Al mediodía don Galvino llevó a los niños a la cocina. La cocinera, una señora alta y corpulenta de Samos, un pueblo de Lugo, al verlos entrar en sus dominios, mientras giraba un cazo en el interior de una olla que había encima de una enorme cocina de leña, les gritó algo que los niños no llegaron a entender.
Don Galvino, sin prestarle mucha atención a los gritos que les mandó la cocinera, le dijo que traía a los niños, que habían sido sus ayudantes durante toda la mañana, y ahora había que darles de comer.
La cocinera chascó sus dientes en señal de aprobación, y les mandó que se sentaran en un banco; enfrente a un mesado de mármol que rodeaba la vieja cocina de hierro, donde comían los hombres y mujeres que trabajaban en el colegio cuando habían comido todos en el centro.
Aunque la conversación aparentemente había sido inentiligible, se podía haber resumido en un levantar el cazo la cocinera, girarlo dos veces en el aire con ademán de disgusto contra don Galvino, para después apuntar con el cazo al sitio donde debían sentarse los niños que traía antes de tiempo a comer.
Una vez que salió don Galvino, la cocinera, con similares ademanes del cazo, apuntando aqui y halla, mandó a una ayudante que les pusiera unos platos para que los niños comieran primero y no tuvieran que esperar. La ayudante no tardó en acercarse a ellos y ponerles unas gachas con tocino y unos huevos fritos. Los niños nunca habían comido nada igual, porque la comida estaba recién hecha, y mientras todo el mundo daba vueltas con su trabajo en la cocina, se lamieron y relamieron de felicidad como nunca hasta ahora habían podido hacer.
Cuando los niños terminaron de comer empezó a venir la gente que trabajaba en el centro, sentándose alrededor de la cocina; entonces a los niños, que permanecían sentados frente a sus platos vacios, los mandaron para fuera, para que pudieran jugar mientras los trabajadores del centro comían.
Ya pasaban de las cuatro de la tarde cuando todo el mundo había rematado de comer y poco a poco se iban levantando para volver cada cual a realizar sus trabajos. Pero durante ese tiempo el padre rector había hablado con don Galvino y le había dicho que los niños tendrían que continuar su castigo por la tarde.
Don Galvino apareció con dos calderos con los que el sisa y el abejorro tenían que transportar; desde una enorme montaña de antracita próxima a la entrada del centro por las huertas, donde descargaban los camiones el carbón; todo el carbón que cupiese en la carbonera donde estaba la caldera. Y mientras llegaban hasta ellos los gritos de sus compañeros jugando en los campos del colegio, y el asa del caldero terminaba por llenar de callos la palma de las manos a los niños, así fue pasando la tarde del sisa y el abejorro cargada con la penitencia del padre prefecto.
Al
anochecer cuando apareció don Galvino, para encender la caldera, los
niños habían terminado su tarea. Desde allí fueron de nuevo
directamente a la cocina donde les dieron unos tremendos vasos de
leche con galletas que había hecho durante la tarde la cocinera para
el desayuno del domingo de los curas.
Al
terminar el sisa y el abejorro subieron a sus dormitorios y se
ducharon. Por más que se frotaron no pudieron sacar el carbón que
se había metido en sus uñas.
Después
de ducharse, con su cuerpos rendidos y magullados de penitencia y
contrición, marcharon a sus dormitorios para dormir.
A medianoche cuando el vigilante nocturno hacia su ronda, abrió la puerta del dormitorio del sisa, y como todos los días pregunto:
- ¿ Hay alguien despierto?.
Una voz respondió: - ¡ No ! .
Durante un instante la luz de la linterna se mantuvo encima de la cama del sisa. Al cabo de un rato el ojo de la luz se apagó; se cerró la puerta del dormitorio y el vigilante siguió su ruta.
Esa noche el sisa soñó si acaso en el cielo abría una calefacción que estaría alimentada por una enorme caldera que existía en el infierno y que ella misma debería dotar de agua caliente al cielo también. Y así pensaba como sería la caldera del infierno.
En
el cielo san pedro y los niños buenos se bañarían con agua
caliente y así como tenían que bañarse en la eternidad, la piel de
todos se acababa volviendo blanca y sus cabellos rubios; y todos eran
iguales en el cielo vestudis con sus telas blancas.
Y
que en el infierno pasaba justo lo contrario. El infierno era negro
de tanto humo y carbonilla, y mientras sus habitantes se pasaban
todos los días atizando las calderas y quemándose con el fuego
eterno, sus cuerpos se volvían todos negros, empezando por sus uñas; y sus
ojos se acababan volviendo rojos de tanto escozor que producía el
hollín en los ojos...
mvf.
mvf.
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