Por la parte trasera del edificio, a través de unas escaleras a las que se accedía desde la cocina, se bajaba a un patio de tierra en el que crecía un nogal centenario que llegaba a los treinta metros de altura. El nogal en su tiempo fuera plantado por algún olvidado tatarabuelo de la familia, y quiso la suerte de la casa que sobreviviese a las penurias de la guerra civil sin ser talado para vender su madera por necesidades económicas.
Al mismo patio daba la vivienda antigua de los antepasados.
La casa vieja estaba construida con piedra y barro, y cubierta con un tejado de pizarra. Tenía dos plantas; la planta baja estaba dividida en dos partes diferenciadas, separadas por un muro de piedra de casi dos metros de grosor: el establo y la lareira* estancia donde se encendía el fuego, y era el lugar común de las personas de la casa. A la planta de arriba se subía por unas escaleras de roble y las habitaciones coincidían encima de donde dormía el ganado, aprovechando así para pasar el frio de los duros meses de invierno, el calor del ganado, sobre sus camas de tojo * retamo espinoso del establo. Con el tiempo se dejó de arar el campo y al no ser necesarios los bueyes se hicieron unas divisiones con tablas de maderas por entre las que se podía ver el interior de sus espacios. Así que se entraba hoy en día en el establo había un banco de madera, con sus herramientas, y una rueda de piedra para afilar las hoces del campo y los objetos de cortar, de la casa; y al lado izquierdo se habían hecho un recinto, cerrado con una puerta rudimentaria, la cuadra donde se cebaban los cerdos de la casa, y otro en el que había jaulas vacías que en algún momento se usaron para criar conejos.
Pegada a la casa de
los abuelos había otra construcción más pequeña, de piedra, donde
estaba el horno en el que se cocía antes el pan de maíz o se hacían los asados
de las fiestas; y un cobertizo en el que se guardaban los aperos de
trabajar la tierra y se metía para proteger de la intemperie al viejo tractor, que en su tiempo fuera el fin
de los bueyes. Partía desde allí el camino que llevaba a la huerta
y conducía hasta el pozo de piedra, donde se obtenía el agua para
regar la finca. Había a su lado una higuera que daba sombra en lo
mas tórrido del verano. El camino de la huerta terminaba al llegar a
un portón, por el que se accedía al campo de labradio. A lo largo
del camino, clavados en el suelo, había postes de piedras, de granito, unidos entre ellos con
alambres que iban de uno al otro sosteniendo las desnudas varas de
otoño de las cepas de vino que tenían a sus pies.
Al
llegar al patio, Elisardito se dirigió al columpio que su padre le
había hecho, colgado en una de las fuertes ramas del árbol de
nogal. Estiró sus piernas, echó su cuerpo para atrás, y agarrado a
las cuerdas que sujetaban el columpio, tomó impulso y se lanzó para
delante para empezar a desplazarse como un péndulo, adelante y
atrás; fue cogiendo cada vez mas impulso hasta que llegado un
momento, parecía alcanzar el cielo con la punta de sus pies, y así
estuvo un rato, balanceándose de un lado al otro. De repente,
rozando sus tacones en la tierra, frenó en dos pasadas y saltó del
columpio corriendo por el patio, como si fuera un cohete de feria,
dio un par de vueltas alrededor del nogal y finalmente continuó su
trayectoria en dirección al cobertizo, donde acabo deteniéndose
frente a el. Cogió un palo tutor de las tomateras de un montón que
estaban apilados en entrada del cobertizo. Una vez armado, extendió
su brazo para dar dos estocadas en el aire, y así que estaba
convencido de su dureza, comenzó un violento combate invisible. Ya
había despachado, entre matados y heridos, veinte o treinta enemigos
imaginarios cuando dio síntomas del hastió que provocaba luchar
contra tan débiles adversarios. Y paró para sentarse un rato encima
de una piedra en la que se había horadado un abrevadero para las
gallinas. Sentado, con la punta del palo, con que se había armado se
puso a escarbar en el suelo
hasta que asomaron un par de
lombrices - las lombrices se estiraban y se contraían tratando de
escapar volviéndose a hundir en la tierra..
Miró aburrido como se volvían a enterrar.
Se
escaparon sin que Elisardito se inmutase, y en esta ocasión
salvaron su vida de una muerte segura bajo el sol, como ocurría en otras ocasiones.
Se levantó y pisó la tierra donde se habían enterrado
las lombrices.
Tiró una estocada en
el aire y otra más. Paró. Dio dos vueltas alrededor de si mismo y volvió a lanzar otro ataque con su espada tutora y fue cuando entonces se fijo en el espantapájaros
de la huerta, en el que no teníamos reparado.
El
espantapájaros se llamaba Manolo
Manolo era especialista
en dar sustos a los pájaros. Esperaba horas y horas sin moverse y
cuando más confiadas estaban las aves, que venían asiduamente a
comer a la huerta, aprovechaba cualquier repentina ráfaga de aire, para moverse produciendo un quejumbroso ruido que sobrecogía a los
pájaros y les hacía huir despavoridos. Con el tiempo Manolo había
hecho un amigo, un viejo cuervo solitario que había perdido su
compañera, envenenada por un cebo. El cuervo, saltando de un hombro de paja al otro, había descubierto como sacar de su
amigo el susodicho ruido, y juntos, a los gorriones, palomas
torcaces, lavanderas, verdecillos, estorninos, mirlos ... que osaron
aterrizar en la huerta y aproximarse a las lechugas, las tomateras o a los
fréjoles plantados de temporada, les habían dado los sustos más grandes de la comarca.
De esta manera los dos sacaban partido de su amistad: el cuervo,
libre de sus congéneres, disponía en exclusiva, para su si, los caracoles,
babosas e insectos dañinos de la huerta y el espantapájaros, con su
amigo apoyado en el hombro, tenía aún un aspecto más
siniestro.
Las
piernas del espantapájaros eran un viejo pantalón de pana marrón,
llenó de remiendos y descolorido por el tiempo. Su cuerpo estaba
hecho con una camisa a cuadros rojos y azules, rellena de paja por
dentro, cubierta con una chaqueta raída por el tiempo. Sus manos
eran un par de guantes rosa de goma, de los que se usan para fregar;
y su cabeza un saco de esparto, también relleno de paja, cubriéndole
su áspera calva una boina negra descolorida. Vestido de esta manera.
Manolo el espantapájaros había recibido palos y patadas
desempeñado distintos papeles de villanos en la huerta: el de un
hombre con una escalera, que había reñido a Elisardito por jugar
con su caja de herramientas; el papel de hermano mayor de su mejor
amigo, que había aparecido a socorrer a su hermano, cuando tenían
una riña entre los dos; el del nuevo panadero, un joven pecoso y
desconsiderado, que había roto con la tradición de regalarle una
galleta cuando salía a por el pan con la abuela... pero el papel más desempeñado por el espantapájaros era el de bárbaro germánico
que quería salir de la huerta para invadir el patio del cobertizo y
romper todas las cosas por las que finalmente la abuela le acababa
riñendo.
Elisardito se puso en guardia a la entrada de la
huerta. Esperaba de un momento a otro la aparición de su enemigo y
él estaba dispuesto a impedirle sus intenciones, midiéndole las
costillas con su espada tutora de las tomateras
La batalla
comenzó de improviso. Elisardito se defendió del ataque y según se
le echaban encima comenzó a rechazar el asalto de las tropas del
enemigo.
-
Ahora vas a ver
toma, y toma y toma
...
regresa a tu campo
o morirás
Tu eliges
no
tienes nada que hacer.
y poco a poco,
repeliendo con su contraataque la avalancha invisible, fue avanzando en el
interior de la huerta hasta que se encontró
frente a frente con el comandante de las fuerzas invasoras.
El
espantapájaros aguantó la lluvia de golpes que recibía, sin
echarse para atrás; la lucha estaba bastante equilibrada y llegado
un momento pareció que Elisardito iba a aflojar y sería derrotado
por cansancio, pero al contrario de todas las otras
ocasiones en que había resistido, esta vez el espantapájaros cedió y se rompió, cayendo
al suelo rendido a los pies de su atacante.
Nuestro héroe escupió sobre su derrotado enemigo. El patio de tierra
y el cobertizo estaban a salvo, y con saltos de alegría regresó triunfante a su trono, bajo la
sombra del nogal. Allí, sentado en su atalaya, el abrevadero de piedra de las gallinas, quedó en silencio recuperándose del cansancio de su triunfo imaginario.
Terminado el
combate, desde el tejado del cobertizo donde
había estado contemplando la reyerta, el cuervo regresó hasta el lugar donde yacía su
desventurado amigo y saltando sobre el cuerpo de paja
tirado en el suelo, protestó con unos graznidos por lo
ocurrido, .
mvf.
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