Enseguida hicieron sitio al cura para
que se sentase alrededor de la mesa mientras la anfitriona desaparecía en
dirección a la cocina en busca de una taza y una cucharilla que ponerle, para
que pudiera servirse y tomar café como los demás.
Las dos mujeres estaban sentadas en
una esquina de la mesa, al lado de una pared pintada de cal blanca. En la pared
colgaba una foto antigua, en blanco y negro, de un hombre y una mujer. La mujer
era la madre centenaria y el hombre su marido que hacía casi medio siglo que
había muerto. El matrimonio había tenido siete hijos y salvo la hija
octogenaria, que vivía en la casa con la anciana madre, los demás hijos habían
fallecido ya, de la enfermedad, de la guerra, o habían marchado a la emigración
y no se había tenido nunca más noticias de ninguno de ellos hasta la llegada de
las dos mujeres. Uno de los hijos, Ramón, había marchado después de la guerra
civil embarcado y aunque se suponía muerto había llegado al Brasil donde había tenido varios hijos; de uno de ellos, las
hijas, eran las mujeres que habían venido a Galicia a conocer los orígenes de
sus ancestros.
Las dos mujeres eran entonces las
biznietas y tenían el mismo color de piel que el viejo matrimonio de la foto.
Mostraban una enorme sonrisa de dientes blancos rodeados por uno labios carnosos
y sensuales. Las carnes tersas de sus cuerpos venían apretadas por las telas tropicales de sus
vestidos que a duras penas podían contener sus pechos turgentes y exuberantes
que amenazaban con escapar de su prisión esparramándose libremente, y los
hombres, en vez de alarmarse de los peligros de la incontención de sus carnes,
esperaban con las manos preparadas para ayudar a detener esa marea anhelantes del triunfo inminente de los senos sobre los corsés para caer en la tentación
y el deseo.
Desde la llegada de las muchachas, después
de tanto silencio y soledad en la casa, se habían abierto las puertas para que se pudiera ver tan lindas jóvenes del otro mundo, y se
recordase algo la vida de antaño cuando los pasillos y el salón estaban llenos
de gritos de niños. Así habían asomado primos lejanos y tataralejanos
de visita que ni se les conocía en persona ni nunca habían frecuentado la casa.
Las mujeres reían viendo lo mucho que le gustaban a sus primos, y sentadas con ellos les regalaban sus poses de carnes duras y voluptuosas, dándose a mostrar claramente que estaban experimentadas en las cosas del amor. Los primos inocentes del desengaño más que devolverles las sonrisas parecían degustarlas riendo con ellas.
De nuevo apareció la anciana octogenaria, con el mandil puesto. Si quitar el mandil era como decir que tenía todo el tiempo para la visita por que no se volvería a la cotidianidad de la vida diaria mientras no se marchase; el mandil puesto empezaba con el comienzo del día, cuando se levantaba y se acababa de vestir, hasta el terminar el día que se lo quitaba para desvestirse y volver a dormir.
Las mujeres reían viendo lo mucho que le gustaban a sus primos, y sentadas con ellos les regalaban sus poses de carnes duras y voluptuosas, dándose a mostrar claramente que estaban experimentadas en las cosas del amor. Los primos inocentes del desengaño más que devolverles las sonrisas parecían degustarlas riendo con ellas.
De nuevo apareció la anciana octogenaria, con el mandil puesto. Si quitar el mandil era como decir que tenía todo el tiempo para la visita por que no se volvería a la cotidianidad de la vida diaria mientras no se marchase; el mandil puesto empezaba con el comienzo del día, cuando se levantaba y se acababa de vestir, hasta el terminar el día que se lo quitaba para desvestirse y volver a dormir.
La anciana traía en sus manos huesudas una
taza y la cucharilla, para el cura.
- Sirvase Uds. mismo a su gusto, señor cura -
le dijo mientras ponía delante de él la taza y la cucharilla que le había ido a buscar.
El cura se sirvió de una café de una cafetera de
porcelana y extendiendo la mano señaló que le aproximaran un recipiente con
leche. En el mismo momento alguien le acercó un plato en el que quedaban algunos trozos de
galletas.
Mientras unos y otros seguían
hablando, la anciana octogenaria iba poniendo azúcar y café; al terminar, se
volvió a los presentes diciendo:
- Me tenéis que disculpar que me ausente
durante un instante pero tengo que bajar a la tienda para comprar un caja de
galletas que se van a terminar.
¡Lalia - gritó la madre mientras salía la
hija - y si puede ser compra una caja de copitas para ponerme una a mi !.
- Los hombres en tocante de lo mismo sois todos iguales -
dijo una de las mujeres, mientras la otra se echaba a reír a carcajadas; y
comenzó de nuevo la tertulia.
La conversación arrancó ahora de unos
sobre sus madres, que eran sus primos, y los hijos de aquellas, que eran sus tías... El padre mientras tanto sopaba un trozo de bizcocho en su taza, que había tenido la suerte de
encontrar entre lo poco que quedaba en la mesa, recordándose que había regado sus cabecitas pequeñas y los había bautizado a casi todos en la pileta de la iglesia. Finalmente el biscocho dejó escapar una burbuja de aire ahogándose sumergido en el café con leche a pesar de todos los esfuerzos que había hecho por flotar.
Los primos les decían que si ellas querían
vendrían a buscarlas para salir por la noche y llevarlas a la verbena de la
fiesta, de este o aquel pueblo. Según que oía el lugar el cura se alargaba mostrando
su alzacuello blanco, que destacaba sobre el negro de su sotana, como queriendo
decir que el no era como los patanes de los presentes que el era como el pato
feo de los cuentos y debajo de sus hábitos se podía encontrar todo un cisne si
ellas quisieran; así les iba diciendo los milagros de aquel o este santo que se
veneraba en cada pueblo, y cual era el horario para asistir a misa por la
mañana antes de ir a comer el cabrito. Por que mientras unos las querían
invitar a salir por la noche, y llevarlas a la verbena para abrazar y desnudar
sus carnes en la fiesta terrenal, el cura las quería llevar al confesionario y
allí desnudar sus almas para llevarlas al paraíso.
Las mujeres miraban a los
hombres como sirenas de voz cantarina que aburridas de la mar se habían
escapado del agua salada para venir a buscar a los marineros a sus casas y
ahogarlos en sus bajos instintos y devorarlos. De repente sobresaliendo entre
las risas una de ellas dio un grito. Entonces todos los presentes se
callaron.
- Estás toda mojada - dijo la mujer que
había dado el chillido a la otra mientras su compañera miraba a los presentes
sorprendida.
Estaba rompiendo aguas y por los dolores
de abdomen que empezó a mostrar fácilmente se dedujo que la mujer estaba
embarazada e iba dar a luz. En un santiamén todos los presentes desaparecieron
sin despedirse y con ellos desapareció todo el hipnotismo de la carne.
- Iros a la habitación - dijo
la matriarca centenaria levantándose a duras penas de su silla, apoyada en un bastón de fresno - que no te vas a poner a parir aquí.
Y tu - le dijo a la compañera - pon
a hervir agua para el parto, que no hace falta ningún hombre que nos ayude, que
enseguida viene Lalia que entiende de estas cosas, y al terminar de parir celebraremos nosotras, tomándonos unas copitas de aguardiente, que comience de nuevo la vida en esta casa.
mvf.
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