Como todos
los días la madre de las zarzas despertó a primera hora de la mañana y se
levantó de la cama; después le dio un empujón a su marido, zarandeándolo:
-¡Vas quedar
ahí todo el día, o te vas a levantar!
Y como
de costumbre no obtuvo ninguna respuesta de él.
La zarza se
puso la bata que colgaba en una vieja silla de madera de castaño y
mientras la ataba con el cinturón de tela alrededor de su cintura, le dijo a su marido:
- Has cogido frio esta noche, tápate, después te traeré algo caliente.
Al terminar de ponerse el sempiterno mandil de lunares gigantes encima de la bata, salió de la habitación y bajó a la planta de abajo, de la casa, donde estaba la
cocina.
Encendió la radio para oír una señorita que decía buenos días y que empezó a
dar las noticias de la mañana. Puso a calentar el café; una pota grande, aún
mediada de café hecho el día anterior. Como la señorita de la radio
no paraba de hablar, bajó el volumen del aparato y le devolvió el saludo.
Al terminar
de desayunar la zarza metió las cosas del desayuno en el fregadero, levantó el
volumen del aparato de radio, para que la señorita pudiera hablar todo cuanto quisiese en su
ausencia, y marchó al gallinero, para dar de comer a las gallinas y recoger los huevos que
hubieran puesto.
En el gallinero las gallinas más viejas estaban peleadas con una gallina joven, alta,
rubia, de ojos azules y casi tonta, porque no sabían lo que había visto el
gallo en ella; y porque la zarza, al recoger los huevos el día anterior, de las veteranas había
atribuido erróneamente a la gallina joven dos huevos más de los que le
correspondían. La zarza habló con todo el gallinero
mientras las gallinas daban vueltas alrededor de ella, picoteando el suelo, sin
decir ni pio.
Finalmente
la conversación de la zarza terminó.
- Hijas mías,
os tengo que dejar que he dejado la pota del café encima de la cocina.
Al
salir del gallinero y cerrar la puerta, las gallinas continuaron con su vida cotidiana aclarando con sus picos los resquemores que tenían entre ellas.
Fuera, nuestra señora se encontró a su vecina, la abuela de los labrada, con la vaca sorda de los Labrada, que pacía
próxima a la cerca que separaba su propiedad con la de sus vecinos. La zarza, al ver a su vecina, posó en el suelo el pequeño caldero de zinc en el que llevaba los huevos frescos que terminaba de recoger en el gallinero,tapados con un trapo viejo, y se pusieron a hablar entre las dos.
La vaca
sorda; sorda, sorda no es, por que se entera más de la vida de los vecinos que todo el ayuntamiento trabajando en todo el año, lo que pasa es que se hace la indiferenta.
El animal dejó hablar a las dos mujeres cuanto quisieron,
mientras ella pastaba la yerba alrededor de los postes que sujetaban
la cerca, sin decir ni mu.
Y la abuela de los labrada le contó a su vecina, que la vaca sorda estaba bastante molesta por que le ordeñaban un hora antes que de
costumbre, porque hacía un par de días habían cambiado la hora, y por eso la había sacado a pacer tan temprano.
La conversación llegó a terminó cuando la buena señora dijo:
- Hija mía
te tengo que dejar, que he dejado puesta la pota del café encima de la cocina.
Y así fue
pasando la mañana hasta que cuando vino una de las hijas de la
zarza a casa, aprovechando uno de los pocos momentos de silencio de la locutora de la radio, la madre le dijo a la hija:
- Hija mía
sube arriba y dile a tu padre que se levante, que a mí no me hace caso.
Claro está
que ese día el marido de la zarza había decidido no levantarse nunca más.
mvf.
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