Aquella mañana el ovejero, el abuelo del
sisa, bajó a la feria para vender algunos corderillos con tres meses de vida, la edad mejor para que la carne este tierna y blanda para los asados. Después de
la venta se dirigió a la casa del administrador de las tierras para hacer cuentas. Allí le dieron la noticia de que
las tierras y las casas en las que vivían habían cambiado de manos, y ahora el
nuevo amo parecía ser un importante falangista de la capital.
Cuando subía de regreso para la casa por el viejo camino de tierra, marchaba lento, pensativo con la nueva noticía, caminando con su burra cargada de simiente y algunos aperos que había comprado.
Cuando subía de regreso para la casa por el viejo camino de tierra, marchaba lento, pensativo con la nueva noticía, caminando con su burra cargada de simiente y algunos aperos que había comprado.
Un movimiento entre las
zarzas del camino y asomó la cabeza un conejo; olisqueó el aire con su húmedo hocico,
entonces dio dos saltos y ya estaba en medio del camino de tierra. Desde allí miró para
el hombre y su animal, mientras estos subían por el camino en su dirección y
cuando ya se aproximaban a tiro de una piedra, se dio la vuelta y saltando se volvió a
internar en la espesura de la zarza.
Cuando llegó a la casa ya había pasado el mediodía, dejó las simientes y los aperos, en el pequeño huerto que tenía al lado de la vivienda, para la mujer; y después fue abrir a las ovejas, más de cuarenta cabezas que esperaban ansiosas en su corral, cogió la burra y llevó a los animales a comer al monte.
La vida de los caseros
seguiría igual que siempre, simplemente que ahora en vez de don Agustín
seguiría siendo el amo don.
Mientras los animales comían la hierba y los brotes tiernos de los arbustos, el ovejero se sentó dentro de un refugio que tenía construido de piedra para los dias de lluvía, o para los dias de sol como el que hacia esta tarde. De un bolsillo de su pantalón saco un pañuelo cuidadosamente doblado y desenvolvió sus puntas descubriendo una piedra aplanada, redonda y pulida de río, atada a un cordón de los zapatos, que estaba detalladamente dibujada con sus manecillas, y pintada a su alrededor como un reloj dorado de bolsillo. Entonces se la llevo al oído, y mientras cerraba sus ojos para oirlo mejor, el reloj de piedra hacía tic-tac en su oído.
Mientras los animales comían la hierba y los brotes tiernos de los arbustos, el ovejero se sentó dentro de un refugio que tenía construido de piedra para los dias de lluvía, o para los dias de sol como el que hacia esta tarde. De un bolsillo de su pantalón saco un pañuelo cuidadosamente doblado y desenvolvió sus puntas descubriendo una piedra aplanada, redonda y pulida de río, atada a un cordón de los zapatos, que estaba detalladamente dibujada con sus manecillas, y pintada a su alrededor como un reloj dorado de bolsillo. Entonces se la llevo al oído, y mientras cerraba sus ojos para oirlo mejor, el reloj de piedra hacía tic-tac en su oído.
El ovejero sabía bien a que
hora salía el sol y a que hora se acostaba a lo largo del año. Sabía cuando
crecía la luna para hacer injertos o para recoger frutos; y cuando menguaba
para sembrar o para podar. Sabía cuando abría sequía o cuando vendrían las lluvias con solo mirar el vuelo de los pajaros. Nadie sabía de donde venía,
nadie recordaba quien le había puesto un nombre, ni cual era su nombre de pila, ni cuantos años tenía. Era uno
de los hombre de las tierras. Había sido parido en los montes y se había criado
con las ovejas. Era el ovejero.
Un mañana llegó un coche
arrastrando tras de si una gran polvareda. Un hombre bajó, y gritó: - ¡ Yo soy
don Sebastián ¡
Con las manos detrás de la
espalda esperó, caminando en círculos y dando patadas en la tierra, hasta que se formó un pequeño corrillo de hombres, niños y mujeres alrededor de él.
- ¡ Y desde hoy estas tierras
y todo lo que hay en ellas son mías ¡
Dicho esto volvió a montar en el coche y marchó llevandose con el la polvoreda detrás.
Dicho esto volvió a montar en el coche y marchó llevandose con el la polvoreda detrás.
Después de la partida los hombres, mujeres y niños volvieron cada cual a lo suyo. Solo eran los braceros y sus familias con el derecho a la vivienda y al escaso fruto de su trabajo que les permitía vivir, sin poder escapar de su destino, en las tierras de Labregos; y como afortunadamente ninguno de los caseros había tenido hijo en edad de filas, para estar reclutado sin querer en el bando perdedor, nadie les podía reprochar nada.
mvf.
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