Cada dos o tres semanas, la molinera y su hijo, bajaban al pueblo con los sacos de harina cargados en un carro que tiraba la burra que tenían en la casa, para vender en la fería la harina obtenida en pago de la molienda del grano de cereal, pues era costumbre después de moler el grano, cobrar una doceava parte de la harina molida. Después de la venta de la harina se surtían de productos de los que no podían abastecerse mediante la huerta y el corral, o cualquier otra cosa necesaria, para continuar con la vida que madre e hijo llevaban en el molino.
La feria del pueblo se realizaba en un viejo robledal al que sin más delimitación se accedía pasando bajo un arco de piedra centenario de cuatro metros de altura y anchura suficiente para pasar por el del los carros y el ganado. Una vez cruzado el arco se abría una pequeña explanada en la que se encontraba a uno de los lado un estanque de piedra, con cuatro caños de agua, en el que abrevaban por turnos los animales de tiro; avanzando partían dos caminos de tierra: uno a la derecha de la fuente que se extendía bordeando la arboleda de robles, y bajo el que se colocaban los puestos de pulpos, con sus toldos, sus mesas y bancos; en los que había enfrente de cada uno una pulpera con su enorme perola de cobre donde se cocía el pulpo; en el otro camino, a la izquierda se iban poniendo los puestos de venta de los vendedores ambulantes que de lugar en lugar, y de feria en feria, vendían aperos de labranza, ropa, cueros curtidos ... y según la temporada simiente para el campo. Ambos caminos de tierra, de la fuente, abrazaban la sombra de los robles centenarios bajo los que se entremezclaban los tratantes del ganado y la gente de la comarca, dandose cita allí, unos para comprar y otros para vender a buen precio para cada cual, los animales nacidos y criados en los corrales de las haciendas.
Ese dia la feria estaba muy concurrida.
¡Max!! - le dijo la madre a su hijo - tu vete a ver
que hay en la fería, que yo voy a vender la harina al almacen. Al medio día quedamos frente a la fuente y compramos un par de gallinas ponedoras.
El hijo asintió y los dos se separaron.
A esas horas ya había gente bajo los toldos, apoyadas sobre los mostradores de pino, lijados de tanto restregarse con las cerdas de los cepillos de madera. Eran los primeros que habían terminado sus compras o sus ventas y estaban allí para celebrarlo cerrando el trato con una jarra de vino y una ración de pulpo.
La molinera se dirigió con el carro al almacén del pueblo y allí tras pesar los sacos que llevaba obtuvo por ello cuatrocientas pesetas; aunque era una cantidad nada despreciable para la epoca era un precio irrisorio pues en el mercado negro llegaba a alcanzar un precio exhorbitante, maxime cuando la harina escaseba, porque se hacia acopio de ella para ser vendida en el extranjero pues europa acababa de salir de la segunda guerra mundial.
Cuando regresó la molinera al lugar de la feria, su hijo no estaba esperandole donde habían convenido, frente a la fuente a la salida del arco de piedra. Al cabo de un rato de espera empezó a impacientarse por la tardanza de su hijo, y entonces decidió meterse en el bullicio de la fería e ir en su busqueda. Después de dar varias vueltas, la molinera encontró a su hijo, estaba metido en un corro de gente que bailaba y aplaudía al ritmo de la gaita de un hombre menudo y flaco, de barba blanca y ojos vivaraces, que tocaba en la feria por unas monedas.
Max estaba allí, junto a otras personas presentes, coreando con sus palmas el ritmo del gaitero.
Al verlo, la molinera llamó varias veces a su hijo que no se enteró de su presencia pues, sin perder de vista el gaitero y el instrumento que tocaba, estaba
hipnotizado oyendo la musica de la gaita.
Su madre, ya enfadada, con gesto malhumorado, se acercó
junto a él y lo cogió de la mano, y de un tirón lo sacó del corro
de gente que seguía aplaudiendo y bailando alrededor del gaitero.
La molinera y su hijo volvieron al lugar donde habían quedado de encontrarse y después de recoger el carro que había quedado, con la burra atada, a la entrada de la fería, terminaron de comprar un par de gallinas camperas y tomaron el camino para el molino, dejando atras los gritos de las gentes y los buhoneros que ascendían hacia el cielo danzando al son de la melodía de la gaita que se había echo dueña del bullicio de la feria.
Al día siguiente tuvieron mucho trabajo, pues les
habían traido para moler, entre trigo y centeno, una partida de
sesenta fanegas de grano - la
fanega, muy popular en su tiempo como medida de peso, oscilaba entre treinta o cuarenta kilos de grano, pues no erá igual, dependiendo del cereal que fuese y el
lugar del que se trataba.
Durante los dias siguientes Max se mostró taciturno. Su madre al verlo de esta manera, le mandó realizar todo tipo de trabajos para sacarlo de su pensamiento absorto; y aunque lo mando subir al tejado de la casa a cambiar las tejas rotas, por donde podría entrar el agua cuando llovía; reponer los cristales agrietados de alguna ventana de la casa o picar leña para la cocina, su hijo, sin que hubiese trabajo que pudiera distraerle de sus pensamiento, paso toda la semana languideciendo, con la vista perdida en el camino del pueblo.
El domingo, dia en que por lo general no se realizaba
ninguna actividad en el molino salvo dar de comer a los animales o llevar a la burra al campo, la molinera sin soportar más la aflicción de su hijo, después de la hora del mediodia subió
al desván de la casa y bajó con un viejo saco de esparto
lleno de polvo, que puso delante de Max y después de abrirlo,
sacó de su interior una gaita negra que durante mucho tiempo
había estado olvidada en la guardilla.
- ¡Toma| - dijo entregando la gaita a su hijo - ¡tu padre era gaiteiro y tu tendrás que ser también gaiteiro!
mvf.
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