miércoles, 26 de noviembre de 2014

la vida natural 4



El cura se llegó a la puerta. Había varios coches  aparcados en las inmediaciones de la casa de lo que se podía deducir que no era la unica visita. Asió la aldaba, de la puerta y la golpeo dos veces contra una pieza circular de metal clavada en la madera. El sonido de los golpes entró por la casa a dentro buscando a alguien que viniese a abrir mientras el esperaba la respuesta.
La aldaba era un aro de metal, que colgaba sujeto por la boca de una cabeza provista de enormes orejas y que miraba inquisitivamente al visitante como advirtiéndole que según sus intenciones la puerta se podía abrir para bien o para mal.
Miró para los profundos surcos labrados por el tiempo en la madera de castaño, con los que parecía estar escrita la historia de la casa.
No tardó en oírse el ruido en aumento de pies apresurados que venían desde el interior de la casa para abrir la puerta. La puerta se abrió y asomó una anciana señora de pelo blanco que dijo sorprendida por la visita:
-  Buenos días padre. Pase pase, que esta uds. en su casa.
y así que le decía esto, hacia ademán para que entrase mientras se quitaba el mandil. que traía puesto.
El mandil lo vestía la anciana todo el día, desde que se levantaba hasta que se acostaba, y solo se lo quitaba en raras ocasiones como cuando venía a la casa alguna visita apreciada para recibirla debidamente.
 - Buenos dias Eulalia- así se llamaba la señora-  estoy enterado de que le han venido unos familiares del otro lado del mundo y venía hacer una visita para conocerles-. Iba diciendo el cura mientras seguía a la señora en el interior de la planta baja de la vivienda, por un pasillo pisado con losas de color rojizo, hasta el salón. Allí alrededor de una mesa grande, apretados, se había montado una buena tertulia con los visitantes.
 Los presentes al verle llegar le saludaron, entre risas y bromas.
 - Sin faltarle al respeto sr. cura - aclaró alguien mientras se reían todos.
En el salón estaban las dos jóvenes y con ellas unas ocho personas más, todas ellas varones que decían ser primos y hasta alguno, tataraprimo, y que por ser hijo de una prima tercera también había venido de visita para conocer a las jóvenes.
En la casa, Eulalia de ochenta y seis años, con tanta visita aprovechó para celebrar el ciento dos cumpleaños de la madre, y para ello había dispuesto en la mesa abundante café, bebidas y un par de tortas mantecadas para que los invitados fueran picoteando en ellas.
La anciana madre presidía la mesa y al ver entrar a su hija en el salón con el cura de la parroquia, dio un respingo y rió mostrando sus mandíbula carnosas y desdentadas:
 - ¡Lalia ... ya que vino el señor cura podías sacar esa botellita de aguardiente que hay en la alacena de la cocina para echarle a la torta... y de paso me pones una copita a mí!


mvf

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