La casa de la bruja, estaba situada en las cercanías del pueblo, en un rincón poco transitado, a la orilla donde el río serpenteaba suavemente a los pies de las piedras que hablan. Allí el aire estaba impregnado de un aroma de tierra húmeda y se erguían los árboles mas antiguos bosque.
Los niños del pueblo solían acercarse al río para jugar, pero siempre mantenían una distancia prudente de la casa construida con madera oscura y desgastada por el tiempo. A menudo hablaban de ella en susurros, contando historias sobre la figura de la anciana que habitaba allí. Decían que se podían ver sombras danzantes en el interior a través de las cortinas pesadas y polvorientas de las ventanas de la casa, y aseguraban haber escuchado risas infantiles provenientes del interior. Algunos incluso afirmaban que habían oído a la misma casa cantar para atraerlos hacia ella.
Sin embargo, a pesar de las habladurías, todo el mundo ignoraba el verdadero secreto que se guardaba celosamente en el interior de la casa del rio. Escondida en una de las habitaciones del sótano vivía Valeria, la hija de la bruja. Valeria nació en circunstancias misteriosas y presentaba deformidades que la hacían diferente a los demás. Por esta razón, la bruja decidió ocultarla en el sótano, lejos de las miradas curiosas del pueblo.
Llegada a una edad la hija de la bruja empezó a sentir su soledad y a anhelar algo más: compañía y amor,. Y con el tiempo la soledad de convirtió en un peso más difícil de llevar. y comenzó a lamentar su soltería y a quejarse del poco apoyo de su madre.
Una noche, después merodear por la casa y mirar por entre los cortinones de las ventanas hacia el cielo estrellado, se enfrentó a su madre.
—Mamá —comenzó Valeria, con voz firme—, siento que un vacío abrumador es mi única compañía. Quiero conocer a un hombre y tener hijos, pero parece que no hay nadie.
—No te desanimes, querida —respondió con una sonrisa la bruja—. El amor puede llegar en los momentos más inesperados.
Valeria frunció el ceño, dudando de las palabras de su madre.
—¿De verdad crees eso?
A veces me siento tan sola —soltó, dejando escapar un suspiro. —Cada día que pasa, me convenzo más de que mi destino es estar atrapada en esta obscuridad
La madre asintió
—Escuché algo fascinante sobre una monja. Después de cuarenta y tres años de vida religiosa, dejó los hábitos y se marchó con el jardinero del convento.
Los ojos de Valeria se abrieron con sorpresa.
—¿En serio? Eso suena increíble. ¿Cómo pudo ocurrir eso??
La madre sonrió y empezó a contar la historia de la monja.
—El amor puede surgir en los lugares más inesperados. La monja siempre sintió cariño por el jardinero y al final, no pudo ignorar sus sentimientos. Así que tomó la valiente decisión de seguir su corazón. dejó sus hábitos y una noche secuestró al jardinero.
—Madre —dijo con voz temblorosa—.¿Que haré cuando tu me faltes?. Necesito salir. Quiero conocer el mundo exterior y encontrar a alguien que me haga compañía. No puedo seguir escondida aquí.
La bruja miró a su hija con tristeza en sus ojos. Sabía que el mundo es muy cruel con los que son diferentes. Sin embargo, también comprendía el deseo ardiente de Valeria por conocer a un hombre que la convirtiera en mujer y le diera alguna nieta a la que enseñarle todo cuanto sabía, como antes habían hecho con ella.
—Hija mía —respondió con suavidad—, los hombres pueden ser muy crueles. Pero si realmente deseas encontrar a uno que te haga compañía, te voy a ayudar. Así que estate preparada. Dentro de dos días, por la luna llena, vas a realizar un ritual en la iglesia del pueblo para que tengas a tu compañero que tanto deseas.
Era una noche oscura y misteriosa, la luna llena hacia rato que había salido y brillaba intensamente en el cielo, iluminando el paisaje con su luz plateada. La bruja, abrigada con su larga capa negra, miraba a su alrededor con cautela. Sus ojos brillaban en la obscuridad. A su lado Valeria, marcada por su deformidad, seguía a su madre, a duras penas, con determinación. Ambas debían actuar con precaución; para no ser descubiertas y se movían sigilosamente para evitar ser vistas.
Al llegar a la iglesia del pueblo, un lugar sagrado que contrastaba con las intenciones oscuras que tenían, la madre se detuvo en la entrada. Con un gesto suave pero firme, le indicó a su hija que entrara a la iglesia. La joven asintió, sintiendo el peso del rito que tenía que hacer.
—Recuerda —susurró la madre, mientras las sombras danzaban entre los árboles, creando un ambiente de inquietud y magia—, mantente oculta y no te alejes demasiado. Lo que vas a hacer esta noche es crucial.
Con esas palabras resonando en su mente, la hija se adentró en la penumbra de la iglesia. La puerta chirrió al abrirse y se cerró tras ella con un eco ominoso. En el interior el aire estaba impregnado de un aroma a cera derretida y olor a incienso, un recordatorio del ritual que se realizaba en ese lugar sagrado. Y mientras la joven permanecía en silencio mirando a su alrededor, rodeada por las sombras que las velas, parpadeantes en los altares, proyectaban sobre las paredes de piedra fría.
- la imagen del San Antonio le susurró a la imagen de la Virgen, —Son la bruja y su hija deforme. ¿Que querrán a estas horas. Acaso la bruja no sabe que tienen prohibida la entrada en la iglesia?
y la virgen le respondió,—Tu calla y no hagas nada. La que tu llamas deforme, es aún pura que no ha conocido hombre alguno ¿A ver que quieren las dos?
Pasados unos minutos de silencio, la joven al ver donde estaba el que buscaba caminó con determinación hacia el altar donde reposaba la imagen de San Antonio, el santo conocido por ayudar a quienes buscaban encontrar una pareja.
Con un gesto audaz, sin que este protestara ni mostrara resistencia, cogió al santo y le dio la vuelta, enfrentándolo hacia ella boca abajo; y después de agarrarlo por sus partes intimas con voz temblorosa pero firme, comenzó a murmurar su súplica.
—San Antonio —dijo—, te pido que me concedas un hombre que me haga compañía. Alguien que vea más allá de mi apariencia y sofoque el calor que llevo dentro.
Mientras pronunciaba estas palabras, las llamas de las velas encendidas en el altar comenzaron a danzar con mayor intensidad, como si respondieran a su llamado. Al ver las llamas moverse con tal vigor, sintió cómo una corriente de energía recorría su cuerpo y entendió que su petición había sido escuchada. Con gratitud en su corazón, regresó la imagen de San Antonio a su posición original, asegurándose de que todo estuviera como antes. Un ligero brillo iluminó sus ojos mientras sonreía; sentía que algo había cambiado en el aire.
Con paso decidido, salió de la iglesia para reunirse con su madre. La bruja la esperaba en la entrada, sus ojos brillaban en la obscuridad llenos de curiosidad y preocupación al mismo tiempo.
—¿Lo has conseguido? —preguntó la madre al ver el brillo en el rostro de su hija.
—Sí —respondió ella—. He pedido compañía y siento que he sido oída.
Ambas mujeres se miraron con complicidad y entendimiento.
Mientras caminaban bajo el manto del cielo estrellado de la noche, de regreso por el sendero del bosque, iluminado por la fría luz de la luna llena, los árboles con sus sombras amenazantes, y sus ramas retorcidas que se extendían hacia ellas como garras, parecían susurrar historias antiguas sobre amores perdidos y encuentros fatídicos.
Al llegar a casa, Valeria, agotada por su paseo —pues raras veces salía al mundo exterior— regresó a su habitación en el oscuro sótano de la vivienda. La bruja, antes de irse a la cama, encendió varias velas y preparó unas pociones para el día siguiente, mezclando ingredientes con un propósito que solo ella conocía. Así, madre e hija se sumieron en la penumbra de los sueños, aguardando con inquietud el resultado del conjuro que habían realizado.
Mamadour era un joven senegalés de la región de Casamance. Desde muy joven soñaba con marchar a Europa la tierra de las oportunidades, con el deseo de ayudar a su familia y conseguir un futuro mejor decidió emprender el arriesgado viaje hacia España.
Después de meses de preparación y ahorro, Mamadour se unió a un grupo de migrantes que como él buscaban una nueva vida. Juntos, abordaron una patera en la costa de Marruecos, enfrentándose al peligro del mar abierto. La travesía fue dura; el tiempo empeoró, las olas golpeaban la frágil embarcación y el miedo se apoderó de todos. Sin embargo, la esperanza de alcanzar la tierra prometida mantenía a Mamadour y a sus compañeros unidos.
Finalmente, después de días de incertidumbre, llegaron a las costas españolas. Exhausto pero agradecido por haber sobrevivido y sin conocer el idioma ni tener contactos, Mamadour había llegado a Almeria.
Pasó los primeros días escondido por temor a que lo descubriesen hasta que fue descubierto por una ONG local que se dedicaba a ayudar a emigrantes como él. Esta organización había estado buscándolo tras recibir noticias sobre su llegada por parte de otros compatriotas. Desde Almería se trasladó a Madrid, la capital. Allí, asistió a clases de español en una ONG que le ofreció apoyo: un lugar donde quedarse y comida.En las calles bulliciosas de Malasaña y Chueca, conoció a otros emigrantes y locales que lo ayudaron a adaptarse. Mamadour comenzó a aprender el idioma y decidió obtener su carnet de conducir; quería ser camionero. La ONG le brindó apoyo en este proceso, ayudándolo a prepararse para los exámenes teóricos y prácticos. Después de estar casi un año en Madrid, decidió explorar el norte del país.Y viajó en tren hacia Bilbao, de allí marchó a Barcelona, donde estuvo de mantero en las ramblas. En Barcelona escuchó hablar de Galicia, de sus costas y sus rias y de hospitalidad y la amabilidad de sus gentes. Y movido por estas historias o tal vez por su alma aventurera, de Cataluña vino a Galicia Después de varias semanas de búsqueda infructuosa de trabajo, a través de un anuncio en un periódico, encontró empleo en una pequeña panadería y un buen dia Mamadour era el repartidor del pan de la panadería de nuestro pueblo. Cada mañana se levantaba temprano para ayudar a amasar y hornear la harina. Una vez que el pan fresco salía del horno, él cargaba la furgoneta blanca de la panadería y marchaba con el pan listo para entregar a los clientes.
Mamadour no tardó en conquistar el corazón de las mujeres del pueblo. Siempre tenía una palabra amable y un gesto amistoso, acompañado de una sonrisa amplia que mostraba sus dientes de perla, lo que hacía que su presencia fuera muy valorada. Las clientas aguardaban con entusiasmo su llegada, no solo por el pan fresco que traía consigo, sino también por la calidez y alegría que irradiaba. Su encanto natural transformaba la simple compra de pan en uno de los mejores momentos del día.
Era una mañana tranquila y la furgoneta del reparto, con su característico color blanco y el aroma a pan recién horneado que la acompañaba, avanzaba por la carretera. Mamadour iba pensando en enviar dinero a su familia a Senegal para poder traer a su hermana a España para que pudiera estudiar. En medio de sus pensamientos, se había desviado del camino habitual hacia el pueblo y tomado la ruta que bordea el río. De repente el motor comenzó a fallar haciendo un ruido extraño y, tras unos segundos de titubeos, la furgoneta se detuvo en seco al borde de la carretera.
Mamadour, frunció el ceño al darse cuenta de que no podría continuar su ruta. Con un suspiro resignado, salió del vehículo y miró a su alrededor. No había más remedio que buscar ayuda.
A lo lejos, divisó una casa antigua, con paredes de madera oscura y techos inclinados cubiertos de musgo. Las ventanas, enmarcadas por cortinas de encaje amarillento, parecían observarlo con curiosidad. Decidido, comenzó a caminar hacia ella. Mientras se acercaba, pensó en lo inconveniente que era esta situación; tenía que entregar el pan fresco a sus clientes antes de que comenzara el día. Al llegar a la casa, dio unos golpes sobre la madera con la aldaba oxidada de la puerta.
Una amable anciana abrió la puerta y sonrió al ver a Mamadour.
—¡Buenos días! ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó con curiosidad.
—Buenos días —respondió él, esbozando una sonrisa nerviosa—. Lamentablemente, mi furgoneta se ha estropeado y necesito hacer una llamada para pedir que vengan a recogerme. ¿Podría usar su teléfono?
—Claro, querido —dijo ella con un tono amable que desmentía cualquier idea preconcebida sobre su apariencia—. Pasa, no hay problema. Aquí tienes un teléfono para que llames a quien necesites.
La anciana asintió comprensivamente y le hizo pasar, ofreciéndole también un café. Mamadour aceptó la invitación sin sospechar que, al hervir el agua del café, la anciana había añadido un puñado de hierbas secas, entre las cuales se encontraba la matricaría y la adormidera. La atmósfera en la casa era acogedora, pero una sombra de inquietud comenzaba a cernirse sobre él sin que lo supiera.
Tras tomar el café, comenzó a sentir el peso de sus párpados. Se sentó en una silla y, poco a poco, en cuestión de minutos, la somnolencia lo fue envolviendo y cayó dormido sobre la mesa de la cocina, ajeno a los oscuros planes que la bruja tenía en su mente.
Cuando Marmadour se durmió la bruja a su hija para que saliera de la habitación del sótano y subiera a la cocina
—Mira, mira, es el resultado de nuestro conjuro, un hombre como tu querías y es negro como el mismísimo demonio- dijo la bruja señalando para Mamadour que dormía con su cabeza reposada en la mesa de la cocina
—Valería —susurró la bruja—, creo que es el resultado de nuestro conjuro.—tenemos que aprovechar esta oportunidad.
Valería miró a su madre con curiosidad.
—¿Qué quieres decir?
—Tenemos que secuestrarlo. No para hacerle daño, sino para que nos cuente su historia. Tal vez sea un aventurero o alguien que ha vivido cosas extraordinarias. ¡Imagina las pesadillas que podría contarnos!
Valería dudó por un momento, pero la emoción de la aventura comenzó a brillar en sus ojos.
—Está bien, mamá. Pero ¿cómo lo hacemos?
La bruja sonrió astutamente y juntas idearon un plan. A la mañana siguiente, cuando Mamadour despertó confundido y desorientado, maniatado en un sillón del sótano, se encontró rodeado por las dos mujeres.
—¡Buenos días! —dijo Valeria con una sonrisa amplia—. Bienvenido a nuestra casa. Te hemos estado esperando.
Mamadour parpadeó varias veces antes de responder:
—¿Qué… qué está pasando?
—Te hemos secuestrado —dijo Valeria con un tono juguetón—. Pero no te preocupes; no te vamos hacer ningún daño.
Mamadour se rió nerviosamente al principio, pero pronto comprendió que no estaban bromeando. Sin embargo, había algo en sus miradas que les metía miedo. Así que decidió seguirles la corriente.
MVF
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