Entró el verano y el calor parecía
detener el tiempo en las horas de la tarde.
El día anterior, después de que todos trabajaran en el campo, las mujeres por la noche habían estado barriendo y limpiando, preparando la plaza mayor para realizar la trilla.
Se habían levantado a las seis de la mañana para prepararle las cosas a los hombres. Pronto marcharían al campo y las mujeres tendrían que tener todo recogido para cuando regresasen con las primeras carretas de trigo. Entonces les estarían esperando en la plaza para abrir los haces de trigo e ir esparciendo la hierba en el suelo de la era en dos grandes circulos, acostando la hierba con el grano para arriba para que se secara bien con el calor del sol. A las diez pararían para desayunar unas sopas de ajo con tocino frito y vino o una copa de aguardiente como fuera la costumbre de cada uno, y después continuarían hasta acabar el acarreo.
Cuando llegó el cura de Labregos a tomar el café, y con esas a quedarse a comer a casa de Abelarda, era media mañana. Los hombres terminaban de marchar de regreso con los carros para recoger las ultimas haces de trigo que aún quedaban apiladas en el campo después de la siega. Mientras, las mujeres quedaban solas en la plaza, con las pañoletas atadas a la cabeza para protegerse del sol, volteando la hierba con unas horcas de tres ganchos, de fuera para dentro y de dentro para fuera del circulo en el que estaba esparcida, para que el sol le pegara uniformemente.
Abelarda, cuando le informaron de la
visita, salió a recibir al párroco sin muchas reverencias acordes
con la época.
A la hora de la comida pararon de
trabajar y todos comieron juntos, incluso los hombres del jornal que
habían pasado la noche en el campo. Había cocido con garbanzos, con
una sopa densa de grasa del cerdo que los hombres comieron con
apetito; se acompañaba con unas rebanadas de pan, que se iba
cortando de unos bollos grandes negros de trigo con centeno, y vino
tinto gallego.
Después de comer los hombres marcharon
a echar una pequeña siesta. Como era previsible al párroco de
Labregos, se le invitó a dormir la siesta en una de las habitaciones
que había en la casa para los invitados y con su estancia se parecía
ver que todo era como con los antiguos señores propietarios de la
tierra.
Ya era las cinco de la tarde cuando se
levantó despertado por el ruido que hacia la gente al trabajar fuera
de la casa, y al salir de la habitación se encontró que en el salón
los criados habían dispuesto una mesa redonda, tapada con una tela
de lino que colgaba por los lados ocultando elegantemente sus patas,
cubierta con un mantel de encaje hecho en Camariñas y encima de ella
había preparada una bandeja con cafè, una jarrita con leche junto a
unas pequeñas tazitas, y una bandejita de plata con galletas hechas
en la casa.
El salon de la casa tenia una mesa
grande con robustas patas talladas; la mesa era alargada y a cada
lado de ella había seis sillas de respaldo alto con su patas tambien
talladas; por la parte posterior, pegado a la pared blanca encalada,
habia un mueble chinero cargado de platos, de cerámica de macao, que
se cerraban, salvados del polvo, por dos grandes puertas de cristal
biselado; todo el conjunto estaba hecho de madera de castaño. Habia
dos ventanas grandes y una puerta acristalada, que daba al balcón de
la casa, que se cerraban por dentro al exterior con dos contras para
protejerse así de la entrada de la luz o del invierno.
En seguida vino Abelarda la señora de
la casa y se sentó junto a él. El cura esperó a que le sirvieran y
cuando el criado que les atendió desapareció empezó a contar a
Abelarda el motivo de su visita.
El cura había recibido del obispado de
la Coruña noticias de Venezuela sobre el criollo marido de Abelarda.
Y mostrándose compungido, como hablan ellos, le dijo que en este día aciago sentía
traerle la infortunada noticia de que su esposo secreto*, había
muerto de una puñalada en el pecho asestada en una reyerta nocturna
en Caracas.
Abelarda ladeo la cabeza y su vista se
escapó de la prisión de los cristales de la puerta del balcón de
la casa, volando libre al exterior, a la plaza donde los hombres ya
comenzaran a rastrillar la hierba. Habían traído dos grandes
animales de tiro, unos caballos percherones que tiraban de unos
enormes trillos, uno maderos provistos por unas de sus caras de hileras de finas
piedras de sílice cortantes que arrastraban por encima de la hierba
trillándola, cortandola en trozo pequeñitos y separando el grano; cada animal era conducido desde
dentro del circulo por un hombre que le hacia caminar dando vueltas
alrededor de él, pasando el trillo por la hierba extendida en los circulos.
Cuando Abelarda viniera de Venezuela el
criollo tenía un amante de origen humilde que poseía una belleza
apolínea e inculta, envidia de sus iguales de genero en todo Caracas y los dos, uno por
su origen de buena familia y otro por su belleza profana eran aclamados en
todas las fiestas nocturnas de Caracas. Pero al amante del criollo no
entendía las lisonjas cultas y finas en el habla que su querido
hacía a todo el mundo y le fue naciendo un malquerer resentido,
fruto de su propia ignorancia y distancia social entre los dos, que
provocó después de muchos conflictos y desaires caprichosos que el
criollo lo abandonase.
Entendiendo el amante del criollo
erróneamente que había sido por la existencia de otro amante
secreto, se personó en uno de los muchos lugares públicos de vida
alegre que se frecuentaban por la noche y tras una sonada discusión
con el criollo le asestó a la salida del local, una puñalada en el
pecho que le produjo la muerte después de agonizar desangrándose en
el suelo sin la ayuda de nadie pues todo el mundo se dio a la fuga al
ver lo ocurrido.
Los padres del criollo, deseosos de
acabar con los escándalos, tras enterrar a su hijo y sabiendo que el
hijo de Abelarda no tenía ninguna relación familiar con ellos; a
través de la arquidiócesis de Caracas, con favores y dadivas,
pidieron que le hicieran llegar la noticia de la muerte de su hijo
porque estaban interesados en que de ningún modo Abelarda regresase
a Venezuela.
mvf.
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