de cuentas y todos empezamos a recitar la tabla. Siete por cinco treinta y cinco; siete por seis treinta y seis; siete por siete cuarenta y nueve... y mientras cantábamos la tabla nuestros cuerpos empezaron a balancearse suavemente, de un lado a otro, como las espigas del trigo nuevo del campo.
Después del recreo no volvimos a ver nunca más a abejorro. El rector, enterado de lo ocurrido, había mandado llamar a los padres de abejorro para que vinieran a buscarlo porque era seguro que el niño no tenía, ni tendría vocación para ser misionero.
Los padres de abejorro vinieron a buscarlo, y pidieron hablar con el padre mano. Pero el padre Mano rehusó dar cualquier explicación. Solo dijo, que abejorro era un niño muy noble.


mvf.