domingo, 20 de septiembre de 2015

El viaje en tren

El padre Avellana se llamaba Genebrando y provenía de una familia humilde de campesinos de Medina del Campo, según se decía. Le habían puesto ese apodo por su tez morena y su cabeza rapada y redonda, que permanecía inclinada sobre un libro de tapas negras mientras se balanceaba suavemente al ritmo del traqueteo del tren.

La estación se encontraba en las afueras del pueblo y, al llegar, descendieron de la camioneta. El conductor se despidió rápidamente y se marchó.

En las paredes del interior de la estación, se observaban grandes murales que representaban a mujeres y campesinos gallegos, fuertes y corpulentos, ajenos a la hambruna y la miseria de la tierra. Resultaba desconcertante entender por qué abandonaban sus hogares. El padre se acercó a la cola de la ventanilla y, cuando llegó su turno, sacó su antigua billetera de cuero que guardaba en un bolsillo de su sotana y solicitó dos billetes: uno de adulto y otro de niño con precio reducido. Después de recibir el cambio y los billetes que salieron por la ventanilla, salieron al andén. El sol aún mostraba su pereza, escondiéndose entre las nubes. Aunque avanzaba el día, la mañana permanecía fría y neblinosa. Se sentaron en uno de los bancos vacíos del andén para esperar.

En una de las vías, un convoy esperaba mientras cargaban agua en su locomotora negra, que de vez en cuando expulsaba vapor con un fuerte silbido bajo su imponente barriga negra, mostrando su impaciencia. En el andén, hombres con maletas de madera, acompañados de sus mujeres o familiares, se despedían, muchos de ellos partiendo hacia destinos lejanos. Algunos viajeros solitarios, impacientes por la llegada de su tren, deambulaban de un lado a otro a lo largo de la estación.

Después de un rato, el tren en el que iban a viajar entró en el andén de la estación y se detuvo con un chirrido agudo de sus enormes ruedas de hierro sobre las vías. Las puertas de los vagones se abrieron, y los viajeros que llegaron a su destino comenzaron a bajar con sus pertenencias, mientras los que partían esperaban para subir.

El Sisa y el padre Avellana recogieron sus cosas y se dirigieron a uno de los vagones del tren. En la entrada del vagón, la gente se agolpaba frente a la puerta despidiéndose de sus familiares antes de partir. Pasaron entre ellos y subieron al tren. Una vez dentro, caminaron por el estrecho pasillo del vagón, apretujados entre las personas que se asomaban por las ventanillas, ya sea para hablar con alguien en el exterior o para observar una estación más en su viaje, hasta que encontraron un compartimento vacío y entraron. El padre colocó la maleta del Sisa en el portaequipajes sobre los asientos de hule del compartimento del vagón, y luego se sentaron.

El Sisa colgaba sus pies mientras estaba sentado en el hule de color azul grisáceo.

¡Pasajeros al tren! - se escuchó desde fuera, seguido de un silbato. Los viajeros que aprovechaban los últimos minutos frente a la puerta del vagón, despidiéndose de sus familiares, se apresuraron a subir. La locomotora comenzó a bufar, soltando largos chorros de vapor por los lados, y los vagones, después de unos tensos segundos, se pusieron en movimiento. De repente, todo cobró vida: la gente en el andén que parecía correr, la librería donde se vendían periódicos, la cantina, la puerta de entrada de la estación, las casas del pueblo... al final, solo quedaron unos raíles de hierro que la locomotora dejaba atrás a medida que avanzaba, saliendo de un mundo para entrar en otro donde la madre del Sisa lo esperaba.

Al volver la vista al interior del vagón, el Sisa notó que sobresalía entre las hojas de uno de sus cuadernos, que llevaba en un atadillo de cuero, una lengüeta de papel azulado. Tiró de ella y en su mano quedó un rectángulo de papel azul: era el boleto premiado en el festival del colegio, que había querido una suerte burlona, que no pudiera encontrar para recoger su premio. ¡Ah...! suspiró con tristeza. Lo levantó en el aire extendiendo su brazo derecho para mostrarlo al mundo. El padre Avellana levantó los ojos del libro para mirar al Sisa. Al ver el número, el 101 con tinta negra en el boleto, entendió lo que era. Se encogió de hombros y volvió a su lectura.

El tiempo, con sus segundos en forma de pinos, discurría por el cristal de la ventanilla del compartimento del tren, mientras al pasar del tren, un mundo silencioso y cambiante mostraba sus semblanzas en forma de paisajes.

El Sisa levantó su boleto aún más alto, como señal de triunfo por haberlo encontrado, aunque tarde, y lo interpuso delante de la lámpara del techo que quedó oculta tras él, como si un planeta rectangular eclipsara el sol. Durante un instante, contempló el eclipse azulado del papel bajo la luz del astro eléctrico del techo del vagón, hasta que su mano giró para bajar lentamente, simulando con el boleto el planeo de una avioneta de hélice que iniciaba su descenso desde el cielo.

Él era el aviador que hacía girar el avión en el aire para perseguir con las balas de sus ametralladoras al avión enemigo.Fiuuuuuu. Ta, ta, ta, ta, ta... Se habría levantado si no fuera por la mirada del padre, que de nuevo alzó la vista con mirada de reproche. Se dio la vuelta hacia la esquina del vagón y continuó con más rapidez. - Tatattatatatata. El avión enemigo, certeramente herido por sus balas, iniciaba su caída en picado en una voltereta de humo; mientras él, conduciendo su rectangulito azul, comenzaba su ascenso para regresar hacia el cielo.

El pueblo estaba oprimido por sus explotadores y el Sisa, que se había percatado en su corazón de niño, giraba en el aire con su avioneta para perseguir con las balas de sus ametralladoras a los enemigos y a los malvados que robaban a las gentes humildes y trabajadoras. - Tatatttta, tatatatatta...

Una vez derrotados los enemigos del pueblo, con una o dos pasadas, el avión sobrevoló los campos liberados y la gente, aprovechando ese inesperado momento en sus vidas en que dejaban de ser esclavos, secaba sus frentes. Luego, con sus pañuelos empapados en sudor, saludaban al cielo a su heroico aviador.

domingo, 6 de septiembre de 2015

El eje.





Por fin se abrió la puerta del dormitorio y asomó el padre "avellana". El Sisa estaba recostado sobre el somier de la cama, a su llegada, y al verlo se incorporó con los ojos somnolientos. El padre había sido encargado el día anterior para que, a primera hora de la mañana al terminar su clase, llevará al menor de regreso junto a su madre; le preguntó si tenía todas sus pertenencias recogidas, y a una señal el Sisa se echó el atadillo de los libros a la espalda, cogió la pequeña maleta y marchó tras él. Caminaban silenciosamente por el pasillo que otras veces había recorrido, yendo o viniendo, saltando entre las baldosas del suelo negras y blancas, o entre las blancas y las negras; a los lados quedaban las puertas de acceso de los distintos dormitorios donde, distribuidos según edades, dormían los alumnos del seminario menor. 
El padre abrió la puerta de cristales translucidos que había al llegar al final del pasillo y fuero a dar a una enorme estancia en la planta alta. A un lado quedaban los ventanales por los que se veían las huertas del colegio; de frente la sala de estudio y la biblioteca; a la izquierda de ellos se abría una escalera ancha de piedra que mostraba sus pasamanos como unos robustos y anchos brazos de granito, por la que bajaban los alumnos, conducidos en fila desde allí, para dirigirse al comedor o a la otra ala del edificio donde estaban las aulas del colegio. Solo los fines de semana, cuando la mayoría de los niños marchaban de permiso a su casa, los que quedaban podían subir o bajar corriendo las enormes escaleras de granito, sin ser vistos.
- ¿Padre, puedo ir por la pelota de futbol que tengo guardada debajo de la cama?.
- Vale, pero te quiero ver aquí enseguida.

Después de bajar de la planta de arriba continuaron por el lado norte del claustro hasta llegar a la portería. En el patio enclaustrado había un pozo de piedra enmohecida del que se sacaba el agua de su interior labrado en roca moviendo con una manivela carcomida por el oxido una rueda de hierro; al pozo se podía acceder a traves de cualquiera de los lados del claustro; y el Sisa, sabiendo que no lo volvería a ver, le dijo adiós con una última mirada cuando se abrió la puerta para entrar en la portería. 

Dentro de la portería estaban Martinuka y su cosas de limpieza, y don Galvino el portero, hablando entre ellos; el padre "avellana" se dirigió a este último y le dijo:

-Cuando aparezca el padre rector díganle que yo ya marché con el niño de regreso a su casa.

El portero, asintiendo sobre lo que le habían dicho, respondió:

- El conductor ya está esperandoles.

El dia del regreso del Sisa hacía una mañana neblinosa que aún no dejaba entrar el sol. El conductor, visiblemente impacientado por el cambio de su rutina diaria para llevarles a la estación, les esperaba con la pequeña camioneta que el centro tenía para sus mil quehaceres. Al verlos aparecer les saludó, tiró al suelo el pitillo de picadura que estaba fumando, y se dispuso a ayudarles a poner sus cosas en la camioneta y a subir al Sisa.

Martinuka asomaba su cabeza al exterior, por la entrada de la portería, cuando el vehiculo marchaba. Al desaparecer la camioneta de su vista regresó para el interior del colegio:

- Bueno ya se marchó el crio que está mejor con su madre que con la madre de Dios - Martinuka hablaba así por que ella era como un hada proletariada para los niños que se encariñaba con ellos.

- Calla Martinuka que te tengo que oir. 

El silencio que vivía entre las piedras del seminario trató de adueñarse del aire de la portería en esos instantes de pausa que se hizo entre ellos.

  - ¿Martinuka, tu viste el eje de abscisas por alguna parte? - preguntó don 
Galvino volviendo a la conversación.

 - No sé; seguramente que algún dia tuve que apartarlo al barrer pero ahora no me doy cuenta donde pudo ser.

-¿Crees que el padre prefecto se enfadará si no aparece ?

- Y por que se va enfadar "el padre perfecto" por que no aparezca; ni que no fueramos humanos.

- Si, que se va enfadar; dijeron unos niños que el padre prefecto quería que llevase el eje de abscisas a la clase de matematicas que tiene a las doce y no va poder dar su clase.

- No tienen por que quejarse; anda todo tirado por ahi: papeles, lapices, gomas de borrar... como sea que no haya barrido con la escoba el eje ese sin darme cuenta. - dijo Martinuka abriendo la puerta para empujar sus pertrechos y volver al interior del seminario.

- Como ibas a barrerlo; se vería bien claro que era el eje de abscisas.
 Galvino volvió a su periodico, y sentado detras de su ventanilla gritó en voz alta para que lo oyese Martinuka antes de que marchara: 

- El padre prefecto es muy despistado; le preguntaré al conductor, cuando regrese de la estación; igual lo mandaron a reparar.

- Jesus, ni que fuera el eje de la tierra- dijo Martinuka desde el otro lado del mundo, y la puerta de la portería que daba al claustro se cerró.



mvf.



jueves, 20 de agosto de 2015

El dia



Se encendió la luz en el dormitorio y los niños se levantaron para vestirse apuradamente, hacer sus camas, correr a los lavabos. A medida que terminaban salían para formar en filas por edades fuera de los dormitorios y desde allí bajaban todos juntos a desayunar. Irrumpieron en la monotonía de las mesas del comedor que perfectamente puestas les esperaban anhelantes del caos que se avecinaba  para abrazarse a él. Volaron las teteras cargadas de leche y chocolate por encima de sus cabezas; después fueron las lenguas del líquido derramado junto a las tazas, las migas del pan recién horneado; las salpicaduras negras dejaban el blanco de los hules que cubrían las mesas, como si fueran los negativos de las fotos, convertidos en cielos estrellados del revés.
Según terminaban, recogían sus tazas y salían del comedor para formar de nuevo en filas. Regresaban a los dormitorios para recoger sus libros, atusaban sus camas y sus armaritos, dando el último toque para dejar todo perfectamente ordenado, y marchaban a sus clases; los más rápidos tenían tiempo suficiente para darle unas patadas a la pelota antes de entrar en sus aulas. Pero el Sisa no bajó. 
El sisa había quedado en compañía de las hileras de camas recien echas y la luz del día que entraba por los ventanales del dormitorio, con los gritos de sus compañeros jugando en el patio. El día anterior el padre prefecto le había dicho que él esperase en el dormitorio después del desayuno, y recogiese su cama y sus pertenencias; luego le irían a buscar para llevarle de regreso a su casa.
Había recogido las sabanas y el colchón dejando el somier de su cama con las vergüenzas al aire, desnudo, en el dormitorio lleno de camas indignadas, pulcramente hechas.
Tenía sus libros sobre el somier: una cartilla de Álvarez, una enciclopedia elemental de Dalmau, algunos cuadernos y una libreta de caligrafía, y había hecho con todo ello un atadillo sujetado por una correa de cuero; en el suelo estaba una pequeña maleta en la que habían entrado con holgazanería la poca ropa y las pertenencias que había podido acumular en el tiempo que estuvo en el colegio menor; y él estaba sentado al lado, en el somier, esperando que lo viniesen a buscar.
Contaba lentamente el tiempo que pasaba cuando la puerta se abrió y Martinuka, la limpiadora, entró apurada con sus pertrechos de trabajo en el dormitorio. El aire comenzó a oler a lejía a medida que se acercaba hacia él empujando la fregona de un lado a otro, de un lado a otro, por el suelo. Cuando estuvo frente a él el Sisa levantó sus pies que pasara la fregona debajo del somier.

- Con que te vas, eh; dale recuerdos a los de tu pueblo de mi parte.

El sisa permaneció en silencio aunque no podía esconder su contento por el regreso junto a su madre.
Martinuka ahora se alejaba, de un lado a otro, de un lado a otro, con el pendulear horizontal de la fregona por el suelo en dirección al final del dormitorio; al llegar allí se dió la vuelta y comenzó su monótono retorno con la fregona de un lado a otro, de un lado a otro. 
Al pasar de nuevo junto al Sisa le volvió a decir:

- No te olvides, dale recuerdos a los del pueblo de mi parte.

De un lado a otro, de un lado a otro, ahora se alejaba con el vaivén de la fregona en dirección a la salida.
 Martinuka empujó sus pertrechos para el pasillo y se cerró la puerta. Y como vino se fue dejando todo oliendo a jabón y lejía.

Por los ventanales acristalados del dormitorio entraba el sol a raudales y el silencio del claustro, con la ausencia de los gritos de sus compañeros después de entrar en sus clases. 


mvf. 

lunes, 20 de julio de 2015

El entierro de Don Agustin





Si había algo respetado en aquella época era la muerte natural. No la muerte violenta que en aquellos días sobrevenía brutalmente a las personas, en la obscuridad de la noche, para ser después enterrados sus cuerpos secretamente en cunetas y lugares apartados del camposanto. 
Sus asesinos parecían creer que ocultándolos de esta manera estaban lejos de los ojos de dios y que así desaparecían y no podrían jamás llegar al cielo para reclamar su justicia.
Ni siquiera se oía hablar de estos muertos que vagasen sin descanso por la noche en solitario o acompañados de la santa compaña para que se descubriese el lugar de su cuerpo y pudieran ser llevados sus huesos a descansar con los de los suyos, con los de sus padres, abuelos o hermanos, o con los de sus hijos o mujeres; por que habían sido condenados por sus asesinos, amparados por la administración franquista, a la desaparición y olvido.

- ¿Mama, cuando volverá mi padre?
- Papa marchó, hija mía, tal vez algún día cuando seas mayor podramos saber más.

La muerte se considera un tránsito, un puente entre esta vida y la vida espiritual del catolicismo. A quien le sobreviniese de cualquier forma la muerte natural, podía entregar en el último momento, insondable e inalienable de cada persona, su alma a Dios y alcanzar el perdón de su infinita bondad, de cualquiera que fuese su pecado. Por eso fuera el que fuese al bando que perteneciese cada cual, la muerte natural en el seno de la iglesia igualaba a unos y otros.
Era una época extraña y difícil para unos, y no tanto para otros que se consideraban vencedores que, cargados de mezquinos y ocultos motivos, saciaban una injustificada sed de venganza olvidando los nombres de sus vecinos y familiares.

Con el fallecimiento de don Agustín, don Sebastián movió para que todo el mundo fuera al entierro; incluso, extrañados por su proceder, para que fueran los mismos de su partido; solo para que todo el mundo viese que ahora él, don Sebastián, era el unico hombre que mandaba en la comarca.




La carroza fúnebre era de madera de ébano con sus lados acristalados de tal manera que permitía ver su interior desde cualquier lado que se mirase. En el pescante iba el cochero que guiaba cuatro caballos negros; llevaban sus cuerpos cubiertos con unas enormes telas negras con ribetes dorados, y sus cabezas iban adornadas con unos cabezales de cuero del que salían unas enormes plumas negras.

 Así que entró en el interior del carruaje el ataúd, con el cuerpo de don Agustín, un hombre vestido de negro y con sombrero alto, ya entrado en años, cerró el pestillo de la puerta de la parte trasera acristalada y después de cerciorarse de su cierre subió al pescante sentandose al lado del cochero; entonces hizo sonar una campana que llevaba la carroza para advertir a la gente de su paso. A esta señal, dando un tiron a la cinchas que guiaban a los caballos, el cochero restalló su látigo en el aire y los animales comenzaron a caminar lentamente tirando de la carroza y su cortejo, que arrancó detrás siguiendoles.
Acompañando el lento paso de la carroza en su dirección hacia el cementerio, junto a otros vehiculos de la época que formaban el cortejo funebre, destacaba un enorme Pegaso Z-102 negro, donde iba don Sebastián con su esposa y el cura de labregos; seguidos por la gente, los curiosos y todos los que habían sido llamados a asistir.
 A su paso algunas mujeres se sumaron a la comitiva de a pie, que seguía en silencio al carruaje, con sus niños en el colo o cogidos de la mano, y aquel recorrido se convirtió en el entierro de todos, sin que nadie se atreviese a decir nada, por que imprevisiblemente el entierro de don Agustín se convirtió en el funeral de los desaparecidos.

mvf.


martes, 30 de junio de 2015

Las zarzas.





Hoy es un día cualquiera.

Camino sin prisas, después de hacer las compras en el supermercado y pasar por la farmacia. Ya avanzó la mañana pero aún se nota el frescor de las primeras horas del dia. Me aproximo al parque de los carballos y comienzo a oir las voces de los niños jugando a la pelota. Hay algunas madres con su carrito sentadas en los bancos a la sombra de los árboles. Un abuelo cogé de la mano a su nieto que llora porque alguíen no le deja su pala de la arena; el abuelo le dice que la palita para jugar con la arena no es de él, que más tarde le comprará una de regreso a casa. Sigo caminando, casi vagabundeo de regreso a casa.
-¡ Marise, Marise ... !
Miré a mi alrededor para ver quien me llamaba. Eran las zarzas, sentadas en la marquesina de la parada del bus, que acababan de verme; y me dí cuenta que incauta, a pesar de las prisas que tenía,  iba justo a pasar delante de ellas.  
Cerre los ojos y traté de cruzar la calle haciendo que no oía, pero en ese momento venía la furgoneta del pescadero y tuve que detenerme si no quería que me atropellase.
-¡ Marise, Marise ... !
-Cachis, demasiado tarde- miré haciendo un gesto de sorpresa.
- ¿Es a mi? - quien iba ser, si no.
Las tres viejecitas movían la cabeza afirmativamente, sonrientes saludando con la mano.
- Hola, hola. ¿Como va todo?-
Las zarzas te lían de tal manera que quedas enganchada en la chachara y no das escapado de ellas asi como asi.
- ¿Hija, no tendrás hora?- preguntó una de ellas
Mientras estas parada frente a ellas,  remangandote la manga para ver la esfera del reloj, te disparan otra  pregunta:
- ¿Tu no serás hija de una de las tal cualas ... ?
- ¡ No, no; yo no!. Yo soy hija de la tal cual-otra.
- ¡Ah.... , la hija de zitanita... y de fulanito!, que el otro dia estaba limpiando el santo en la iglesia y le cayo encima de un pie ?
- Si, si; menudó le pusó el pie el santo, tuvo que ir al hospital y todo.
- No, ese es familiar muy lejano mio por parte de ...

Te miran fijamente con los ojos abiertos y las cejas preguntonas ... No se lo voy poner tan facil.
- Yo soy hija de la que es yerno del marido de la hermana de la mujer – respondo.
- ¿ Pero cual de ellas, la que casó con ... o la que casó con la de la la otra?
- ¡ Joder, que tias ! ... - tic, tac, tic, tac

Esperan que abras la boca, con los ojos abiertos y las cejas preguntonas.
- No, la de la "lala...", no. Yo soy hija de Dolores de Marise.
- ¡Ah, claro!.
- Haberlo dicho hija, si es que sois identicas como dos gotas agua.

La zarzas saben bien la vida de todas y todos del lugar, y por pequeños detalles de la vida de cada cual que nadie apreciaría pueden detectar si algún marciano, o algún ser del espacio exterior o ultraexterior, o si alguna ideologia, por una casualidad te ha suplantado la personalidad.



mvf.