miércoles, 28 de enero de 2015
don Sebastian el cacique que no se quería morir.
La tía la rica, la viuda de don Sebastián, se negó a tapar el nicho mientras su marido no estuviese dentro y así la gente cuando iba al cementerio a limpiar las tumbas y a llevar flores a sus difuntos al ver la tumba vacía se preguntaban donde estaría el finado. Habían aparecido muchas conjeturas explicando por que ha alguien se le había podido ocurrir robar el cadáver de don Sebastián: Entre ellas que había una demanda de paternidad puesta en el juzgado y sus herederos habían hecho desaparecer el cadáver para que no se le pudieran hacer el análisis de ADN que suponemos que don Sebastián tenía como todos los humanos; aunque en mayor medida, por que don Sebastián en lo tocante a lo de todos siempre tocaba a mas.
Llegado un momento, pasados ya varios meses desde la desaparición del féretro de don Sebastián, el nicho vacío pasó a los ojos de la gente a integrarse en el cementerio como el pozo de donde se sacaba el agua con un viejo caldero de zinc para regar las plantas o cambiarle el agua a los floreros de las tumbas; la vieja casucha donde antaño se hacían las autopsias y que ahora se guardan los utensilios del enterrador; los dos cipreses de la entrada donde las noches de verano se esconde los cuervos y tienen dado buenos sustos a algún vecino; la iglesia de piedra por encima del campo santo ... y una tumba abierta de la que la gente se había olvidado de ella. Pero próximo el día de los difuntos la gente se volvió a preguntar de nuevo donde estaría don Sebastián.
Don Sebastián, el cacique que no se quería morir también tenía sus seguidores, no es que la gente hablase de él por que le tuviese algún aprecio, la gente le daba al pico por que donde iba a comprar don Sebastián no había sitio más barato para ir a comprar algo; y así se cotilleaba si don Sebastián había mandado a sus criados a ir a comprar a esta carnicería o aquella pescadería o si había ido a tal o cual tienda a comprar cualquier cosa. De todos los comercios de la zona había una tienda de ultramarinos, una de aquellas viejas tiendas de antes que vendían de todo, en la que don Sebastián a pesar de ser cliente fijo de toda la vida, jamás había regateado el precio hasta dar perdidas como hacía con los demás por que allí vendían, entre mil productos coloniales, un licor-café que no podía faltar en la casa del Cacique. Por que la tía la rica era forofa del licor café y don Sebastián cuando quería fiesta y montar por la noche a su mujer le ponía una o dos o tres copas a su esposa hasta que le subiesen los colores ... Era algo así como emborrachar el pavo para la cena de noche buena.
Eran las tres de la tarde y la tía la rica llamó a su sobrino para que la viniese a recoger para ir de compras.
- Y acuérdate de lavar el coche y pasarle la aspiradora que no quiero ir en una pocilga ...
- Aja¡- respondió la voz desde el teléfono.
El sobrino apareció a las cinco de la tarde por la casa. La tía la rica estaba ya cambiada, esperando sentada en su sillón. Cerca de ella estaba el periódico releído del día, que le traía una vieja criada que había estado en la casa toda la vida; y un bolso de charol negro, con la boca abierta, que parecía esperar ansiosamente a que lo sacaran a la calle.
La tía la rica metió su gafas dentro del bolso y cerró su boca de metal cromado, acallando su ansiedad. Se irguió del sillón, y apoyándose en el brazo de su sobrino, juntos, salieron a la calle.
mvf.
lunes, 19 de enero de 2015
La vida natural 7
Enseguida hicieron sitio al cura para
que se sentase alrededor de la mesa mientras la anfitriona desaparecía en
dirección a la cocina en busca de una taza y una cucharilla que ponerle, para
que pudiera servirse y tomar café como los demás.
Las dos mujeres estaban sentadas en
una esquina de la mesa, al lado de una pared pintada de cal blanca. En la pared
colgaba una foto antigua, en blanco y negro, de un hombre y una mujer. La mujer
era la madre centenaria y el hombre su marido que hacía casi medio siglo que
había muerto. El matrimonio había tenido siete hijos y salvo la hija
octogenaria, que vivía en la casa con la anciana madre, los demás hijos habían
fallecido ya, de la enfermedad, de la guerra, o habían marchado a la emigración
y no se había tenido nunca más noticias de ninguno de ellos hasta la llegada de
las dos mujeres. Uno de los hijos, Ramón, había marchado después de la guerra
civil embarcado y aunque se suponía muerto había llegado al Brasil donde había tenido varios hijos; de uno de ellos, las
hijas, eran las mujeres que habían venido a Galicia a conocer los orígenes de
sus ancestros.
Las dos mujeres eran entonces las
biznietas y tenían el mismo color de piel que el viejo matrimonio de la foto.
Mostraban una enorme sonrisa de dientes blancos rodeados por uno labios carnosos
y sensuales. Las carnes tersas de sus cuerpos venían apretadas por las telas tropicales de sus
vestidos que a duras penas podían contener sus pechos turgentes y exuberantes
que amenazaban con escapar de su prisión esparramándose libremente, y los
hombres, en vez de alarmarse de los peligros de la incontención de sus carnes,
esperaban con las manos preparadas para ayudar a detener esa marea anhelantes del triunfo inminente de los senos sobre los corsés para caer en la tentación
y el deseo.
Desde la llegada de las muchachas, después
de tanto silencio y soledad en la casa, se habían abierto las puertas para que se pudiera ver tan lindas jóvenes del otro mundo, y se
recordase algo la vida de antaño cuando los pasillos y el salón estaban llenos
de gritos de niños. Así habían asomado primos lejanos y tataralejanos
de visita que ni se les conocía en persona ni nunca habían frecuentado la casa.
Las mujeres reían viendo lo mucho que le gustaban a sus primos, y sentadas con ellos les regalaban sus poses de carnes duras y voluptuosas, dándose a mostrar claramente que estaban experimentadas en las cosas del amor. Los primos inocentes del desengaño más que devolverles las sonrisas parecían degustarlas riendo con ellas.
De nuevo apareció la anciana octogenaria, con el mandil puesto. Si quitar el mandil era como decir que tenía todo el tiempo para la visita por que no se volvería a la cotidianidad de la vida diaria mientras no se marchase; el mandil puesto empezaba con el comienzo del día, cuando se levantaba y se acababa de vestir, hasta el terminar el día que se lo quitaba para desvestirse y volver a dormir.
Las mujeres reían viendo lo mucho que le gustaban a sus primos, y sentadas con ellos les regalaban sus poses de carnes duras y voluptuosas, dándose a mostrar claramente que estaban experimentadas en las cosas del amor. Los primos inocentes del desengaño más que devolverles las sonrisas parecían degustarlas riendo con ellas.
De nuevo apareció la anciana octogenaria, con el mandil puesto. Si quitar el mandil era como decir que tenía todo el tiempo para la visita por que no se volvería a la cotidianidad de la vida diaria mientras no se marchase; el mandil puesto empezaba con el comienzo del día, cuando se levantaba y se acababa de vestir, hasta el terminar el día que se lo quitaba para desvestirse y volver a dormir.
La anciana traía en sus manos huesudas una
taza y la cucharilla, para el cura.
- Sirvase Uds. mismo a su gusto, señor cura -
le dijo mientras ponía delante de él la taza y la cucharilla que le había ido a buscar.
El cura se sirvió de una café de una cafetera de
porcelana y extendiendo la mano señaló que le aproximaran un recipiente con
leche. En el mismo momento alguien le acercó un plato en el que quedaban algunos trozos de
galletas.
Mientras unos y otros seguían
hablando, la anciana octogenaria iba poniendo azúcar y café; al terminar, se
volvió a los presentes diciendo:
- Me tenéis que disculpar que me ausente
durante un instante pero tengo que bajar a la tienda para comprar un caja de
galletas que se van a terminar.
¡Lalia - gritó la madre mientras salía la
hija - y si puede ser compra una caja de copitas para ponerme una a mi !.
- Los hombres en tocante de lo mismo sois todos iguales -
dijo una de las mujeres, mientras la otra se echaba a reír a carcajadas; y
comenzó de nuevo la tertulia.
La conversación arrancó ahora de unos
sobre sus madres, que eran sus primos, y los hijos de aquellas, que eran sus tías... El padre mientras tanto sopaba un trozo de bizcocho en su taza, que había tenido la suerte de
encontrar entre lo poco que quedaba en la mesa, recordándose que había regado sus cabecitas pequeñas y los había bautizado a casi todos en la pileta de la iglesia. Finalmente el biscocho dejó escapar una burbuja de aire ahogándose sumergido en el café con leche a pesar de todos los esfuerzos que había hecho por flotar.
Los primos les decían que si ellas querían
vendrían a buscarlas para salir por la noche y llevarlas a la verbena de la
fiesta, de este o aquel pueblo. Según que oía el lugar el cura se alargaba mostrando
su alzacuello blanco, que destacaba sobre el negro de su sotana, como queriendo
decir que el no era como los patanes de los presentes que el era como el pato
feo de los cuentos y debajo de sus hábitos se podía encontrar todo un cisne si
ellas quisieran; así les iba diciendo los milagros de aquel o este santo que se
veneraba en cada pueblo, y cual era el horario para asistir a misa por la
mañana antes de ir a comer el cabrito. Por que mientras unos las querían
invitar a salir por la noche, y llevarlas a la verbena para abrazar y desnudar
sus carnes en la fiesta terrenal, el cura las quería llevar al confesionario y
allí desnudar sus almas para llevarlas al paraíso.
Las mujeres miraban a los
hombres como sirenas de voz cantarina que aburridas de la mar se habían
escapado del agua salada para venir a buscar a los marineros a sus casas y
ahogarlos en sus bajos instintos y devorarlos. De repente sobresaliendo entre
las risas una de ellas dio un grito. Entonces todos los presentes se
callaron.
- Estás toda mojada - dijo la mujer que
había dado el chillido a la otra mientras su compañera miraba a los presentes
sorprendida.
Estaba rompiendo aguas y por los dolores
de abdomen que empezó a mostrar fácilmente se dedujo que la mujer estaba
embarazada e iba dar a luz. En un santiamén todos los presentes desaparecieron
sin despedirse y con ellos desapareció todo el hipnotismo de la carne.
- Iros a la habitación - dijo
la matriarca centenaria levantándose a duras penas de su silla, apoyada en un bastón de fresno - que no te vas a poner a parir aquí.
Y tu - le dijo a la compañera - pon
a hervir agua para el parto, que no hace falta ningún hombre que nos ayude, que
enseguida viene Lalia que entiende de estas cosas, y al terminar de parir celebraremos nosotras, tomándonos unas copitas de aguardiente, que comience de nuevo la vida en esta casa.
mvf.
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