Iba
por la carretera, agitando sus largas orejas de un lado al otro mientras caminaba, y al llegar a la altura del puente, melquiades, el perro
del herrero, se desvió para tomar el sendero, por el
que antiguamente bajaban los pescadores al rio. Se fue abriendo paso, con su hocico, entre la maleza que había invadido el camino, y al llegar a la orilla, se metió en el rio, en un lugar poco profundo despejado de espadañas, y
con la Luna reflejandose frente a él, empezó a beber copiosamente
dando profundas lambetadas en el agua.
Las
ondas producidas, mientras bebìa, se fueron acreciendo en la superficie del agua a medida
que se alejaban hacía el interior del rio, e hicieron mecerse la
Luna en su reflejo.
Cuando
calmó, su sed regresó a tierra firme y continuó con su trote, por la
ribera del rio hasta llegar, a un pequeño
recodo, donde había un campo en el que la hierba crecía abundantemente por la próximidad del agua. Melquiades entró en el prado y se echó sobre la hierba que se extendía como una alfombra blanda y humeda, por el suelo, estirando sus patas y posando su barriga sobre ella, para refrescarse del calor de la noche del verano.
A su alrededor, en la noche, revoloteban los mosquitos y un sin fin de insectos más; en el rio se oyó el chapoteo de una trucha que acababa de saltar en el agua, mientras se detenía por un instante el persistente croar de la ranas.
Acostó su grueso hocio y aspiró fuertemente, hasta llenar sus pulmones con el olor de la hierba.
Un joven autillo, posado en la rama de uno de los árboles de la ribera, que vigilaba la noche, dió una voz en la obscuridad advirtiendo al intruso que había invadido sus dominios.
Melquiades giró el cuerpo sobre si mismo, para restregarse con su espalda por el suelo e impregnar su pelo marrón pajizo, largo y rudo, con el olor de la hierba. Al terminar se volvió a incorporar quedando en la misma posición que antes.
A su alrededor, en la noche, revoloteban los mosquitos y un sin fin de insectos más; en el rio se oyó el chapoteo de una trucha que acababa de saltar en el agua, mientras se detenía por un instante el persistente croar de la ranas.
Acostó su grueso hocio y aspiró fuertemente, hasta llenar sus pulmones con el olor de la hierba.
Un joven autillo, posado en la rama de uno de los árboles de la ribera, que vigilaba la noche, dió una voz en la obscuridad advirtiendo al intruso que había invadido sus dominios.
Melquiades giró el cuerpo sobre si mismo, para restregarse con su espalda por el suelo e impregnar su pelo marrón pajizo, largo y rudo, con el olor de la hierba. Al terminar se volvió a incorporar quedando en la misma posición que antes.
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