Había lloviznado durante la mañana pero la tarde se quedó con un cielo azul, limpio y calido, del mes de marzo. La gente esperaba el comienzo de la misa. El coche negro y fúnebre, hacía poco que había llegado. Aparcó frente a la iglesia y bajaron unos hombres con traje negro, para abrir el portón de atrás del coche funebre y llevar el féretro al interior de la iglesia. Pero los vecinos, una vez abierto el portón, no les dejaron y sacaron ellos el feretro y lo auparon, echandoselo al hombro, dos de cada lado, y lo condujeron al interior de la iglesia, ante al altar.
Sonó la campana mayor, su tañido grave hizó vibrar a los presentes y se propago por el aire alejandose; entremezclado con los ecos de su tañido en
la distancia, se descubrió que iba ser acompañada por los campanarios de los
pueblos vecinos. Se hizo un silencio, tras el que se escuchó el tañido
de la campana mayor, esta vez seguido por el tañido de la campana
pequeña de la iglesia. Y estos tañidos se repitieron hasta el número de
tres, pues el difunto era una mujer, y esta serie de golpes alternos fue
repetida nueve veces, advirtiendo al cielo que el difunto por el que se
oficiaba la misa era la campanera de Bástela.
La campanera
había decidido hacer una tarta de manzana para el café con leche de la
tarde. Era una sorpresa para su hija de Santiago que venía a casa a
pasar unos dias. La tarta la hacía con una vieja receta, con uno o dos
trucos que unía el tiempo pasado entre madres a hijas; aunque el
ingrediente principal era hacer la tarta con la calma de los pueblos.
La
cocina de la campanera tenía una cocina de hierro que funcionaba con el
fuego de la leña de carballo. Una mesa grande, en la que se sentaban
alrededor de ella, en sillas de mimbre, los de la casa y la gente de
confianza, que en cualquier día se invitaban a comer, ocupaba el centro
de la cocina. Pegado a la pared blanca de cal, un anciano chinero de
castaño, de cuatro puertas, de estilo castellano, dejaba entrever entre
sus vitrinas las piezas de distintos juegos de porcelana blanca, alguna de ellos con dibujo
de otra epoca. Y un ventanal grande, por el que se veía la vida del
campo.
La campanera, juntó los ingredientes que cariñosamente
había preparado, en una tartera de barro, y cuando estaba en su punto el
horno, la metió en el interior de la cocina de hierro. Se acercó al
chinero para recoger un reloj de plastico verde amarillo con forma de
pera, que esperaba su trabajo. Calculó el tiempo que tardaría en
hornease la tarta y le puso el tiempo de espera. Después lo dejó encima
de la mesa de pueblo, de madera de castaño. Sacudió el delantal de
harina que llevaba puesto, al terminar.
Ya no quedaba nada más que hacer, el tiempo y la temperatura del horno haría el resto del trabajo.
Arrimó
a la mesa su silla de mimbre y se sentó frente al reloj; hizo una
almohada con sus brazos, encima de la mesa que aún conservaba restos de
harina, para reposar su cabeza en ella. Y se durmió dejando que el sueño
lo velase el tic tac con forma de pera que la despertaría al pasar el
tiempo que que necesitaba estar la tarta en el horno.
En la
cocina flotaba el aroma de la canela y la manzana, que había estado
cociendo durante la mañana, en una pota de esmalte rojo, para añadirse a la masa de la
tarta; y por el ventanal entraba la luz del día que
mantenía apagada la lampara de led que alguien, sin saberse cuando, había
sustituido por la bombilla incandescente que siempre colgó del techo.
La siguiente visita que tuvieron eso mañana, los de Barcelona, fue la del perro de los labrada. El pastor se coló por debajo de los viejos alambres que separaba las dos propiedades vecinas y se plantó en medio y medio, entre Bribón y su amo, para olfatearles. Primero olió las piernas de Andres, dió un par de vueltas restregandose contra ellas y después se acercó a Bribon para repetir la operación; cuando terminó se dejó oler por él.
Con este intercambio de olores se hicieron las presentaciones.
Entonces, en señal de aceptación de la visita, Andres lanzó la pelota, que en
el momento de las presentaciones tenía entre las manos, para que el recien llegado, fuera por ella; pero el perro de los labrada hizo caso omiso de este gesto. Al
verlo Bribón, en el lenguaje de los gestos de los perros, apuntando con su miradas la dirección que había
seguido la trayectoría de la pelota, mostrandose jadeante, trató de incitarlo para que echaran una
carrera a ver quien era el primero en encontrarla y regresar con ella.
- Busca busca ... insistió Andres, señalando la dirección en que había lanzado la pelota...
Bribón miró con extrañeza para su amo y el perro impasible, que estaba ante ellos, haciendo caso omiso de sus señales; sin saber lo que pasaba.
Después
de esto, el perro de los labrada dió media vuelta y pasó de nuevo bajo el alambre de
espino, esta vez en dirección hacia su casa. Dando por terminada la visita.
Se daba por entendido que cada uno ya sabía lo suficiente de los otros.
mvf.
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