lunes, 1 de septiembre de 2025

Venancio de A Cañiza - un nuevo microrelato

 Venancio era vecino de A Cañiza donde era conocido por su afición al tabaco americano, que traía del otro lado de la frontera. Lo compraba en Portugal, donde cada mes, sin falta, cruzaba el Miño con su vieja barca bajo el manto de la noche. En Valença do Minho tenía un compinche: un comerciante portugués que le suministraba a escondidas el tabaco de contrabando, que vendía discretamente a los vecinos y pequeños comercios del pueblo, manteniendo contentos a sus clientes, que guardaban el secreto como si fuera propio, pues apreciaban la calidad del producto y su precio más bajo que el del estanco. Después de recoger el tabaco en Portugal, regresaba antes del amanecer, para cruzar la frontera, esquivando a los guardias con la destreza de quien llevaba años burlando la vigilancia fronteriza y las miradas curiosas. 

Ese día, de regreso de Valençaen Portugal, había parado en Monção en un restaurante famoso por su bacalao a la brasa. Después de comer, pasó la tarde en el hostal de una conocida. Por la noche, cuando se disponía a cruzar el Miño en barca, con su tabaco, de regreso a España, una densa niebla cubrió convirtió el paisaje en un borrón húmedo y frío. La niebla era tan espesa que Venancio, aunque conocía el camino de regreso como la palma de su mano, se desorientó y no supo en qué parte del río estaba.

Remó con brusquedad, buscando el lugar en la orilla, donde atracaba su barca para descargar sus cajas de tabaco, pero solo encontraba sombras y el rumor del agua golpeando piedras invisibles. Las rocas, que siempre eran su referencia, parecían haberse movido en la penumbra. Se había desorientado y no sabía dónde estaba.

—Aquí debería ser—masculló, pasándose una mano por la frente sudorosa.

Remando a ciegas por el río, desorientado, la niebla le devolvía su propia respiración entrecortada. Por primera vez en años, la frontera se le antojó un laberinto sin salida.

 Finalmente encontró un lugar para salir del paso. Tras vadear el río con el preciado cargamento, solo le quedaba superar el desnivel de piedras resbaladizas que se alzaban en la orilla del lado de España. 

Sin embargo, justo cuando ascendía con cuidado, el peso de la última caja, sumado a la humedad de la noche, jugaron en su contra. De pronto, sus pies resbalaron y Venancio cayó entre dos grandes rocas que, como fauces de piedra, se cerraron a su alrededor, aprisionándole una pierna con una fuerza implacable.

Venancio forcejeó hasta desgarrarse las muñecas, pero las gruesas piedras no cedieron. Por más que se debatió, no pudo liberarse. El frío del encierro se le clavó en los huesos y el miedo no le permitió pegar los ojos. Cada sombra era una amenaza, cada crujido del viejo almacén, un presagio de desgracia.

Al amanecer, con los primeros haces de luz filtrándose por las rendijas, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Hay alguien ahí! ¡Sáquenme de aquí!
Pero solo el silencio le respondía.

Llegada la noche, el hambre se hizo una presencia tangible que le roía las entrañas. La oscuridad lo envolvió por completo, amplificando cada susurro y cada rumor. De pronto, en el silencio, creyó oír unos pasos apagados que se acercaban. El claro rumor de botas firmes y el eco de voces autoritarias le hicieron contener la respiración: era la Guardia Civil patrullando. Un haz de luz de una linterna barrió fugazmente la orilla del rio. La esperanza lo iluminó por un instante, pero fue inmediatamente aplastada por el pánico al recordar el cargamento ilegal que tenía escondido. El miedo a la cárcel fue más fuerte que el deseo de libertad. Apretó los dientes con fuerza, contuvo el aliento y se quedó en un silencio absoluto, rezando para que no lo descubrieran, prefiriendo la condena de aquel encierro a la de una celda.

Al día siguiente, la luz del amanecer le despertó en su encierro. Su corazón latía con fuerza desesperada, era un martilleo sordo en el pecho que le recordaba su fracaso. La culpa se abalanzó sobre él entonces, nítida y cortante: empezó a culparse por cada error, cada decisión torpe que le había llevado a terminar enterrado en vida entre cuatro paredes polvorientas. Ya no forcejeaba, apenas se movía; su cuerpo, exhausto, parecía haberse rendido. Sabía, con una certeza que le helaba el alma, que en aquel lugar abandonado no pasaba nadie.

Con la garganta abrasada por la sed y la voz ronca y quebrada por la deshidratación, reunió sus últimas fuerzas en un intento desesperado. Infló el pecho y gritó con toda la rabia y el miedo que le quedaban:
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

El grito se estrelló contra el silencio, absorbido por la inmensidad vacía del almacén. De nuevo, no obtuvo respuesta alguna. Y entonces, con una claridad brutal, le invadió el arrepentimiento: se maldijo por no haber pedido ayuda la noche anterior, por haber preferido el miedo a los agentes fronterizos. Habría dado cualquier cosa por oír de nuevo el ruido de aquellas botas, por ver ese haz de luz que, aunque fuera para arrestarle, significaba salir del lugar donde estaba aprisionado. Pero ya era tarde.

Al amanecer del tercer día, Venancio ya no sentía su cuerpo. El frío, el hambre y la desesperación habían quebrado por completo su espíritu. Yacía inmóvil, aprisionado entre las piedras, ya sin fuerzas, convencido de que su destino era morir allí, abandonado en aquel rincón apartado del rio.

Con la mente nublada por el cansancio y el desfallecimiento, ya no le quedaba esperanza de ser rescatado y salir de allí. Fue entonces cuando, en un destello de memoria desesperada, se acordó de la Romería de los Ataúdes de Santa Marta, la Virgen de las Nieves.

Se le vino a la cabeza la imagen de la procesión, en que algunas personas se metían dentro de ataúdes para ir en peregrinación hasta el santuario de la virgen. Lo hacen como ofrenda y o reconocimiento a la virgen por haber sido salvadas de una muerte segura o por haber recibido un favor milagroso en un momento de extrema necesidad.

 ¡Claro! Aquí tienes el texto corregido para una mayor fluidez y corrección ortográfica, manteniendo la intensidad dramática de la súplica:

En su delirio, con la mente nublada, con un hilo de voz, una súplica lastimera salió de los labios agrietados de Venancio:
—¡Dios mío… ¡Santa Marta…! Si salgo de aquí con vida, yo que no tengo fe ninguna, juro que me meteré en un ataúd e iré en procesión en tu romería, para que todos vean que hiciste un milagro cuando todo lo daba por perdido. Y además… te compraré una megafonía para el campanario de tu iglesia, para que la misa se oiga hasta en La Cañiza.


No había terminado de pronunciar la promesa cuando, en la distancia, escuchó una voz familiar.

 Era Ramón, un pescador, que andaba buscando anguilas río arriba.

Ramón, recorría el río en su barca buscando anguilas. De pronto, su mirada se posó en una embarcación familiar, atada a un poste en la orilla. La reconoció al instante: era la barca de Venancio, con quien había salido en incontables ocasiones al amanecer  juntos de pesca.

Pensando que su amigo debería estar cerca, Ramón alzó la voz y gritó su nombre con fuerza: "¡Venancio!". La respuesta no fue un saludo, sino un grito ahogado que llegó entre el susurro de las aguas del rio. Al cabo de un tenso rato, oyó de nuevo la voz, pero esta vez era un quejido claro de auxilio que demandaba ayuda.

Alarmado, Ramón ató rápidamente su barca y corrió hacia la dirección del sonido. Siguiendo la voz, no tardó en encontrar a Venancio, atrapado e incapaz de moverse, con el rostro contraído por el dolor y la impotencia.

 —¡Venancio! ¡Hombre, ¿dónde te metiste?!

Al  comprobar tras varios intentos que no podía moverlo solo, salió disparado a buscar ayuda. Poco después, regresó con otros hombres del pueblo y entre todos, lograron liberar a Venancio de su prisión de piedra.
 Al domingo siguiente Venancio no olvidó su promesa y todos quedaron boquiabierto cuando lo vieron llegar a la iglesia… 

Al salir de la misa esperó al cura para hablar con el. El padre Anselmo escuchó lo que le decía, fumando junto a la Casa de la Santa. y con los labios tensos por el humo, después de oir lo que le decía, escupió la colilla al suelo y le advirtió.  

—Este año no permitiré que entren en la iglesia con los ataúdes ni con los ofrecidos. Esto es una casa de Dios, no un museo de milagros macabros. Este año se acabo la procesión, y nadie puede ir en ataúd. a ver a la virgen. porque eso es una costumbre pagana de mal gusto 

—¡Es mi promesa a la Virgen! —le respondió Venancio, mientras el cura lo miraba con una mezcla de horror y resignación. y ni Uds ni nadie me va a impedir cumplirla.

—La puerta de la iglesia estará cerrada —masculló el cura, alejándose—. Y quien intente pasar, será bajo su propia condena.

El viento arrastró las cenizas del cigarrillo pisoteado, como si incluso el aire se llevara las sobras de aquella fe rota.

Al mediodía, Venancio se acercó al bar del pueblo. El lugar estaba animado con el murmullo habitual de la hora del aperitivo. Al entrar, su mirada recorrió la sala hasta encontrar el rincón donde se reunían sus amigos. Con una sonrisa amplia, se acercó a su mesa.

—¡Hola! —los saludó con efusividad, mientras se acomodaba en una silla.

Antes de que la conversación comenzará, levantó la mano para llamar a la Sagrado, la dueña del bar.
—Por favor, tráiganos una ronda de vino para todos.

Mientras aguardaban por las bebidas, intercambiaron breves palabras de cortesía, un preámbulo trivial que mantuvo la conversación en la superficie. Fue solo cuando los vasos quedaron llenos y Venancio tomó un primer sorbo corto y deliberado, que se inclinó hacia adelante con un movimiento grave. Con él, dio a entender a sus amigos que el preludio había concluido, dando inicio a la verdadera conversación.

Y visiblemente irritado, dando un golpe en la mesa dijo: 

Vengo de hablar con el cura. Le dije que quería cumplir mi promesa de ir en un ataúd a ver a la virgen y no hay quien lo mueva. Le he dado todas las vueltas, pero ni por esas.

Uno de los amigos, un hombre alto con barba, le responde: 

Hombre, tampoco es pa tanto. Al final, si no quiere, no quiere. ¿O vas a obligarlo?

No es cuestión de obligar, joder. Es que hice una promesa y la quiero cumplir. 

Otro de sus compañeros sentado en la mesa (con una risa seca) : ¿Qué, le quemamos la iglesia?

No hace falta llegar a eso añadió Ramón que también estaba sentado en la mesa.

Pero algo habrá que hacer para que el cura no se ponga terco. Yo no voy a quedarme con los brazos cruzados. (Da otro golpe en la mesa.) Pues la llevo igual. Que bendiga él o no, yo cumplo con mi promesa de ir en ataúd. 

Oye, tranquilo, no empieces. Mira, igual si hablamos con el alcalde...- dice el amigo de la barba, ajustándose las gafas.

¡¡El alcalde no va a meterse!! - respondió Venancio, exasperado  Esto es cosa del cura y mía. Y si él no quiere entender, pues allá él. Pero yo no me echo atrás.

Hombre, pero no vayas a montar un jaleo. Al final la gente va a hablar.

Venancio (encogiéndose de hombros): Que hablen. A mí no me va a parar nadie.

 Pues no sé, Venancio. Si el cura se planta, mal asunto. A menos que... (hace una pausa dramática y baja la voz) ...le hagas un favor que no pueda rechazar.

(Silencio incómodo. Los amigos beben sus copas, intercambiando miradas. La tensión se siente en el aire.)

(Al rato, la Sagrado, la dueña del bar, se acerca con otra ronda y, mientras sirve, le susurra a Venancio al oído.)

No te preocupes, Venancio. Esta noche hablaré yo con el cura.

(Venancio asiente lentamente, mientras sus amigos observan en silencio, sin saber qué pasará después.)

 Al día siguiente, a primera hora de la mañana la Sagrado estaba barriendo de colillas la terraza del bar cuando vio pasar a Venancio y le hizo señas para que se acercara

ya está todo arreglado le dijo. A noche hable con el cura de tu promesa 

¡¿Y que te respondió?!preguntó sorprendido Venancio.

Dijo que él no se iba a meter en el negocio que tú tenías con la virgen de poner una megafonía para que se oyera la misa en el campo de la iglesia. Pero que él no quería saber nada, ni oír hablar del asunto. Y de paso, puedes dejar unos cartones de tabaco en la parte de atrás de la iglesia, donde ya sabes.

 Y, efectivamente, al mes siguiente, una potente megafonía se instaló en el campanario, tan fuerte que las misas del domingo, no se oían en la Cañiza, pero se escuchaban en el pueblo vecino.

Desde entonces, cada vez que alguien preguntaba por qué el sonido era tan alto, los vecinos solo sonreían y decían:

—Es por la promesa de Venancio. El día que vino a misa… ¡fue en ataúd!

Y así, entre rezos y bromas, la historia de Venancio y su milagrosa salvación quedó grabada para siempre en la memoria del pueblo.

 

mvf. 

 

Está historia se hace pensando en que quizas otra vez Angel Arnaiz, a quien agradezco su cariño, me parará en la calle y me dirá que le gusta también. 

 

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