El encuentro fue casual, como
suele pasar en los pueblos. La hija de la bruja salía de la panadería
cuando vio a su primo Garbancito cruzar la plaza.
—¡Primo! —lo llamó, acercándose—. Hace días que no te veo.
—Y
tú, prima —respondió él, deteniéndose con el aire de quien guarda un
secreto—. Justo quería hablarte. ¿Te has enterado de lo de Berrocán?
—¿El de la granja allá abajo? No, ¿qué le pasa?
Garbancito bajó la voz, aunque la calle estaba casi vacía.
—Lo encontraron anoche en el fondo del barranco de Los Lamentos. Iba en el coche. Un accidente terrible.
—¡Dios santo! —exclamó ella, llevándose una mano a la boca—. Pero si era joven y muy cuidadoso...
—Eso
pensábamos todos —asintió el primo, con el ceño fruncido—. Pero ahí no
acaba lo raro. Verás, hace apenas unos días, lo vi salir de tu casa. De
casa de tu madre.
—¿De veras? —preguntó la muchacha, sorprendida—. No suele venir por allí.
—Pues
fue. Y le pregunté, por curiosidad, qué le traía por la casa de la
bruja. Tú sabes que él siempre se burlaba un poco de eso.
—Sí, lo recuerdo.
—Bueno
—continuó Garbancito—, me dijo, medio en serio medio en broma: 'Vine a
que me lea la mano. A ver si de una vez me dice algo bueno de mi
futuro'. Y se rió.
La hija de la bruja sintió un escalofrío. Conocía el tono que usaba su madre para las cosas importantes.
—Y… ¿qué le dijo mi madre? ¿Lo sabes?
—Él
mismo me lo contó después, todavía con esa sonrisa burlona —dijo
Garbancito, y haciendo un esfuerzo por imitar la voz grave y solemne de
la bruja, añadió—: 'Berrocán, tienes una de las líneas de vida más
largas y claras que he visto. Te auguro una existencia muy prolongada,
morirás viejo y en tu cama'.
Un silencio denso se instaló entre los dos primos. El aire de la mañana pareció enfriarse.
—Una vida larga… —murmuró ella al fin, mirando hacia el camino que salía del pueblo.
—Sí.
Y a la semana, el barranco —concluyó Garbancito, sacudiendo la cabeza—.
No tiene sentido. O tu madre se equivocó por primera vez, o…
—O el destino se rio de su predicción —cortó ella, terminando la frase que su primo no se atrevía a decir.
Se
despidieron con un gesto, cada uno sumido en sus pensamientos. Pero fue
en ese instante, mirando la espalda de Garbancito alejarse, cuando la
hija de la bruja empezó a pensar que tal vez algo había interrumpido
violentamente el futuro que su madre había visto. Decidió que tenía que
ir a la policía para pedir que investigasen el accidente en profundidad.
Al día siguiente, después de dejar a su hijo en el colegio, fue a visitar a su madre.
La
casa de la bruja olía a hierbas secas y tierra, como siempre. El
desorden, un caos familiar que era como una capa más en el aire, hoy le
pareció a la hija especialmente denso, casi una extensión de la
confusión que buscaba aclarar. Mientras movía tazas para hacer sitio en
la mesa de la cocina, Cenizo, el gato negro, apareció frotándose contra
sus piernas.
—Madre, no le habrás pedido a Cenizo que me lea el pensamiento —dijo, con media sonrisa.
—No,
hija. Solo te está saludando. O quizá te pide que le llenes el cuenco
—respondió la bruja, volviéndose de la alacena con el azucarero en la
mano.
La conversación derivó hacia el nieto. La bruja
preguntó por él con anhelo, pero su hija esquivó la pregunta con una
oferta práctica.
—Te voy a mandar a alguien que te ayude con la limpieza.
—¡No
quiero a nadie husmeando y moviendo mis cosas! —replicó la anciana, y
su voz, más áspera de lo usual, espantó a Cenizo de la cocina—. Si
mandas a alguien, lo echo a patadas.
Mientras la bruja
se acercaba a la mesa con el puchero de café, su hija la observó. Notó
una vacilación en sus pasos, una ligera extensión de la mano para
tantear el borde de la mesa antes de depositar la cafetera. Una
intuición fría comenzó a anudársele en el estómago.
El
momento crucial llegó con una simpleza devastadora. Su madre alargó la
mano hacia el azucarero de cerámica azul, lo tomó con seguridad y, con
un gesto rutinario, espolvoreó una generosa cantidad de su contenido
blanco sobre las dos tazas.
—Madre —preguntó la hija, clavando la mirada en ella—, el Berrocán, ¿vino por aquí hace poco?
—Sí,
hace un par de semanas —contestó la bruja, distraída, sirviendo el
café—. Quería comprar uno de esos coches sin carnet. Vino a que le
leyera la mano, para saber si era buena idea.
—¿Y qué le dijiste?
—Que tenía la línea de la vida larguísima. Muy clara. Que sin duda era buena idea.
La
hija tomó la taza. Llevó el borde a los labios y bebió un sorbo
pequeño. Una explosión salada, intensa y desagradable, inundó su boca.
Todo
encajó con un golpe seco y silencioso en su mente: la larga línea de
vida, el accidente en el barranco, los pasos titubeantes, la mano que
tanteaba la mesa, el azucarero azul. Entonces comprendió: no hubo magia
oscura, ni vaticinio fallido. Solo una anciana, sus ojos nublados por
los años, y un azucarero azul que, sin que nadie lo supiera, estaba
lleno de sal.
Dejó la taza con suavidad sobre el plato. El ruido hizo que su madre alzara la vista.
—Madre
—dijo la hija, y su voz sonó extrañamente calmada, como la superficie
de un pozo muy profundo—. ¿Sabías que Berrocán se mató al caer con ese
coche sin carnet por el barranco del molino?
La bruja parpadeó. Una sombra de genuina perplejidad cruzó su rostro arrugado.
—¿Qué dices? Eso es… muy extraño. A mí me pareció ver… ver que tenía la línea de la vida muy larga.
No hubo culpabilidad en su voz. Solo confusión. La confusión honesta de quien cree haber visto algo que no estaba allí.
La
hija respiró hondo. La sospecha de un asesinato se desvaneció como
humo. En su lugar, emergió una realidad mucho más simple, más frágil y
mucho más triste.
—Mamá —susurró, y esta vez su voz tembló un poco—. Acabas de echar sal en el café. Has confundido la sal con el azúcar.
La
bruja se quedó quieta. Por un instante, su orgullo férreo pareció
querer negarlo, pero la evidencia era salada e incontestable en su
propia taza. Sus dedos, huesudos y llenos de venas, se cerraron
ligeramente sobre el borde de la mesa.
—Son los años, hija. Tonterías. No es nada.
—Es cataratas, madre. Tienes que ir al médico. A un oculista.
—¡En
noventa años nadie ha tenido que curarme nada! —replicó, enderezando su
cuerpo como un espectro indignado—. Y no pienso empezar ahora.
Pero
la protesta ya no tenía la fuerza de antes. Sonaba a ritual, a frase
aprendida. La hija vio, por primera vez, no a la bruja temida del
pueblo, sino a una mujer anciana, terriblemente testaruda, que estaba
perdiendo la vista y tenía demasiado miedo —o demasiado orgullo— para
admitirlo.
—Tenemos que ir al centro de salud —insistió la hija, con una firmeza nueva—. Es solo una revisión.
—En esta familia —replicó la bruja, aunque su voz bajó un tono— los males se resuelven en casa.
Hablaron
de otras cosas, de lo caro que estaba todo, del nieto en el colegio. La
bruja sirvió otro café, y esta vez, con movimientos deliberadamente
lentos y cuidadosos, tomó la bolsa del azúcar. Esta vez el café estaba
azucarado.
mvf.
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