jueves, 27 de febrero de 2014
la herencia de abelarda
Cuando Abelarda regresó en barco de las américas lo hizo con un niño que ya había cumplido los dos años y una maleta de cuero marrón, como la que traía la gente, que se decía de ella, que habían hecho buena vida en el otro lado del charco.
La esperaba un coche negro en la salida de pasajeros del muelle, que les llevó hasta un hotel donde tendrían que esperar cuatro días, hasta el jueves de esa semana, para ir al notario y asistir a la lectura de las últimas voluntades de su antigua ama; porque era domingo cuando el barco en el que regresó con su hijo había atracado en el puerto de la coruña.
En uno de esos días; después de dejar a su hijo a cargo de la dueña del hotel, una mujer de Castro Caldelas que tenía cuatro hijos y que accedió a ello tras contarle que quería aprovechar mientras tenía que esperar en la Coruña para poder ver a los suyos. Desde la Coruña vino al pueblo en autobús a primera hora de la mañana y de ahí se trasladó a Labregos, la población donde estaban las viviendas de los caseros y las tierras de don Sebastián, para ir ver a su familia; y llegando allí se enteró de la desaparición de su padre y de los gritos de dolor que dió su madre, tras llegar a la casa y enterarse del paseillo de su marido, pues la madre de Abelarda había sido llamada con engaño a hacer tareas a la casa grande de los señores de los caseros, el día que fueron ir a buscar al ovejero.
La madre había sido echada de la casa cuando regresó de servir a sus señores; y habían tirado sus pertenencias y el escaso mobiliario que poseían, y prendido fuego delante de las viviendas de los caseros; y después de andar un tiempo tirada por las calles sin recibir ayuda de nadie fue recogida por las monjitas, en una casa para pobres donde murió de pena a los pocos meses de lo que había ocurrido.
Solo una persona, que aquí no podemos citar, se atrevió a decirle todo lo que había pasado, y después de pedirle que marchase, pues no era bien vista por culpa de la mujer de don Sebastián, le entregó el pañuelo raído, que su padre había dejado esa noche encima de la mesa, y que escondía envuelta dentro una piedra plana en forma de disco en la que estaba dibujado con todo tipo de detalles un reloj de bolsillo.
Abelarda estuvo llorando sin mediar palabra mientras le contaban todo; al terminar, después de despedirse y darle las gracias a la persona anónima de la que hablamos, regresó al pueblo sin perder más tiempo para no perjudicar a los caseros, que habían sido sus antiguos vecinos; y antes de mediar la tarde marchó de regresó a la Coruña.
Llegado el dia, la mañana del jueves Abelarda fue al notario con su hijo de dos años donde se encontró con don Agustín que había ido para asistir a la lectura de las últimas voluntades de su mujer. Abelarda encontró a ese hombre de sienes blancas, que había sido su antiguo amo, y que tanto respeto ponía el verle en la casa, muy desmejorado.
La lectura de las voluntades fue un momento muy emotivo pues don Agustín sabía del deseo de su esposa y había dado consentimiento en ello, pero desconocía una carta que le había dejado su mujer en la que le pedía perdón a su marido por no poder estar con él los últimos momentos de su vida; diciéndole que después de perder a sus tres hijos jamás podría llegar a soportar el verle morir a él.
A Abelarda su antigua ama le había dejado una vieja casa. Era una casa de señores con varias puertas a distintas viviendas dentro de ella, que estaban sin usar, y una puerta principal con un gran arco de piedra, situada en la plaza mayor del pueblo. Tenía una planta baja con paredes de piedras de granito; y la planta alta, con paredes de sillería y encalada de blanco, estaba cubierta con un tejado de dos aguas de teja curva gallega; y mostraba un gran balcón, que dominaba la plaza mayor, desde el que se veía por encima a toda la gente del pueblo y la comarca, que tenía que pasar obligada delante de la vivienda para ir a la iglesia o al ayuntamiento. Y con ello se le asignaba también unas rentas que le permitirían vivir.
mvf.
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