La música, era un oleaje embravecido de ritmo y voces, que lo llenaba
todo, y el barman se entendía a gritos con los clientes, mientras llenaba
jarras de cerveza, hasta cubrir el final de espuma.
La gata estaba acurrucada encima de las guías telefónicas de varios año, donde el
mostrador remataba contra la pared y colgaba un cuadro con la foto de algún
músico de jazz. Parecía dormir, pero sus ojos, brillantes en la penumbra del
local, controlaba todo. Quise acariciarla y me acerque hacía ella, pero al ver mi intención se levantó y
saltó al interior de la barra, lejos de mí.
Auto lavado para mascotas.
La tienda funcionó bastante bien en el barrio, durante los primeros meses de apertura. El negocio iba de viento en popa y había que pedir cita previa para
llevar los animales de compañía a lavar, cortarse las uñas, o hacer peluquería.
Eran los buenos tiempos de la ciudad, antes de la crisis de los astilleros;
después la economía se desplomó y la gente empezó a llevar a su mascota y a no
regresar para recogerla.
" Se venden gatos montaraces"
Una mañana colocaron un nuevo letrero. Era una idea original y un buen
recurso para protegerse de las ratas que por las noches subían de las cloacas a
comer en la basura, y como la crisis lo empezaba a invadir todo. Los dueños, un
matrimonio de Argentina y Pontedeume, invirtieron el dinero que tenían en la
tienda, y no estaban dispuestos a rendirse. Fueron tirando.
Parecía una cosa de mil que ocurren diariamente. Una mañana el periódico
contó la siguiente noticia: había fallecido alguien en la calle y los
transeúntes le habían robado lo que llevaba encima. Sin documentación tardaron
en reconocerle. Era del barrio; vivía en un séptimo f, de los edificios de por aquí. El barrio se volvió aún más gris, y los días
de negocio empeoraron. Fue, cuando decidieron echar el cierre en la tienda.
Al abrirse la cancilla corredera de
hierro, que protegía la puerta de la entrada del negocio, la mayor parte de las
pertenencias de la tienda ya estaban empaquetadas, en cajas de cartón, del día anterior.
No
tardó en llegar la furgoneta con sus rótulos de publicidad a los
lados; aparcó con dificultad enfrente de la tienda. Bajó el conductor, y entró, y
él, y la mujer que terminaba de abrir empezaron a sacar
las cajas de cartón con las pertenencias de la tienda, y empezaron a meterlas en la parte de atrás de la furgoneta.
Ya solo quedaban, pegada a una pared encalada de blanco, al lado derecho de
la entrada de la tienda, las jaulas, en las que, pese al ruido, ajenos a lo que
ocurría, dormían algunos gatos dentro de ellas. El hombre abrió sus puertas,
para que salieran y escapasen, pero apenas se molestaron en abrir sus ojos. El
pequeño mundo en el que vivían enjaulados no les había dejado traspasar lo que
pasaba en la tienda. Impacientado, empujó la estantería en las que descansaban
las jaulas, haciéndolas caer al suelo; pero los animales, que despertaron
sobresaltados por el estrépito de la caída, en vez de salir y escapar,
aturdidos y sin comprender lo que había ocurrido, se acurrucaron en el
interior de sus jaulas. Entonces cogió una escoba cercana a él, y comenzó a dar
fuertes golpes encima de las jaulas para que saliesen de sus jaulas y escapasen
por la puerta abierta de la calle. No iba perder tiempo con ellos.
Finalmente,
los animales salieron de sus jaulas y echaron a correr por el interior del
local. Al verse acosado, uno de ellos se abalanzó sobre el hombre para
defenderse y arañarlo, con sus uñas, pero recibió una fuerte patada que lo
lanzó contra la pared y cayó agonizante en el suelo. Los otros gatos, al ver lo
ocurrido, escaparon por la salida abierta a la calle, y uno de ellos, un gato
de pelo largo y atigrado, al querer cruzar al otro lado de la calle, fue
atropellado en su huida por los coches que circulaban en ese momento. Delante
de la furgoneta, aparcada enfrente de la tienda, había un taxi, parado que
esperaba por alguien; cuando la gata se encontró en el exterior, al ver lo
ocurrido al otro gato, en vez de echarse a cruzar la calle, buscó refugio
corriéndose y escondiéndose, debajo del taxi.
Vio llegar
unos pies, la puerta se abrió y estos desaparecieron acompañados del portazo de
la puerta al cerrar.
La gata
escapaba, ya, por debajo de otros coches, hasta que se detuvo, cincuenta metros
calle abajo, a la altura de unos contenedores de basura. Arrimados a los
contenedores, habían quedado, sin recoger de la noche anterior, un montón de
cartones de embalaje. Al verlos salió debajo del coche en que estaba y se
escondió entre ellos, le parecía un lugar seguro; desde allí, ya más tranquila,
con la cabeza gacha, pegada al suelo, y las orejas tiesas, para
escuchar todo lo que pasaba alrededor; vio por primera vez este mundo desconocido,
al que había salido hoy. En la calle, los coches subían y bajaban, había nacido
en la tienda y no conocía más mundo que las cuatro paredes de su jaula, y solo
conocía el tráfico por un ruido sordo que empezaba a las seis de la mañana y
continuaba ronroneado hasta el comienzo de la noche, cuando empezaba a
decrecer; y veía por primera, vez los edificios enormes de la ciudad, sin
saber que peligros se podía encontrar.
Oyó el
ruido que hizo al levantarse la persiana que guardaba el acceso a un pub; oculta
entre los cartones, cambió de posición para no perderse detalle de lo que
ocurría en esa dirección.
La persiana
estaba entreabierta, lo suficiente para mostrar que el pub estaba cerrado a la
gente. Pero terminó de abrirse para salir un hombre llevaba, apiladas en una
carretilla, cajas de botellas vacías. Pasó cerca de ella.
Apenas se
veía el interior del pub, pero la obscuridad que ofrecía, le hizo pensar que
seguramente allí podría esconderse mejor. Esperó hasta que el hombre se
alejó lo suficiente y al tener la certeza de que no había ningún peligro echó a
correr para allí.
Tan pronto
entró se fue a esconder entre uno de los sillones del local y una mesa de
cristal, en la que reposaban aún algunos vasos vacíos del día anterior.
El interior del pub era un mundo oscuro, con las paredes impregnadas de un olor
rancio y dulzón, de bebida y tabaco, apenas iluminado por una bombilla que
había dejado encendida el hombre al salir. Desde donde estaba, apartada de la
barra, había una puerta entreabierta que mostraba la claridad del día, al ver
la claridad del día que asomaba por ella, se lanzó de nuevo a la carrera y
después de cruzar entre su resquicio, llegó a un pequeño patio, utilizado de
almacén, donde se guardaban las cajas de bebidas y los barriles de cervezas.
Oyó algunas voces distantes que llegaban hasta ella, pero al aguzar el oído
para escuchar con más claridad, oyó de nuevo el ruido de la carretilla y el
hombre, dentro del local que terminaba de cruzar para llegar a donde estaba. La
gata se escondió precipitadamente, entre las cajas que había en el patio, que
ofrecían muchas posibilidades para ocultarse.
El hombre
apareció con una torre de cajas llenas de bebida. Y sin descargar, dejó la
carretilla, arrimada a la pared, a un lado de la puerta, se dio media vuelta y
desapareció de nuevo cerrando la puerta del patio tras él.
La gata
levantó la cabeza para ver el nuevo lugar al que terminaba de llegar, y vio que perdido en la altura, por encima de ella, húmedo y lúgubre, había un trocito de cielo azul prisionero de cuatro paredes irregulares que se elevaban hasta el piso cuarenta y cuatro, con sus ventanucos
que asomaban al patio.
Había
conseguido escapar
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