Cuando llegó don Galvino abrió la puerta que daba acceso a la pequeña habitación que tenía para él en la portería. En el interior había una caja de llaves, colgada en la pared, con vitrina de nogal, que permitía ver atreves del cristal los llaveros. Pegada a la esquina, al lado de la puerta y frente a un ventanal por el que veía toda la portería, había una
mesa de castaño, con un teléfono por el que se atendían las llamadas de los familiares u otros recados; y arrinconado a un lado de la mesa un micrófono de pie por el que se gritaba, por una megafonía estridente
que sonaba en todo el centro, llamando a tal o cual para que se
personase fulanito en la portería donde recibiría el recado, encargo,
noticia, o visita o lo que correspondiese. La mesa tenía un cajón en el guardaba sus cosas cerradas con
llaves. Debajo de la mesa había una banqueta que retiraba para sentarse, lo que muchas veces hacia leyendo el periódico, o novelas de vaqueros de marcial. Don Galvino, mientras aparentaba que leía el periódico extendido encima
de la mesa, podía ver a la gente que entraba y salía del colegio
por la puerta principal; y vigilaba, en los pocos momentos
que los alumnos pudiesen deambular por el centro con alguna libertad, que no
escapase ninguno.
Después de abrir la puerta don Galvino se giró sobre si mismo y
miró a los dos niños que estaban sentados en el banco, de las visitas donde esperaban mientras se daba recado al alumno que venían a ver, y les preguntó si eran ellos los niños que había
mandado venir el padre prefecto.
- ¡Si don Galvino! - respondieron al unisono el sisa y el abajorro.
- Buenos, pues venir conmigo los dos.
Don Galvino se puso una vieja chaqueta raida que colgaba en la
pared de su habitación de la porteria; y después de cerrar su cuarto, salio llevando a los niños por una puerta escondida a la vista de los
extraños, debajo de las escaleras principales por las que se subía a
la planta alta del edificio; y por ella salieron a uno de los laterales del edificio.
Ya fuera del edificio los niños pudieron ver la parte del colegio inaccesible a los extraños y que escasos internos llegaban a conocer. Mientras iban detrás de don
Galvino, los niños descubrieron que el colegio tenía huertas y prados con
su ganado pastando; y que el edificio tenía establos de distintos animales, cerdos,
pollos... había conejos que corrían libremente; a lo lejos se veían pastar unas vacas y mientras andaban una
banda de gansos se anotó a ir detrás de ellos graznando con sus cuellos estirados;
y todo este mundo que acababan de descubrir estaba separado del exterior por un alto muro de
piedra que lo ocultaba de los transeúntes de la calle.
El muro solo dejaba acceder a la calle a traves de un gran
portón de hierro por el que entraban los carros y las furgonetas con
sus mercancias para el colegio, y llegaba a tener el suficiente
tamaño para entrar hasta los camiones que venían de Villablino,
desde la comarca leonesa de Laciana, cargados de carbón para la
caldera.
Había varias puertas separadas, a lo largo de la pared del edificio, por las
que se podía entrar de nuevo desde este lado al interior del
colegio; y que daban acceso a los almacenes, a las cocinas, a las
cuadras del ganado ... una de ellas, situada en el medio y medio, era
extraña y negra, alta y cuadrada, y sus marcos de piedra estaban negros, y
desde ellos con el paso del tiempo se había extendido una mancha
anegrada de humo y hollín por la fachada de este lado del edificio:
parecía así el colegio con sus ventanas, a lo lejos, un monstruo de
mil ojos y estas eran sus fauces. Don Galvino y los niños entraron por ella
y sus ojos se cegaron repentinamente por la oscuridad
que había dentro. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la poca luz de una bombilla de cuarenta watios, que llenaba de penumbra la
repentina noche.
Allì con sus puertas de hierro abiertas, estaba la caldera del
centro. Y don galvino le dijo a los niños:
- ¡ Bueno; Tiene que quedar esto hoy limpio como la hostia!
A mi amigo guillermo pascual
- mvf
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