El sisa pasaba por delante del supermercado cuando ya le
quedaba solamente una bolsa de lechugas para repartir . Se detuvo, quitó la lista de la compra de su madre, y despues de unos minutos de reflexión decidió hacer la
compra, antes de realizar su última entrega, así al terminar dispondría de más tiempo para parar en el malecón del rio, y sentado en uno de los bancos se echaría con tranquilidad uno de esos cigarrillos
suyos.
Una vez se entraba en el supermercado, y antes de pasar la linea de cajas, había unas taquillas
para que los clientes dejasen las bolsas y no se metieran con ellas al interior
de la tienda; debajo de las taquillas había unos ganchos con candados para
dejar igualmente los carritos con ruedas de llevar las bolsas de la compra. El sisa se acercó para dejar su bolsa de lechugas;
una vez que metió su bolsa dentro de la taquilla, buscó una moneda para cerrar
la puerta del armarito y retirar la llave. La moneda era de cincuenta céntimos y la había que poner, en el mecanismo de la
cerradura de la puerta para poder cerrarla
y llevarse la llave, pero entre
toda la calderilla que llevaba en su bolsillo no había ninguna moneda de cincuenta centimos, y con todas
las monedas sueltas le faltaban cinco céntimos para llegar a completar esa
cantidad. Así que el sisa dejó su bolsa y se puso a pedir los cinco céntimos,
extendiendo la mano a los clientes que iban entrando, para reunir la cantidad;
después podría pedirle a una cajera el cambio por la moneda que necesitaba para poder cerrar la taquilla.
- Por favor, ¿ podría
darme cinco céntimos que estoy reuniendo para pedirle a la cajera del
supermercado una moneda de cincuenta céntimos para el cajón de la taquilla ? .
La gente le miraba extrañada y se apartaban de él al
verlo, con la mano estirada, pidiendo
limosna con semejante estribillo.
No tardó en aparecer
la vigilante * guardia de seguridad, del supermercado, quien sin mas explicaciones
le sugirió que se fuera pedir limosna fuera.
El sisa continuó en la calle en la calle pidiendo a los transeúntes
- Por favor, podría darme cinco céntimos que estoy reuniendo
para pedirle a la cajera del supermercado una moneda de cincuenta céntimos para
el cajón de la taquilla.
La gente, acostumbrada a que se pidiese en la calle para comprar un bocadillo o una bolsa de
leche, se preguntaba si se había vuelto
loco el sisa o si se le había ocurrido alguna nueva idea para obtener monedas, de cincuenta céntimos de los transeuntes, en la calle.
Finalmente una señora canosa con un chaquetón raído, porque
conocía a la madre del sisa, le dejó
caer unas monedas en su mano . El sisa miró las monedas, apartó los cinco céntimos
que le faltaban, para devolverle a su benefactora lo que le sobraba; pero la persona ya había desaparecido; había
salido apurada pensando que el sisa le iba a reñir por la escasa cuantía de la
dadiva, que no llegaba a cincuenta céntimos.
Con la cantidad necesaria, entró en el supermercado y
sorteando a la “ vigilanta “ , que se veía con la amoscada, se dirigió amablemente a la primera de las
cajeras, quien le cambió la calderilla por la moneda de cincuenta céntimos. Regresó de nuevo al taquillero, y al tratar de
poner la moneda en el mecanismo posterior de la puerta, la moneda de cincuenta céntimos se le escapó de entre los
dedos y fue a caer dentro de un carrito de la compra que estaba encadenado
debajo de su taquilla, metiéndose por el
resquicio de la solaba superior que
cerraba el carrito de la compra.
Por unos instantes se quedó paralizado, hasta que en la
mente se le hizo la luz.
- Ya está, levantaría
el carrito en el aire dándole la vuelta y
la moneda volvería a salir por donde entró.
Cuando estaba en la
operación, meneando el carrito en el
aire boca a bajo para que expulsara la
moneda, apareció una señora mayor con un
bastón en la mano. Era la abuela de los
de la labrada que salía con la compra para recoger su carrito con ruedas del
supermercado. Al ver al sisa , manipulando su carrito como si fuera una hucha
para que cayera el dinero, empezó a gritar y vino inmediatamente la vigilanta
del supermercado ...
El sisa que ya se había dado
cuenta del alcance de su situación salió precipitadamente del supermercado y al
cruzar la calle lo golpeó un coche que lo hizo saltar por el aire unos metros cayendo encima del toldo de una
cafetería repleta de gente.
A la noche nuestros amigos del
clan de la batea, se habían reunido para discutir el asunto; el sisa estaba escayolado en el
hospital, con dos costillas rotas, y después de unas deliberaciones acordaron
que estaba todo preparado y que la tripulación del nautilus casero serian los hermanos de la batea y la
rusa.
El sisa había sido como la botella
de champán que se rompe para bautizar el barco nuevo que se hace a la mar, porque las personas como el sisa, que les ocurren todas las desgracias, les
protege una fuerza misteriosa por la que siempre, aunque con magulladuras o
lesiones, salen vivos de sus infortunios para poder sufrir la siguiente desdicha.