lunes, 19 de enero de 2015

La vida natural 7





 Enseguida hicieron sitio al cura para que se sentase alrededor de la mesa mientras la anfitriona desaparecía en dirección a la cocina en busca de una taza y una cucharilla que ponerle, para que pudiera servirse y tomar café como los demás. 
Las dos mujeres estaban sentadas en  una esquina de la mesa, al lado de una pared pintada de cal blanca. En la pared colgaba una foto antigua, en blanco y negro, de un hombre y una mujer. La mujer era la madre centenaria y el hombre su marido que hacía casi medio siglo que había muerto. El matrimonio había tenido siete hijos y salvo la hija octogenaria, que vivía en la casa con la anciana madre, los demás hijos habían fallecido ya, de la enfermedad, de la guerra, o habían marchado a la emigración y no se había tenido nunca más noticias de ninguno de ellos hasta la llegada de las dos mujeres. Uno de los hijos, Ramón, había marchado después de la guerra civil embarcado y aunque se suponía muerto había llegado al Brasil donde había tenido varios hijos; de uno de ellos, las hijas, eran las mujeres que habían venido a Galicia a conocer los orígenes de sus ancestros.
 Las dos mujeres eran entonces las biznietas y tenían el mismo color de piel que el viejo matrimonio de la foto. Mostraban una enorme sonrisa de dientes blancos rodeados por uno labios carnosos y sensuales. Las carnes tersas de sus cuerpos venían apretadas por las telas tropicales de sus vestidos que a duras penas podían contener sus pechos turgentes y exuberantes que amenazaban con escapar de su prisión esparramándose libremente, y los hombres, en vez de alarmarse de los peligros de la incontención de sus carnes, esperaban con las manos preparadas para ayudar a detener esa marea anhelantes del triunfo inminente de los senos sobre los corsés para caer en la tentación y el deseo. 
Desde la llegada de las muchachas, después de tanto silencio y soledad en la casa, se habían abierto las puertas para que se pudiera ver tan lindas jóvenes del otro mundo, y se recordase algo la vida de antaño cuando los pasillos y el salón estaban llenos de gritos de niños. Así habían asomado primos lejanos y tataralejanos de visita que ni se les conocía en persona ni nunca habían frecuentado la casa.
 Las mujeres reían viendo lo mucho que le gustaban a sus primos, y sentadas con ellos les regalaban sus poses de carnes duras y voluptuosas, dándose a mostrar claramente que estaban experimentadas en las cosas del amor. Los primos inocentes del desengaño más que devolverles las sonrisas parecían degustarlas riendo con ellas. 
De nuevo apareció la anciana octogenaria, con el mandil puesto. Si quitar el mandil era como decir que tenía todo el tiempo para la visita por que no se volvería a la cotidianidad de la vida diaria mientras no se marchase; el mandil puesto empezaba con el comienzo del día, cuando se levantaba y se acababa de vestir, hasta el  terminar el día que se lo quitaba para desvestirse y volver a dormir.
La anciana traía en sus manos huesudas una taza y la cucharilla, para el cura.
- Sirvase Uds. mismo a su gusto, señor cura - le dijo mientras ponía delante de él la taza y la cucharilla que le había ido a buscar.
El cura se sirvió de una café de una cafetera de porcelana y extendiendo la mano señaló que le aproximaran un recipiente con leche. En el mismo momento alguien le acercó un plato en el que quedaban algunos trozos de galletas.
 Mientras unos y otros seguían hablando, la anciana octogenaria iba poniendo azúcar y café; al terminar, se volvió a los presentes diciendo: 
- Me tenéis que disculpar que me ausente durante un instante pero tengo que bajar a la tienda para comprar un caja de galletas que se van a terminar.
¡Lalia - gritó la madre mientras salía la hija - y si puede ser compra una caja de copitas para ponerme una a mi !.
 - Los hombres en tocante de lo mismo sois todos iguales - dijo una de las mujeres, mientras la otra se echaba a reír a carcajadas; y comenzó de nuevo la tertulia. 
La conversación arrancó ahora de unos sobre sus madres, que eran sus primos, y los hijos de aquellas, que eran  sus tías... El padre mientras tanto sopaba un trozo de bizcocho en su taza, que había tenido la suerte de encontrar entre lo poco que quedaba en la mesa, recordándose que había regado sus cabecitas pequeñas y los había bautizado a casi todos en la pileta de la iglesia. Finalmente el biscocho dejó escapar una burbuja de aire ahogándose sumergido en el café con leche a pesar de todos los esfuerzos que había hecho por flotar.
Los primos les decían que si ellas querían vendrían a buscarlas para salir por la noche y llevarlas a la verbena de la fiesta, de este o aquel pueblo. Según que oía el lugar el cura se alargaba mostrando su alzacuello blanco, que destacaba sobre el negro de su sotana, como queriendo decir que el no era como los patanes de los presentes que el era como el pato feo de los cuentos y debajo de sus hábitos se podía encontrar todo un cisne si ellas quisieran; así les iba diciendo los milagros de aquel o este santo que se veneraba en cada pueblo, y cual era el horario para asistir a misa por la mañana antes de ir a comer el cabrito. Por que mientras unos las querían invitar a salir por la noche, y llevarlas a la verbena para abrazar y desnudar sus carnes en la fiesta terrenal, el cura las quería llevar al confesionario y allí desnudar sus almas para llevarlas al paraíso.
 Las mujeres  miraban a los hombres como sirenas de voz cantarina que aburridas de la mar se habían escapado del agua salada para venir a buscar a los marineros a sus casas y ahogarlos en sus bajos instintos y devorarlos. De repente sobresaliendo entre las risas  una de ellas dio un grito. Entonces todos los presentes se callaron.
- Estás toda mojada - dijo la mujer que había dado el chillido a la otra mientras su compañera miraba a los presentes sorprendida.
Estaba rompiendo aguas y por los dolores de abdomen que empezó a mostrar fácilmente se dedujo que la mujer estaba embarazada e iba dar a luz. En un santiamén todos los presentes desaparecieron sin despedirse y con ellos desapareció todo el hipnotismo de la carne.
  - Iros a la habitación - dijo la matriarca centenaria levantándose a duras penas de su silla, apoyada en un bastón de fresno - que no te vas a poner a parir aquí. 
Y tu - le dijo a la compañera -  pon a hervir agua para el parto, que no hace falta ningún hombre que nos ayude, que enseguida viene Lalia que entiende de estas cosas, y al terminar de parir celebraremos nosotras, tomándonos unas copitas de aguardiente, que comience de nuevo la vida en esta casa.





mvf.



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