jueves, 27 de febrero de 2014

la herencia de abelarda




Cuando Abelarda regresó en barco de las américas lo hizo con un niño que ya había cumplido los dos años y una maleta de cuero marrón, como la que traía la gente, que se decía de ella, que habían hecho buena vida en el otro lado del charco.
La esperaba un coche negro en la salida de pasajeros del muelle, que les llevó hasta un hotel donde tendrían que esperar cuatro días, hasta el jueves de esa semana, para ir al notario y asistir a la lectura de las últimas voluntades de su antigua ama; porque era domingo cuando el barco en el que regresó con su hijo había atracado en el puerto de la coruña.
 En uno de esos días; después de dejar a su hijo a cargo de la dueña del hotel, una mujer de Castro Caldelas que tenía cuatro hijos y que accedió a ello tras contarle que quería aprovechar mientras tenía que esperar en la Coruña para poder ver a los suyos. Desde la Coruña vino al pueblo en autobús a primera hora de la mañana y de ahí se trasladó a Labregos, la población donde estaban  las viviendas de los caseros y las tierras de don Sebastián, para ir ver a su familia; y llegando allí se enteró de la desaparición de su padre y de los gritos de dolor que dió su madre, tras llegar a la  casa y enterarse del paseillo de su marido, pues la madre de Abelarda había sido llamada con engaño a hacer tareas a la casa grande de los señores de los caseros, el día que fueron ir a buscar al ovejero.
 La madre había sido echada de la casa cuando regresó de servir a sus señores; y habían tirado sus pertenencias y el escaso mobiliario que poseían, y  prendido fuego delante de las viviendas de los caseros; y después de andar un tiempo tirada por las calles sin recibir ayuda de nadie fue recogida por las monjitas, en una casa para pobres donde murió de pena a los pocos meses de lo que había ocurrido.
 Solo una persona, que aquí no podemos citar,  se atrevió a decirle todo lo que había pasado, y después de pedirle que marchase, pues no era bien vista por culpa de la mujer de don Sebastián, le entregó el pañuelo raído, que su padre había dejado esa noche encima de la mesa, y que escondía envuelta dentro una piedra plana en forma de disco en la que estaba dibujado con todo tipo de detalles un reloj de bolsillo.
 Abelarda estuvo llorando sin mediar palabra mientras le contaban todo;  al terminar, después de despedirse y darle las gracias a la persona anónima de la que hablamos, regresó al pueblo sin perder más tiempo para no perjudicar a los caseros, que habían sido sus antiguos vecinos; y antes de mediar la tarde marchó de regresó a la Coruña.

 Llegado el dia, la mañana del jueves Abelarda fue al notario con su hijo de dos años donde se encontró con don Agustín que había ido para asistir a la lectura de las últimas voluntades de su mujer. Abelarda encontró a ese hombre de sienes blancas, que había sido su antiguo amo, y que tanto respeto ponía el verle en la casa, muy desmejorado.

La lectura de las voluntades fue un momento muy emotivo pues don Agustín sabía del deseo de su esposa y había dado consentimiento en ello, pero desconocía una carta que le había dejado su mujer en la que le pedía perdón a su marido por no poder estar con él los últimos momentos de su vida; diciéndole que después de perder a sus tres hijos jamás podría llegar a soportar el verle morir a él.

A Abelarda su antigua ama le había dejado una vieja casa.  Era una casa de señores con varias puertas a distintas viviendas dentro de ella, que estaban sin usar, y una puerta principal con un gran arco de piedra, situada en la plaza mayor del pueblo. Tenía una planta baja con paredes de piedras de granito; y la planta alta, con paredes de sillería y encalada de blanco, estaba cubierta con un tejado de dos aguas de teja curva gallega; y mostraba un gran balcón, que dominaba la plaza mayor, desde el que se veía por encima a toda la gente del pueblo y la comarca, que tenía que pasar obligada delante de la vivienda para ir a la iglesia o al ayuntamiento. Y con ello se le asignaba también unas rentas que le permitirían vivir.



mvf.



martes, 18 de febrero de 2014

Elecciones sindicales. Todo lo que quisiste saber ( o tal ... )



Hay días y días, y días y días.
Hoy teníamos elecciones de delegado de personal en el trabajo, asi que tenía que apurarme para ir a trabajar porque iba estar todo el mundo puntual, por si acaso iba el jefe a primera hora por allí.
Son las siete de la mañana y quince minutos, veintisiete segundos y las décimas de segundo pasan rápidamente en el reloj, mientras yo trató de hacer mis cosas en la loza. Al final me voy ...
Al terminar voy para la cocina donde me espera mi tazón de leche y unas galletas antes de salir de casa.
Me encuentro a mi padre en la cocina que también se ha levantado -  ¡Que milagro. Tan temprano ! -  le pregunto. 
El milagro era que  llevó el coche a pasar la revisión y le dijeron que tenía que arreglar la puerta del conductor. Y se había levantado para llevar el coche al mecánico - un amigo de él, que seguro que lo arregla por dos pesetas - .Entre rebanada y sorbo, mi padre no paró de despotricar sobre los empleados de la inspección técnica de vehículos - sobre que la puerta funcionaba perfectamente...- claro que mi padre no se acuerda del día que me pidió que fuera a la gasolinera con  su coche  para llenarle el deposito,  y  después de bajar para ir a pagar con la tarjeta, al regresar, no pude volver entrar en el coche porque no se abría la puerta; y hubo que ir a buscarlo a casa, con el coche particular que amablemente me dejó el chico de la gasolinera, para que viniera a abrir la puerta y pudiéramos retirar el coche parado al lado del surtidor.
Me despido de mi padre y marcho. Cuando llegué al trabajo ya habían llegado todos mis compañeros. Yo me dirigí a mi mesa de trabajo y puse mis cosas encima. Encendí la lámpara de la mesa, encendí mi ordenador, encendí la impresora, me acordé de cuando fumaba ... y  todo ello, lentamente, mientras con el rabillo del ojo controlaba como estaban las cosas. Parecía que se había muerto alguien y ese día habían asistido todos para verse y despedir al finado.
Y entre pásame esto, o tienes aquella carpeta, dando acción a la oficina, como si fuera un día de trabajo, tuve la sensación de que no se atrevía nadie a ser el primero en ir a votar. Yo pensé en que podían empezar por votar los componentes de la mesa. Pero mira tu lo que son las cosas que los miembros de la mesa son los últimos en votar.
Habían colocado la mesa y la urna, de una manera discreta en una esquina de la oficina, cerca de la puerta de entrada y una vieja costilla de Adán; una planta con enormes hojas cortadas como si fueran costillas, que llegaba a la pared y que había sobrevivido a la vieja y gloriosa época en que la gente fumaba en la oficina y abonaba su tierra con la ceniza del tabaco. Y encima de una silla y debajo de un armarito blanco con una cruz roja, que colgaba en la pared, de primeros auxilios, donde guardábamos la cafetera y las tazas, y la botellita de licor café; colocadas de una manera discreta estaban las papeletas de los dos sindicatos que se presentaban:  el de un amigo del jefe y el otro.
Me di cuenta que la oficina olía a café.
- Marise. Hice un café para todas; como vamos estar mucho tiempo hoy en la oficina ...- Oí decir a la que tenemos de jefecilla de sección por que nadie quiere ser jefecilla de sección en este mundo; claro, que hay  un mundo a parte para las jefecillas de sección.
- Zorra , -  dije para mi -  hubieras traído tu el café de casa para invitar.
 La cafetera estaba encima de la mesa, y desprendía un aroma de café recién hecho que llenaba la oficina. A su lado estaban las tazas y alguna gente que iba y venía
Como yo no tenía prisa en votar la primera, nos quedamos mirando todos para todos, como si nadie quisiera mostrar que alguno había votado alguna vez en su vida; y eso que el voto es secreto.
¿Que a quienes había que votar?. Se presentaba el yerno del jefe y otro trabajador que amablemente le dijo el jefe que se presentara para que hubiera pluralismo; este accedió con mucho recelo, a presentarse por otro sindicato distinto que el del jefe, porque pensaba que el jefe igual quería despedirlo.
Y mientras tanto, allí estaba yo con mi compañera, con los brazos cruzados en calidad de observadoras ... como si fuera del Frente Popular Administrativo.
Afortunadamente apareció la hija del jefe acompañada de su madre  para votar; porque el jefe, para demostrar que eran demócratas, tenía censada toda la familia que acudió sin falta a votar ese día.
Después de votar la hija del jefe acompañada de su madres, entre risillas fue a votar la jefecilla de sección. Y así, como si fuera la comunión de la misa del difunto, se fue acercando todo el mundo a la urna para depositar su papeleta.
- ¿ Podemos votar ahora nosotras ?.

Votamos todos, sin faltar ni uno, no fuese que se supiese lo que se había votado. 
Terminada las votación  se procedió abrir la urna y contar los votos. Todos habíamos votado al yerno del jefe para que todo quedase en familia. Y mientras nos dábamos las felicitaciones, el representante, que vino en nombre del sindicato invitado, llamó a parte a su candidato y le pregunto como había sido que no obtuviera ni siquiera un voto. A lo que su candidato, encogiéndose de hombros,  le respondió con un:
 - ¡Hay. Yo no sé !.  El voto es secreto.
Terminó el trabajo y todo el mundo, en vez de marchar a casa, parecía querer quedar de tertulia, de analistas con el resultado electoral. Me excusé y marche corriendo con mis prisas porque a mi padre le regalaron una afiladora eléctrica de cuchillos y teníamos que salir de compras por la tarde, que ahora no tenemos cuchillos en casa.


Nota: - Uno que no quiere darse a conocer .-  Perdona Marise. Dilo claramente. Estabais, tu y tu compañera, las dos del Frente Administrativo Popular; escisión del Frente Popular Administrativo en su I congreso fundacional. Eres una disidenta.


mvf
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martes, 11 de febrero de 2014

Abelarda en Caracas





Como había conchabado la mujer de don Sebastián con el tratante de emigrantes, a través del que se le había pagado a Abelarda  los billetes de barco para su  viaje a Venezuela, a Abelarda le estaban esperando, a su llegada en barco a Maracaibo, un hombre y una mujer en el puerto para ser llevada desde allí a Caracas; como otras muchas mujeres que iban engañadas desde Galicia, a las que se les haría pagar su billete trabajando en una casa de alterne para emigrantes.
En Caracas la llevaron a una casa de alterne que llamaban la pastora, muy famosa en aquellas tierras por su clientela casi toda ella emigrantes, y allí la dejaron y le explicaron todo dándole la sorpresa de su situación. 
Abelarda, apenas sin descansar, la noche del mismo día de su llegada la hicieron desfilar con las demás mujeres.
Pero Abelarda, encinta después de la violación de don Sebastián, había jurado que nunca más volvería a ser mujer para ningún hombre y viendo la cara aciaga de Abelarda y su estado, fue tenida como un pájaro de mal agüero por los abundantes clientes, que habían dejado sus mujeres en el otro lado del charco y buscaban saciar su sed de sexo en los lugares de alterne. Y viendo el rechazó que producía, la madame del prostíbulo le encomendó al día siguiente, que ella se encargaría de la limpieza de las habitaciones, la cocina, la lavandería...
 En el burdel, acompañado del piano, cantaba y animaba las noches un hombre afeminado. Señoriíto criollo de sexo invertido, hijo de una buena familia caraqueña sus padres vieron, animados por la madame que veía en ello una situación para recuperar su dinero invertido en Abelarda, que el casar con una gallega blanca y tener un hijo le permitiría hacer cómodamente su vida licenciosa y no soportar tanto escándalo por los vicios de su hijo. Y así con los dos se había llegado a un acuerdo: Abelarda viviría apartada de los hombres y al criollo le permitía la situación  guardar las apariencias y llevar cómodamente su vida licenciosa.
Ya llevaban casados casi dos años y la pareja era conocida en los círculos sociales. Cuando llegó el cartero y le entregó en mano una carta destinada a Abelarda.
Abelarda abrió la carta y leyó las letras. Era del administrador de don Agustín y le decía que tras la muerte de su antigua ama, la mujer de don Agustín le había dejado en herencia una casa en el pueblo y unas pocas rentas que le permitirían vivir. Y que  tenía un billete reservado en la compañía náutica que hacía el trayecto para Galicia,  en la casa de la guipuzcoana  en la Guaira.

Así que Abelarda regresó a España con su hijo a punto ya de cumplir dos años.



miércoles, 29 de enero de 2014

la visita del señor obispo





Se habían entregado ya todos los premios y el sisa, apesadumbrado por su mala suerte, permanecía en silencio entre sus compañeros rebosantes de alegría por la fiesta.
Los niños aún estaban sentados en sus asientos, sin salir de la sala de cine, porque para culminar este día de fiesta se contaba con la visita de su eminencia el señor obispo al colegio. Y mientras ellos esperaban se había colocado en el escenario una enorme butaca, de madera profusamente tallada, tapizada en cuero, para que su eminencia el señor obispo se sentará y desde ella felicitará y elogiara a los niños que más destacaban por sus notas y comportamiento en el colegio, y finalmente les diera la bendición a todos.
 La llegada de llegada de su eminencia el señor obispo fue anunciada por un revuelo que se produjo en la entrada. Todos los niños miraban con los ojos abiertos ese hombre de pelo blanco vestido con telas lujosas y joyas brillantes que acababa de entrar por la puerta de la sala de cine.
Su eminencia el señor obispo traía cubierta su cabeza con un birrete morado, cuadrangular, rematado con una borla del mismo color. Portaba el báculo en su mano izquierda y con cada paso iba dirigiendo la mirada del cayado o voluta a uno u otro lado; mientras que su mano derecha, mostrando un gran anillo de oro en uno de sus dedos, iba saludando a todos los presentes. Su cuerpo lo cubría una sotana violácea apretada por una faja del mismo color que rodeaba su profuso vientre; la sotana tenía hilada, con finos hilos de oro y seda, una enorme heráldica eclesiástica en su pecho sobre la que descansaba una gran cruz pectoral, adornada de piedras preciosas, que se movía pausadamente con su andar.
En las filas de la entrada algunos niños salieron al pasillo y se pusieron de rodillas pidiéndole a la visita eclesiástica que les dejase besar su anillo; y el padre santo, mientras los profesores trataban de mantener distantes a los niños para dejarle paso,  lleno de pompa, caminaba por el pasillo principal, en medio y medio de las filas de butacas, en dirección al escenario.
 Entonces el sisa, entre tanto tumulto, se levantó de su asiento para poder acercarse a su excelencia el señor obispo y besarle su anillo para ser él como alguno de los niños afortunados que lograban conseguirlo.
Pero él tenía que salir de en medio de la fila de butacas en la que estaba y con su ímpetu para salir entre los demás niños lo hizo con tan mala fortuna que el sisa cayó en el medio del pasillo convirtiéndose en un obstáculo para la lenta comitiva obligándola entonces a detenerse.

El obispo, que caminaba por el pasillo acompañado por los curas y una algarada de niños, se detuvo sorprendido al ver a ese niño tirado en el suelo que le impedía el paso y apoyándose en su báculo se agachó extendiéndole la mano derecha  para ayudarle a levantarse. El sisa, desde el suelo, viendo el cayado del báculo que le miraba cara a cara, cogió sin rechistar la mano del señor obispo y se levantó. Y juntos caminaron los dos y subieron las escaleras hacia el escenario.
Una vez en el escenario el obispo fue tratado de ser auxiliado por dos frailes que querían ayudarle para sentarse en la enorme butaca habilitada para el,  pero él los rehusó y después de sentarse y arrellanarse, con su cuerpo en su asiento, sin haber soltado de la mano al sisa, tiró del para que se sentara entre sus piernas.
 Todos miraban con envidia la escena que se estaba produciendo. El sisa era ahora Marcelino que descansaba en las piernas del señor obispo.
El  señor obispo era ahora como Jesucristo en la cruz en la película que los niños habían visto en el día de hoy.
 Su eminencia el señor obispo, con su sonrisa cargada de bondad para todos,  alzó su voz para que le oyese todo el mundo, y preguntó.
- ¡ A ver sisa !. ¿Que es lo que más quisieras de este mundo?.
El sisa miró con sus enormes ojos llenos de felicidad y entonces, ante la expectación de los frailes, los mejores alumnos que esperaban su premio, el resto de sus compañeros anhelantes de oir pedir un buen deseo, el padre prefecto preguntandose a ver que va pedir este niño ... 
sin vacilar, respondió:
 -  ¡ yo quiero irme a casa con mi mama!. 
Y fue así como al sisa, al día siguiente, le mandaron hacer las maletas para abandonar el colegio menor y  regresar a su casa.


mvf.






viernes, 10 de enero de 2014

un rayo luminoso




Cuando se descubrió la preñez de Abelarda en casa de don Sebastian; a través de terceras personas recibió una ayuda misteriosa para que marchase en barco al otro lado del mundo. La niña, ignorante de todo cuanto acontecía a su alrededor, vio esto como una salvación a su situación y aceptó a pesar de todos los miedos que pudiera tener una jovencita, que nada conocía del mundo, a realizar un cambió tan drástico de su vida y marchar sola para las americas. Porque de aquellas el cruzar el charco en busca de nuevas oportunidades se veía como una salvación a las penurias que vivían la gente humilde.
Entre las personas, apenas se podía seguir la pista del misterioso benefactor, pero nosotros sabemos que Elisa, la mujer de don Sebastián, al enterarse de la falta de su marido, montó en una cólera silenciosa de mujer estéril, que la tuvo postrada en la cama varias semanas, sin que ningún medico de los que vinieron a visitarla diera con saber que le pasaba. Finalmente la enferma, una mañana se levantó; había decidido alejar a Abelarda de su marido. Tan bien fue tramada la cosa que don Sebastián no se enteró de nada hasta que desapareció de la casa la criada y fue demasiado tarde para que pudiera hacer cualquier cosa por impedirlo. Solo le quedó su ira y su maldad.

Ya era pasada la media noche cuando, al lugar donde estaban las casas de los caseros de las tierras, que ahora habían pasado a mano de don Sebastián, llegó un coche negro acompañado de un camión; la parte trasera del camión venía oculta por unas enorme lonas, lo que le daba un aspecto lúgubre y siniestro.
Aunque al oír  el ruido de los coches en la noche, que vino en aumento desde la lejanía,  los perros habían empezado a ladrar dando la alarma de los extraños; al parar los vehículos y bajar aquellas personas siniestras, algunas vestidas con uniforme negro y botas de cuero; se hizo el silencio en el lugar.
Así que los extraños bajaron de los vehículos fueron  directamente a casa del ovejero, el padre de Abelarda, a buscarlo.
 Esa no era hora de buscar a un cristiano así que todos los vecinos, en sus casas, al oír los ruidos cerraron a cal y canto las puertas y las ventanas; y sus oídos se volvieron sordos a todo cuanto ocurría o pudiera ocurrir. Aún así la vida en las escasas viviendas destinadas a los labradores se delataba por el llanto de las mujeres y algún niño, que no podían ocultar sus llantos amedrentados.
Cuando zarandearon al ovejero en su cama para que se levantase el hombre despertó y al ver desconocidos en su habitación, sin mediar palabra se levantó, se puso su pantalón raído y sus alpargatas.
Encima de la mesilla estaba el reloj de piedra, el ovejero lo cogió y lo puso en su oído para escucharlo, después lo envolvió en su pañuelo y antes de salir de la vivienda, escoltado por sus acompañantes,  lo dejó puesto encima de una tabla que hacía de mesa en la cocina.
Fuera,  fueron recibidos por las luces de los coches que alumbraban el lugar .
El ovejero salió de la casa. El frío de la noche congelaba los cuerpos.
- ¿ Que queréis? - preguntó
Ven con nosotros,  y no digas nada. que tenemos que esconderte - le respondió una voz
Empujado por el golpe de la culata de una escopeta le mandaron subir a la parte trasera del camión. Con el subieron dos hombres armados con escopeta. Al terminar los restantes hombres subieron a los coches  y los vehículos arrancaron en medio de la noche. No tardó en ahogar la lejanía el ruido de los motores .
 La luna estaba llena y ahora en el silencio de la noche se oía el ulular de un búho.
Yendo para la cima del monte, donde están las piedras que hablan, los vehículos se detuvieron en una explanada que hay en el camino. Allí bajaron sus ocupantes.
Al ovejero le  tiraron a sus pies un saco que contenía una pala y un pico para cavar en el suelo, y le mandaron hacer un agujero en el suelo donde se pudiera meter él.
El hombre extrajo las herramientas y  alumbrado por las luces de unas linternas de esas antiguas con pila de ZINC que tenían forma de petaca, pacientemente excavó un agujero con sus dimensiones.
Al terminar, recogió la pala el pico y después de limpiarlos entre la hierba próxima, los guardó de nuevo en el sacó. Después se metió dentro del hoyo.
Se hizo un silencio mientras los hombres sorprendidos permanecieron callados al ver el aplomo del ovejero.
Entonces al ovejero le  enfocó la luz de una de las linternas en la cara cegándolo, y oyó una voz que le dijo:
- ¡Esto por lo de tu hija !-  que se convirtió en un estruendo en su cabeza.


 mvf.



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miércoles, 8 de enero de 2014

un dia de suerte



Al terminar la película se hizo la luz en la sala. No tardó en aparecer un ligero murmullo en las filas, que  poco a poco fue ascendiendo, mostrando el nerviosismo de los niños.
- Se iba proceder al sorteo de los juguetes.
El padre prefecto, mientras se recogía la pantalla, izada por unas cuerdas, bajó por el pasillo en dirección al escenario, y  se subió a el  por una escalera lateral.  El escenario había quedado despejado.
Desde allí arriba, levantando una mano conminando a los niños al silencio, les dijo que ahora iban a proceder al sorteo de los juguetes.
- ¡ Si os calláis! - gritó el padre prefecto- ¡ vamos a proceder a realizar el sorteo de los juguetes!.
Mientras hablaba el padre prefecto habían puesto una mesa, encima de la cual había un pequeño saquito de tela negra que escondía los números para realizar el sorteo.
Entonces, señalando con un dedo al auditorio, el padre prefecto mandó subir a un niño para que sacase los boletos.
¡Vamos primero a sacar el boleto del tren de juguete  !
 Mientras todos permanecían expectantes que se sacase el boleto; el niño se aproximo a la mesa e introduciendo la mano en el saquito de trapo, sacó una papeleta que entregó al padre para que lo leyese. Y este, mirando sin perder de vista al graderío, vio el numero que había salido y  dijo en voz alta:
- ¡ El 101 !.
Se hizo un silencio en la sala .
El 101 volaba sobre sus cabezas, mientras el silencio se prolongaba.
El padre prefecto preguntó de nuevo para cerciorarse de que todos habían oído el numero: - ¿ Ninguno de los presentes tiene el 101 ?
El silencio comenzaba a llenar de incertidumbre a los presentes,  cuando de repente una voz  rompió el silencio gritando: -  ¡Padre. Ese es mi número!
 Era el sisa que estaba de pie.
- Pues venga. A que esperas - dijo el padre prefecto - Sube a recoger el juguete.
 - ¡ Pero es que no lo encuentro! - exclamó el sisa apurado
- Pues búscalo bien – Le dijo el padre prefecto desde el alto del escenario
 -Ya. En tal caso que no haya mirado bien en los bolsillos - respondió el sisa
Y mientras se continuaron sorteando los otros juguetes el sisa buscaba y rebuscaba por sus bolsillo. 
Al terminar todos los sorteos el sisa apesadumbrado permanecía inmóvil en su asiento sin encontrar el boleto.
 El padre prefecto dijo entonces desde el escenario: - Ahora, como no aparece el boleto 101, vamos a sortear de nuevo el tren de juguete.
La mano se metió otra vez dentro de la bolsa y sacó otro boleto que correspondió a otro niño



Está historia va dedicada a todos los niños españoles que este año no han tenido juguetes .
http://lodijomarise.blogspot.com.es/
 mvf.

martes, 31 de diciembre de 2013

Esa noche




Don Sebastián tuvo una hermana que murió de unas fiebres desconocidas, en los cincuenta, sorprendiendo a todo el mundo. Cuando le dieron la noticia a don Sebastián empezó a jurar y blasfemar, y a dar gritos y golpes contra las paredes y los muebles, como un poseso, produciendo un gran pavor entre sus familiares que se habían juntado para darle la mala nueva; dado que sabían de los fuertes lazos que le unían con su hermana.

En la misa del funeral por la hermana, allí estaban todos de pie, graves, silenciosos;  mientras ella, en su caja, permanecía inmóvil con su piel blanca como la nieve. La difunta había sido vestida, por deseo de su hermano, sin que nadie le llevase la contraria, con el vestido blanco de novia con el que él la había llevado al altar el día de su boda para ser entregada a su futuro marido.
La gente iba pasando y dando el pésame y don Sebastián rompió a llorar con el corazón roto de dolor. Fue la única vez que la gente pudo decir que don Sebastián tenía corazón.
El marido de la difunta, encumbrado por su cuñado había sido un prometedor teniente de la guardia civil hasta que cayó en deshonra en el cuerpo. Había certificado la muerte de un buscado bandido republicano que merodeaba por la sierra de los Ancares. Después de una reyerta de la guardia civil con los maquis; suponiendo que habían dado muerte al perseguido, llamaron a la hermana del bandido, para que viese el cadáver y lo reconociese. La hermana a ver el error de la guardia civil certificó pícaramente, a sabiendas de que no era él, que el difunto era su hermano.
Al correr la noticia de la muerte del famoso perseguido todos los participes en la batida, incluyendo a sus superiores,  fueron felicitados y recompensados por su logro hasta que se descubrió el error; entonces todas las burlas y las iras cayeron, cebándose, sobre el teniente.  El teniente agraviado, juró por su honor que no pararía hasta dar caza y captura al bandido; desde esas se obcecó endiabladamente en encontrar y dar muerte al bandido, escondido por la sierra de los Ancares;  pero no pudo cumplir su promesa pues fue muerto de un tiro a bocajarro, en otra reyerta contra los maquis, cerca de las minas de Villablino, un pueblo de León.
Tras la muerte de su cuñado Don Sebastián visitaba a su hermana y su sobrino todas las semanas llevándoles regalos. Hasta que la muerte de la difunta cogió de sorpresa a todos.
Al entierro asistieron mucha gente importante de la nueva España. Faltaron la gente humilde y entre ellos los caseros; no porque no tuvieran cabida en la Iglesia, ni su sentimiento por el dolor de su amo fuera menor, que el de las gentes que asistieron,  sino porque de aquellas no se les permitía a los humildes estar presentes en los momentos en que todos nos igualamos, como aquel ante la muerte.
Después de las exequias y que toda la gente importante se había marchado, de regreso a sus casas,  el matrimonio y los criados se fueron a la cama. 
En la casa de don Sebastián eran las doce de la noche y ya hacía rato que se había hecho el silencio. En la obscuridad las lagrimas de don Sebastián volvieron a brotar sin parar. 
Esa noche, don Sebastián, cuando todos se habían dormido, entró sigilosamente en la habitación de Abelarda, la criada, para buscar el placer de hacer un nueva vida después de sentir el dolor de la muerte.


mvf.