El padre Avellana se llamaba Genebrando y provenía de una familia humilde de campesinos de Medina del Campo, según se decía. Le habían puesto ese apodo por su tez morena y su cabeza rapada y redonda, que permanecía inclinada sobre un libro de tapas negras mientras se balanceaba suavemente al ritmo del traqueteo del tren.
La estación se encontraba en las afueras del pueblo y, al llegar, descendieron de la camioneta. El conductor se despidió rápidamente y se marchó.
En las paredes del interior de la estación, se observaban grandes murales que representaban a mujeres y campesinos gallegos, fuertes y corpulentos, ajenos a la hambruna y la miseria de la tierra. Resultaba desconcertante entender por qué abandonaban sus hogares. El padre se acercó a la cola de la ventanilla y, cuando llegó su turno, sacó su antigua billetera de cuero que guardaba en un bolsillo de su sotana y solicitó dos billetes: uno de adulto y otro de niño con precio reducido. Después de recibir el cambio y los billetes que salieron por la ventanilla, salieron al andén. El sol aún mostraba su pereza, escondiéndose entre las nubes. Aunque avanzaba el día, la mañana permanecía fría y neblinosa. Se sentaron en uno de los bancos vacíos del andén para esperar.
En una de las vías, un convoy esperaba mientras cargaban agua en su locomotora negra, que de vez en cuando expulsaba vapor con un fuerte silbido bajo su imponente barriga negra, mostrando su impaciencia. En el andén, hombres con maletas de madera, acompañados de sus mujeres o familiares, se despedían, muchos de ellos partiendo hacia destinos lejanos. Algunos viajeros solitarios, impacientes por la llegada de su tren, deambulaban de un lado a otro a lo largo de la estación.
Después de un rato, el tren en el que iban a viajar entró en el andén de la estación y se detuvo con un chirrido agudo de sus enormes ruedas de hierro sobre las vías. Las puertas de los vagones se abrieron, y los viajeros que llegaron a su destino comenzaron a bajar con sus pertenencias, mientras los que partían esperaban para subir.
El Sisa y el padre Avellana recogieron sus cosas y se dirigieron a uno de los vagones del tren. En la entrada del vagón, la gente se agolpaba frente a la puerta despidiéndose de sus familiares antes de partir. Pasaron entre ellos y subieron al tren. Una vez dentro, caminaron por el estrecho pasillo del vagón, apretujados entre las personas que se asomaban por las ventanillas, ya sea para hablar con alguien en el exterior o para observar una estación más en su viaje, hasta que encontraron un compartimento vacío y entraron. El padre colocó la maleta del Sisa en el portaequipajes sobre los asientos de hule del compartimento del vagón, y luego se sentaron.
El Sisa colgaba sus pies mientras estaba sentado en el hule de color azul grisáceo.
¡Pasajeros al tren! - se escuchó desde fuera, seguido de un silbato. Los viajeros que aprovechaban los últimos minutos frente a la puerta del vagón, despidiéndose de sus familiares, se apresuraron a subir. La locomotora comenzó a bufar, soltando largos chorros de vapor por los lados, y los vagones, después de unos tensos segundos, se pusieron en movimiento. De repente, todo cobró vida: la gente en el andén que parecía correr, la librería donde se vendían periódicos, la cantina, la puerta de entrada de la estación, las casas del pueblo... al final, solo quedaron unos raíles de hierro que la locomotora dejaba atrás a medida que avanzaba, saliendo de un mundo para entrar en otro donde la madre del Sisa lo esperaba.
Al volver la vista al interior del vagón, el Sisa notó que sobresalía entre las hojas de uno de sus cuadernos, que llevaba en un atadillo de cuero, una lengüeta de papel azulado. Tiró de ella y en su mano quedó un rectángulo de papel azul: era el boleto premiado en el festival del colegio, que había querido una suerte burlona, que no pudiera encontrar para recoger su premio. ¡Ah...! suspiró con tristeza. Lo levantó en el aire extendiendo su brazo derecho para mostrarlo al mundo. El padre Avellana levantó los ojos del libro para mirar al Sisa. Al ver el número, el 101 con tinta negra en el boleto, entendió lo que era. Se encogió de hombros y volvió a su lectura.
El tiempo, con sus segundos en forma de pinos, discurría por el cristal de la ventanilla del compartimento del tren, mientras al pasar del tren, un mundo silencioso y cambiante mostraba sus semblanzas en forma de paisajes.
El Sisa levantó su boleto aún más alto, como señal de triunfo por haberlo encontrado, aunque tarde, y lo interpuso delante de la lámpara del techo que quedó oculta tras él, como si un planeta rectangular eclipsara el sol. Durante un instante, contempló el eclipse azulado del papel bajo la luz del astro eléctrico del techo del vagón, hasta que su mano giró para bajar lentamente, simulando con el boleto el planeo de una avioneta de hélice que iniciaba su descenso desde el cielo.
Él era el aviador que hacía girar el avión en el aire para perseguir con las balas de sus ametralladoras al avión enemigo.Fiuuuuuu. Ta, ta, ta, ta, ta... Se habría levantado si no fuera por la mirada del padre, que de nuevo alzó la vista con mirada de reproche. Se dio la vuelta hacia la esquina del vagón y continuó con más rapidez. - Tatattatatatata. El avión enemigo, certeramente herido por sus balas, iniciaba su caída en picado en una voltereta de humo; mientras él, conduciendo su rectangulito azul, comenzaba su ascenso para regresar hacia el cielo.
El pueblo estaba oprimido por sus explotadores y el Sisa, que se había percatado en su corazón de niño, giraba en el aire con su avioneta para perseguir con las balas de sus ametralladoras a los enemigos y a los malvados que robaban a las gentes humildes y trabajadoras. - Tatatttta, tatatatatta...
Una vez derrotados los enemigos del pueblo, con una o dos pasadas, el avión sobrevoló los campos liberados y la gente, aprovechando ese inesperado momento en sus vidas en que dejaban de ser esclavos, secaba sus frentes. Luego, con sus pañuelos empapados en sudor, saludaban al cielo a su heroico aviador.
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